El canto del cuco

Cuaderno gris de Abel Hernández

Etiqueta: coletas

MAYO

Que por mayo era, por mayo,

cuando hace la calor,

cuando los trigos encañan

y están los campos en flor

Por mayo adelantado cantaban ya las codornices en los trigales de Sarnago. Don Joaquín, el maestro manco, sacaba la red verde del armario y, al terminar la escuela, sin quitarse el guardapolvo gris, salía por la calleja de las eras con el reclamo en la mano a probar suerte en las piezas del Collado. Nosotros, sus alumnos, animados por su ejemplo de cazador furtivo, soñábamos con irnos de nidos y aprovechábamos el recreo de media mañana para dar una vuelta a las paraderas del salegar. Solían caer bajo la implacable losa de la ingeniosa trampa inocentes pardillos del pecho colorado, verdecillos que llamábamos perdiguines y cardelinas o colorines del canto de cristal. Poco importaba que las hembras murieran despachurradas con los huevos dentro aún de sus entrañas, dispuestos para el nido. ¡Un crimen en primavera, una barbarie, que entonces nos parecía un entretenimiento completamente inocente! Como se ve, la inocencia va por barrios y por épocas.

El sol de mediodía caía a plomo sobre las austeras Tierras Altas, cubiertas milagrosa y -¡ay!- pasajeramente de un verde lujurioso. El monte había despertado ya tras el oscuro letargo invernal. Por las veredas olía a flor de estrepa, aún en mocollo, y a sabino, y el cuco cantaba alegre y desenfadado por la cañada y los prados. La señal de que apretaba el calor, además de la nube de moscas que lo invadía todo y que relevaban a las “moscas blancas” del invierno, es que las ovejas se apiñaban amodorradas para la siesta, bien apretadas unas con otras, a la sombra de los robles en la entrada de la Mata o en lo bajero de cualquier ribazo, al pie de un calambrujo o de un bizcobo. Se notaba a la legua que la lana les abrumaba. La piara andaba pesadamente, y no tardaría mucho en llegar el día del esquilo. Los esquiladores – estoy viendo al tio Patricio con el cuerpo doblado- sacaban los vellones enteros, con verdadero arte, a punta de tijera en el portal de la casa y luego marcaban el costillar de las recién esquiladas con pez hirviendo. A las corderas les cortaban además el rabo. Los rabos de las corderas eran para nosotros, los niños, un festín largamente esperado. Del esquilo salían las pobres ovejas, cuando les desataban las patas y quedaban al fin libres de las garras del esquilador -los pantalones de éste brillaban por la grasa de la lana- corriendo desconcertadas, como perdidas, mucho más ágiles y, me parecía a mí, con sensación de desnudez, como deben de sentirse las modelos de ropa interior en la pasarela.

A estas alturas de finales de mayo recuas de caballerías andan por el camino de las huertas cargadas de serones de ciemo. Es la hora de los hortelanos. Baja crecido y cantarín el rio entre los chopos y las mimbreras. Cantan las torcaces en celo. Los lunes llegan puntuales a la plaza con sus machos cargados de manojos de plantas de berza, de lechuguino y cebollino, los coleteros de Aguilar del Río Alhama, camino del mercado de San Pedro. Con el buen tiempo no tardará en sonar por las esquinas el chiflo del capador francés o del afilador, perfectamente discernibles uno del otro. Al caer la tarde los segadores pican el dalle con el martillo y el yunco en la puerta de la casa. A finales de mayo o principios de junio espera ya al dalle la olorosa hierba de los prados y la esparceta en flor. Son los preámbulos amables de la cosecha.

Antes llega la fiesta. Las tres mozas de la móndida se aprenden estos días de memoria sus romances medievales que recitarán en la plaza. Y el mozo del ramo se prepara para enarbolar por las calles abriendo la procesión la redonda copa de arce, cortada la víspera en la dehesa y adornada con pañuelos de colores, roscos y rosas. Las calles estarán barridas -cada vecino, su parte-, pasará la música y arriba, en el lugar acostumbrado de la era empedrada, frente a la fuente, el lavadero, el juego-pelota y la iglesia, amanecerá el día de la fiesta con el mayo pingado, símbolo de alegría y fertilidad.

(Por si alguien muestra perplejidad, que escuche bien y que piense. De los recuerdos también se vive. Puede que la vida, en última instancia, sea sólo lo que recordamos)

POR MI MANO PLANTADO, TENGO UN HUERTO

 

Cultivar un pequeño huerto está de moda en la ciudad. Es la añoranza del campo, un último vestigio de la desfalleciente cultura rural. Yo mismo lo estoy experimentando. Bastan unos macetones con buena tierra traída del pueblo, a poder ser de toperas, que es la mejor, según dice mi hermano, o un pequeño rincón del jardín, para plantar unos tomates y soñar con poder disfrutar otra vez de su aroma redondo y su sabor de entonces, que han desaparecido de los supermercados. Una vuelta breve, fugaz a la Naturaleza, que siempre devuelve con generosidad lo que se le da. En las urbes del mundo más desarrollado es ya un componente humanizador la existencia de huertos comunitarios, en los que cada vecino cuida de su pequeña parcela. Por si faltaba algo, la persistencia de la crisis puede animar a muchos a ponerse manos a la obra. La tierra siempre nos espera. El arado romano ha muerto, pero la azada sobrevive y hasta se está convirtiendo en símbolo de modernidad.

Entre los libros que tengo siempre a mano en mi mesilla de noche está el de las poesías completas del gran fray Luis de León, que enlaza la Edad Media con el Renacimiento, sus musicales odas de oro, empezando por la dedicada a la vida retirada, que es la vida que eligen “los pocos sabios que en el mundo han sido”. Difícilmente puede encontrarse mejor reclamo que este delicioso poema, que recoge y mejora la herencia de Horacio, para los que amamos el campo y soñamos con volver al pueblo, aunque sea románticamente. Yo acostumbro a refugiarme en él cuando el agobio y el estrépito de la vida ciudadana y sus servidumbres me envuelven y acongojan. Hace mucho tiempo que me lo sé de memoria. Aquí vienen, por ejemplo, bien al pelo, aquellos versos:

Del monte en la ladera,

por mi mano plantado, tengo un huerto,

que con la primavera,

de bella flor cubierto,

ya muestra en esperanza el fruto cierto.

Me viene esto a la memoria porque en el pueblo estos días de mayo, pasados ya los frios y nacidos los tardíos, había que ocuparse de las tareas de las huertas en Horcajo, Los Rincones, Las Abejeras… Ahora aquellas huertas están cubiertas de zarzas y maleza. Y había que esmerarse en los pequeños huertos familiares junto a las herrañes, a un paso de las casa, ahora llecos, abandonados e irreconocibles. Llegaban hasta la plaza los coleteros de Aguilar y de Cervera del Río Alhama con sus machos cargados de fajos de coletas, la verdi-morada planta de la col, que allí siempre se llamaba berza, y manojos de lechuguinos y de cebollinos. Se seleccionaba también con esmero la patata de siembra. Y recuas de caballerías iban y venían transportando a las huertas por los caminos los serones de ciemo de la cuadra y de las majadas, que se cargaban humeantes en los corrales y que se depositaban en montones simétricos sobre la tierra. Hombres y mujeres, chicos y grandes, colaboraban a la hora de “pintar” las patatas en los surcos y de plantar las coletas. Tanto las patatas como las berzas eran artículos de primera necesidad; las patatas representaban la base del consumo humano junto con el pernil de tocino, y las berzas, la base del consumo animal, sobre todo de los cerdos y, en invierno, cuando el temporal arreciaba, también de las ovejas y las cabras, con las canales o duernas de la majada rebosantes de cestos de berzas recién picadas. Tampoco podían faltar en la huerta los surcos de alubias caparronas o de la hoz, que treparían luego por las altas varas y en verano abastecerían de vainillas la humilde mesa familiar, o las cuidadas eras de lechugas, aquellas lechugas redondas, repicoloteadas, sabrosas, inolvidables. Más de una noche de verano me quedé, ay, de niño en una choza de Horcajo, envuelto en una manta cuidando el agua, el escaso y valioso caudal, que discurría entre los chopos, los zarzales y las mimbreras. Estaba solo y los extraños sonidos del monte metían a mi asustado corazón en un puño.