AQUELLA VACACIONES

por elcantodelcuco

 

Después de nueve meses lejos del pueblo, estudiando en el severo internado del seminario conciliar, la vuelta era una liberación y el colmo de la felicidad. De Logroño a Sarnago había que echar el día. La primera escala en autobús, con la maleta de madera a cuestas llena de libros y de ropa sucia, concluía en Arnedo, donde era obligado, si quedaban unas pesetas en el bolsillo, agenciarse un bocata y luego acudir a la pastelería de siempre a zamparse un fardalejo, pastel típico de la localidad, tanto como sus fábricas de calzado, que representaría ya para siempre el dulce sabor de las vacaciones. Después llegaba el Inés con la “Exclusiva” Calahorra-Soria, que serpenteaba a duras penas renqueando por la estrecha carretera de zahorra basta, que discurre pegada al Cidacos, con curvas infernales, atravesando Arnedillo, con sus baños, Enciso y Munilla, con sus fábricas de paños y de chocolate, hasta entrar en la provincia de Soria por la señorial Yanguas, donde el paisaje y el corazón se ensanchan. Todavía no se habían descubierto las huellas de los dinosaurios que poblaron estos parajes, pero muy bien podía haber aparecido entonces en algún serrijón de aquellos junto al rio -tan parado estaba el tiempo- un dinosaurio rezagado. En el chozo de Huérteles, en pleno campo, con la sierra de Oncala al fondo, había que hacer trasbordo y esperar pacientemente junto a los trigos al “Trece”, carromato conducido por Santiago, el de la fonda, hasta San Pedro Manrique, donde concluía el largo viaje sobre ruedas. Allí esperaba, ansiosa, mi madre con una caballería del ramal, para emprender andando, al caer la tarde, el pedregoso camino del pueblo.

El reencuentro con el paisaje conocido compensaba toda la murria de la larga ausencia. Cada loma, cada cabezo, cada valle, cada ladera, cada pago tenía un nombre. Todo estaba en su sitio: las ulagas y las tomazas en los ribazos, las desportilladas paredes de losas junto a las piezas, los espinos y bizcobos sobresaliendo aquí y allá en los bordes de los sembrados, la nube de mariposas y saltamontes, el monótono acompañamiento de las chicharras y los grillos, el tortoleo de las codornices en los trigales y en las esparcetas, el coreque lejano del perdigacho en celo o el aleteo estático del aguilucho acechando su presa. De vez en cuando tropezábamos con un vecino que paraba el burro o el macho para saludarte calurosamente como si fueras uno de la familia que volvía de la guerra o de América. ¡Cuánto se echa en falta en la ciudad aquella cercanía humana y aquella cordialidad! Por lo demás, nada cambiaba de un año para otro. Hace mil años cualquier viajero que subiera una tarde de comienzos de verano por este polvoriento camino de Sarnago se encontraría con el mismo paisaje y parecidas sensaciones que yo observaba volviendo de vacaciones, como si el reloj se hubiera detenido para siempre en estas Tierras Altas de la Alcarama. Sólo cambiaría la indumentaria: las abarcas, la faja y la boina del campesino, que era su uniforme en la posguerra.

La entrada en el pueblo por el barrio de abajo y la llegada a la casa significaba para mí la vuelta al paraíso. Me esperaban los abuelos y los tios, que olían a tabaco, a vino y a sudor. Era aquella una familia patriarcal, que es, como se sabe, una forma de vida perdida, ¡ay!, para siempre. Los perros me reconocían, después de la larga separación, y me recibían en la puerta saltando sobre mí. Todo estaba como lo había dejado: los caballos en la cuadra, las gallinas en el corral, los cochinos rezongando en las pocilgas y los innumerables gatos de la abuela, enseñoreados de la cocina, los pasillos y el somero. Esta comunidad de humanos y animales significaba, aunque no hubiera luz eléctrica ni agua corriente en la casa, todo lo que uno podía pedir entonces a la vida. Por supuesto, durante las vacaciones no podía dejar de echar una mano en las tareas del campo. La recogida de la cosecha exigía la colaboración de todos. Hasta la Iglesia dispensaba desde el 29 de junio, festividad de San Pedro, del descanso dominical, no fuera que viniera una mala nube. Los vecinos del pueblo nunca tuvieron vacaciones, que se sepa. Pasaron cien generaciones y muchos no salieron de aquellas cuatro montañas. Ni siquiera pisaron la capital. La mayoría se murió sin ver el mar. A mí me daba vergüenza que me confundieran con los escasos veraneantes que acudían de vez en cuando en verano; ellas bajaban en ayunas, con unas onzas de chocolote en el bolso, a la fuente de Empudia, junto al camino de San Pedro, a tomar el “agua podrida”, que, por lo visto, era buena para la piel. Las mujeres del pueblo llevaban la cara cubierta con un pañuelo para no tostarse la piel y yo recuerdo que iba a segar con un sombrero de paja. Así eran aquellas vacaciones.