El canto del cuco

Cuaderno gris de Abel Hernández

Mes: abril, 2014

AQUELLOS MAYOS DE ENTONCES

 

Estamos a treinta

de abril cumplido,

mañana entra Mayo

hermoso y florido

Esta mañana no he podido contenerme y he robado una rosa roja, fragante, en el espacio verde del común. La tengo aquí delante, mientras escribo, en un pequeño búcaro. Es de la clase de rosas que huelen como las de antes y que ya escasean. Confieso humildemente que en primavera soy, sin poder disimularlo, un ladrón de rosas. Puede que lleve razón Gala en que una rosa como la que tengo aquí encima de la mesa contiene todas las primaveras.

Desde la antigüedad, la llegada de Mayo, en el corazón de la primavera, “pífano y tambor”, invita a la fiesta y al amor. Los campos muestran su esplendor lujurioso y florido. Esto es más de agradecer en las Tierras Altas tras el largo invierno. Encaña ya la mies, cantan las alondras en las esparcetas y revive el monte. Los campesinos se ocupan de las huertas: acieman y mullen la tierra, que siempre responde generosamente con el fruto cierto, que, cuando llegue a sazón abastecerá en los meses siguientes la cocina y la despensa. Y el cazador  furtivo sale al amanecer por la calleja con la perdiz de reclamo, cubierta con el tapabocas, hacia el chozo del cabezo. En los pueblos de la posguerra Mayo era un mes agridulce. Al lado del rostro amable y florido del despertar de la Naturaleza y de la proximidad de la cosecha éste era el mes en que se miraba al cielo con ansiedad esperando la lluvia y en el que solían empezar las escaseces. En la gran saca del somero apenas quedaba ya harina para un par de hornadas y ni siquiera blanqueaban aún las cebadas en las lomas; además el rimero de patatas, que era alimento básico, menguaba a ojos vista en el rincón y las patatas viejas estaban nacidas para la siembra. El refranero confirma este lado oscuro:

Días de Mayo,

días amargos,

los panes cortos

y los días largos

No se sabe bien el origen del nombre de Mayo. En el calendario romano era el tercer mes del año. Puede provenir de la diosa Maya -”bona dea”, la diosa buena-, hija de Atlas, condenado a sostener el mundo sobre sus espaldas, y madre de Hermes, una diosa asociada a la fertilidad y a la maternidad. En su honor, en este mes central de la primera estación del año, se celebraban en Roma unos ritos secretos sólo para mujeres. Entre nosotros ha derivado en el comercial Día de la Madre, en la fiesta de los mayos y en los concursos populares de las cruces de mayo, especialmente relevante el de Córdoba, con la batalla de las flores y los patios cubiertos de macetas y mantones de Manila, que son una preciosidad. En Castilla, plantar o pingar el mayo era una forma festiva -que algunos interpretan fálica- de rendir culto a la Naturaleza. Las tradiciones paganas se solapan, en todo caso, con las cristianas. La cruz donde murió Cristo y que encontró Santa Elena sustituye al totem antiguo. Del mismo modo la Iglesia quiso bautizar como fiesta de San José Obrero el 1º de Mayo rojo, el de la lucha de clases con banderas revolucionarias y el canto de la “Internacional” puño en alto. Como contraste, Franco sustituyó la fiesta obrera por la “Demostración Sindical” con los Coros y Danzas de la Sección Femenina. De mi infancia recuerdo aquellos altarcillos con flores del campo dedicados los sábados de mayo a la Virgen, mientras cantábamos:

Venid y vamos todos

con flores a porfía,

con flores a María

que madre nuestra es.

Los mozos acostumbraban a poner por la noche los “mayos”, ramos de flores, en las ventanas de las mozas mientras rondaban con sus guitarras y bandurrias por la calle de puerta en puerta. He aquí una pequeña muestra de los cantos de ronda:

Ha venido mayo,

bienvenido sea,

para las hermosas

y para las feas.

José Carrascosa, que fue conmigo a la escuela, recoge una colección de ellos en la revista de “Sarnago”. Ahí va una muestra:

Al pasar por tu puerta

mi burra se paró.

¿Quién diría a la burra

que nos queremos tú y yo?

En fin, las “letras de los mayos” solían acabar entre los huertanos de Murcia con esta copla:

Si no estás de acuerdo

con el mayo dado,

saca la botella…

y el jamón serrano.

En la ciudad hace tiempo que no pasa la ronda, ni siquiera quedan ya serenos, ni se le ocurre a nadie plantar el mayo en la plaza o poner a la moza amada el mayo florido en su ventana. ¿Será que, con la desaparición de la cultura rural, ha pasado el tiempo del romanticismo y de la lírica?

UN SMS DESDE SARNAGO

 

Iba yo camino de Soria el Jueves Santo por la mañana cuando me sonó el móvil. Era un mensaje desde Sarnago. Esa era la novedad. Me lo enviaba Josemari Carrascosa, el activo presidente de la Asociación. El SMS decía así: “Un dia impresionante en Sarnago. Manuel, el hijo de Manuela, esta mañana ha escuchado al cuco cantar en El Cubillo”. La noticia me alegró el dia. Desde luego, este año se ha cumplido a rajatabla en el Jueves Santo lo de “tres jueves hay en el año que relumbran más que el sol…” Lo he podido comprobar en El Valle, la verde comarca que llaman “la Suiza soriana”, con nieve en la Cebollera y cigüeñas en la torre, donde acostumbro a recogerme. ¡Qué dias por los senderos del monte y de los prados! Me imagino el baño esplendoroso de luz envolviendo las Tierras Altas de la Alcarama. ¡Qué envidia! En ningún otro lugar la luz es el paisaje como allí, lo mismo que, para Umberto Eco, el medio es el mensaje, o el hombre es el paisaje, para Amiel. El que haya tenido la suerte de contemplar desde la balconada del pueblo recostado en la ladera, o, mejor aún, desde el cerro del Castillo, desde el Cogote de la Hoya, desde El Cubillo o desde la Serrezuela, el amplio paisaje bañado de esa luz especial un dia así, limpio y sereno, “impresionante”, cuando apunta ya la primavera tardía, asoma el verde tímido de los sembrados, entre el ocre y el pardo de la barbechera, mueve el monte, alegra el verde de los pinos laderas y cabezos y se oye por fin cantar al cuco, no lo olvidará nunca.

 

Esta vez el mensaje desde Sarnago, donde ni siquiera asfalta la Diputación los cuatro kilómetros de camino entre ribaceras hasta el puente de San Pedro, me ha traído otros recuerdos de la infancia que he debido de tocar ya en alguno de mis libros, pero que vienen aquí a cuento. La abuela Bibiana, que, como tengo dicho, no creía que la Tierra era redonda, diría que esto era cosa de brujería. ¡Cómo iba a comunicarme por escrito desde la Alcarria con Sarnago, metido en un coche! Las cartas sólo podían llegar, con unos días de diferencia, metidas en un sobre y traídas a casa por el tío Tomás, el cartero, que llamaban “El Sordo”. ¿Qué diría si me viera hablar con Jimena , en Australia, en la otra parte del mundo, por skype, cara a cara? Y esto no ha hecho más que empezar, abuela; hemos entrado en la época de los teléfonos inteligentes. ¡Que no, hombre, que no -diría ella-, tiene que ser cosa de brujería o del demonio! Y sería imposible convencerla de los increibles avances de la ciencia y de la técnica. Pero ¿la gente es mejor con todo eso?, insistiría ella. Y yo no sabría qué responderle. Si acaso, tendría que reconocerle que con esos aparatos, que no se caen de las manos sobre todo de los más jóvenes, se comunica uno mejor con los que están lejos y se incomunica más con los que están cerca.

 

Lo que quería decir, a propósito del SMS de Josemari Carrascosa desde Sarnago, es que cuando yo era niño para comunicarnos con la Ventosa, el pueblo donde ejercía de secretario el tio Felipe, había dos sistemas: uno era el Sagasta, el perro fiel e inteligente del abuelo Natalio. Le colgaban al cuello el mensaje y el Sagasta hacía de correo, recorriendo por trochas y veredas la legua y pico que va de un pueblo a otro. Y cuando había que confirmar, por ejemplo, que los abuelos, pasito a pasito, habían llegado sin novedad, el sistema era luminoso. La comunicación se establecía en noche cerrada. En toda la extensión de la mirada no había ni una luz porque aún no había llegado la luz eléctrica. Desde un altozano, a la salida de la Ventosa, se encendía un pequeña hoguera de ulagas, que indicaba que todo estaba bien. (Alguna vez participé yo en esta operación cuando fui a la escuela unos meses con don Deogracias, el maestro de la Ventosa, porque ese año no había maestro en Sarnago). Y desde el balcón de la casa con una vela y un espejo se respondía, haciendo señales, que se había recibido el luminoso mensaje tranquilizador. Bueno, aquí tengo que terminar. Me manda en este momento un mensaje Jimena desde Australia rogándome que me conecte al skype, que Noa, mi nieta, está despierta.

EL BURRO DEL DOMINGO DE RAMOS

 

No se conoce, en toda la historia de la humanidad, una exaltación mayor del humilde borrico que la de aquella mañana en Jerusalén hace algo más de dos mil años, en el primer Domingo de Ramos. Los que cuentan lo que pasó -Lucas, Mateo, Marcos y Juan- no se ponen de acuerdo en los detalles -suele pasar-, pero coinciden en lo sustancial. A Jesús de Nazareth  le costaba ir a la ciudad. Siempre iba un poco a rastras. Prefería el campo, las aldeas y los caminos. Era verdaderamente un campesino. Se encontraba a gusto entre los pastores, entre las mieses, entre los pescadores y entre las viñas y los olivos. En la ciudad siempre tenía problemas. Era raro que no surgieran conflictos con los jerifaltes religiosos y con los políticos de turno. Pero, por una vez, quiso entrar triunfalmente, sabiendo que iba a ser su última pascua, para mostrar quién era y demostrar que aceptaba voluntariamente su destino. Podría parecer una provocación, pero necesitaba ese momento de gloria para reafirmarse en la aceptación del sacrificio. Lo pensó todo minuciosamente. Antes de llegar a la ciudad santa, se paró en Betania, una aldea a tres kilómetros, y cenó allí en casa de sus amigos,  Lázaro, al que había sacado de la tumba no hacía mucho, y sus hermanas Marta y María. Solía pernoctar allí si andaba cerca. Esta vez quería despedirse de ellos sin decirselo. Madrugó, como era su costumbre. Era un día claro y caluroso. Llamó a dos de sus discípulos -lo dice Juan sin dar los nombres- y les mandó   que salieran a la calle y buscaran en la aldea un burro, que nunca había sido montado por nadie. O sea, un borriquillo joven. Les dijo que lo encontrarían atado y les advirtió: “Si os preguntan, decidles que yo necesito el burro y que luego se lo devolveremos”. Debía de ser gente conocida. Otras versiones apuntan a que simplemente lo vio y les dijo que se  lo pidieran al dueño.

 

Mateo dice que al borriquillo le acompañaba su madre, la burra. De ahí que, por ejemplo en Soria, donde la Semana Santa, haciendo honor a la tierra y a sus gentes, es silenciosa, recogida y austera, a la procesión de la Entrada de Jesús en Jerusalén, lo mismo que en otros muchos sitios de España, se la conoce como “La Borriquilla”. Así, montado en el borrico, o en la burra su madre, con el borriquillo retozando al lado, Jesús llegó a la Puerta Dorada, por la que se suponía que entraría el Mesías. Los evangelistas apuntan el detalle de que los discípulos, eufóricos al ver el recibimiento, con la gente arremolinándose en torno a él con ramas de árboles en las manos, alfombrando la calle y cantando salmos mesiánicos -”Hossana al hijo de David, bendito el que viene en nombre del Señor”, etc- se quitaron las capas y las pusieron sobre el animal para que sirvieran de aparejo y fuera más confortable. Esta predilección por el humilde borrico, como pieza fundamental de una representación de fuerte contenido simbólico, no es una elección casual. ¿Un Mesías, un Rey, montado en un pollino, en el momento de su proclamación popular? Lo que parece un contrasentido, es en este caso el sello de autenticidad, la razón de ser. No es un gesto improvisado y no deja de ser un detalle significativo que cuando iba a nacer Jesús, María se dirige al establo de Belén montada en un borrico, según la tradición, y cuando Jesús va a morir, entra en Jerusalén montado en un borrico. O sea, el burro está presente en el comienzo y en el final de la vida de Jesús de Nazareth. Siempre la predilección por el burro, tan maltratado, tan zaherido, tan despreciado. Difícilmente se puede hacer una mayor apología de este humilde animal.

 

En Sarnago no había procesiones en Semana Santa. Sólo esta, la del Domingo de Ramos. La iglesia olía a incienso y a romero. Los ramos eran de romero, que habíamos traído la víspera de los costeros de El Vallejo. En la calle había perros sueltos, el cura vestía capa pluvial roja y cantaba en latín: “Hossana al hijo de David”, mientras las gentes agitaban los ramos. Y no era extraño que en el ejido hubiera burros sueltos a la misma hora y el rebuzno de uno de ellos se mezclara con los latines y el sonido de las campanas.

HABLEMOS, PUES, DEL CUCO

 

Hablemos, pues, por una vez del cuco, ese pajarraco que anuncia la primavera, ahora que parece que escampa en España. A estas alturas los cucos ya han abandonado los bosques ecuatoriales del África subsahariana, donde invernan y han recorrido la misma o parecida ruta que siguen los emigrantes hasta las puertas de Ceuta y Melilla. Ahora mismo van acomodándose en nuestros montes a la espera de poder ocultarse bajo las hojas nuevas. A mediados de abril, si no se tuerce el tiempo, cantarán en las Tierras Altas de la Alcarama. Su monótono canto -cu-cu- alegrará el corazón de los campesinos, de los pastores y de los muchachos.

 

Si el cuco no canta

el 15 de abril,

es que está malito

o se va a morir.

 

Se lo presento a ustedes. Su nombre técnico es “cuculus canorus”, mide unos treinta y dos centímetros. Copio literalmente su descripción: Cabeza y dorso gris, partes inferiores barradas, se distingue del gavilán por su pico fino, alas puntiagudas y cola moteada. Los jóvenes son castaños y barrados, con manchas blancas en la cabeza. Cantan el macho y la hembra. Su aspecto es más fiero que dulce. Parece, a primera vista, un pájaro valiente y de cuidado. Astucia no le falta. La hembra vigila un largo territorio observando los nidos en construcción, en los que poner sus huevos. Estos nidos pueden ser de cuervos, carriceros, acentor común, bisbitas, chochín, petirrojo o lavandera. Cualquiera es bueno. La hembra del cuco llega a poner doce o trece huevos, cada uno en un nido distinto. Su técnica es impecable: quita un huevo y pone el suyo para que los dueños del nido no se den cuenta. Pone el huevo por la tarde aprovechando que la mayoría de las aves lo hacen por la mañana.

 

Este parasitismo le ha dado al cuco mala fama, parece que no demasiado justificada, como verán. Un trabajo realizado por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, con la colaboración de varias Universidades durante dieciséis años y culminado ahora, acaba de demostrar que los pollos de los cucos emiten una mezcla de pestilencias – ácidos, fenoles, sulfuros apestosos…- que ahuyentan a las aves de presa, gatos monteses y otras alimañas que pretendían comérselos. En resumidas cuentas, el parasitismo acaba en mutualismo. A cambio de posada gratis, salva el negocio del propietario. Los nidos en los que el cuco es inquilino prosperan mejor que aquellos en los que no lo es, porque alejan a los depredadores. Como tantas leyendas negras, ya era hora de acabar con la que pesaba sobre el pájaro, no precisamente pinto, que anuncia la primavera. Más que parásito de derechas, holgazán, aprovechado y de mala ralea, como rezaba su mala fama, el cuco parece más bien un pájaro de izquierdas: repudia la propiedad privada, paga religiosamente su alquiler, es solidario, se adapta a comer lo que le den -insectos, arañas, ciempiés, lombrices o semillas, depende de en qué nido nazca-, vive en libertad sin ataduras familiares -los cucos no conocen siquiera a sus padres- y cantan para todos los habitantes del bosque. Parecen algo anarquistas. Su individualismo, sin embargo, les aleja de los movimientos sociales, de los bandos y de los alborotos. Emigra de noche y en solitario. Así recorre miles de kilómetros, desde los bosques tropicales de África, cruzando el Sáhara y el mar, hasta nuestros montes, y al revés, en esa perenne trashumancia transoceánica. Quiero hacer notar este asombroso instinto del cuco joven, su sentido innato de la navegación. Vuela guiado por un fuerte instinto de conservación y una misteriosa brújula interior.

 

En fin, después de tantos prejuicios y tanta maledicencia, se comprueba que el pobre cuco no hace otra cosa que cumplir rigurosamente la ley de la naturaleza que lleva inscrita en sus genes. ¿Quiénes somos los seres humanos, que quebrantamos cada dia la ley natural y nos saltamos las otras leyes hasta poner en peligro el ecosistema, para juzgar negativamente el comportamiento de esta ave peculiar que canta y va por el monte sola? Como dijo Aristóteles reiteradamente, la naturaleza no hace nada sin propósito o sin utilidad. Con esto quiero decir que hay cuco para rato, si no les importa. Y, para compensar, a este cuco no le disgusta, sino todo lo contrario, que otros pájaros -con perdón- pongan los huevos en su nido. Así nos libramos entre todos de los depredadores.