FRENTE AL ESPEJO

Cuando me siento como hoy en el sillón frente al gran espejo, cosa que hago muy de tarde en tarde, enfundado en el peinador color café, siempre contemplo mi aspecto con abatimiento. En realidad se trata de un juego de espejos que amplían el salón de belleza, aséptico y brillante, casi como un quirófano, unisex por supuesto, y que acercan las imágenes de los demás clientes, perfectamente alineados, como en un caleidoscopio.

Una muchacha morena de cabellos ardientes me ha lavado antes la cabeza -”¿está bien el agua?”- friccionando con suavidad e indiferencia mis sienes cansadas con el champú de hierbas “para cabellos normales”. El leve roce de sus dedos, el agua tibia acariciando la piel y la misma postura del cuerpo, con la cabeza desmayada hacia atrás y los ojos cerrados, proporcionan unos instantes de relajo, una fugaz felicidad.

Al verme pocos minutos después sentado en el sillón frente al espejo hasta que llega el peluquero -”¿quiere leer algo? ¿le traigo una revista?”- observo las arrugas cada vez más acusadas de mi rostro, esas ojerass cárdenas, que esta tarde resaltan más sobre la palidez de la cara, y las canas ya indisimulables y omnipresentes. Trato de consolarme pensando que será está maldita luz de neón, que descubre sin piedad las huellas del tiempo, o, acaso, el cabello mojado y alborotado, levemente doblado hacia atrás, que nunca me ha favorecido. Eso explica, seguro, esta palidez, ese surco vertical sobre la frente y, desde luego, ese brillo apagado de los ojos. Lo mejor es dejar de mirarme como un narciso y distraerme observando a los demás.

¿De qué se reirá aquella peluquera rubia, con mechas, que seca la cabeza a aquel tipo delgado con pinta de ejecutivo, que está quedándose calvo? ¿En qué estará pensando esa señora cincuentona, con el pelo teñido de caoba, que parece ausente bajo los rayos infrarrojos? ¿A qué fiesta asistirá esta noche el mocetón del rincón, alto y delgado como un junco, que no pierde de vista el arte del peluquero sobre su hermosa cabeza de romano? A mí me ha tocado un peluquero agradable, con un bigote fino, como los de antes, y una breve y graciosa melena negra. Ya nos conocemos. Se llama Andrés. Lo lleva escrito en rojo sobre su bata azul. Apenas sé nada más de su vida. Sólo que es del Atlético como yo. Ignoro qué hace cuando sale de este salón espejado, con las estanterías pobladas de cremas de belleza, champús especiales, perfumes traídos de París, cajas de ampollas de vitaminas y otros frascos mágicos con ungüentos para la caspa, la grasa, la dermatitis o la caída del cabello. Es educado, no es cargante. “Como siempre, Andrés, a tu gusto, tendrás que descargármelo bastante, mira que greñas traigo…”

Las peluquerías se han convertido poco a poco en salones de belleza, espacios de vanguardia, lugar de consulta y tiendas especializadas de cosmética y perfumería. Mujeres hay que no encuentran mejor remedio para levantar el ánimo decaído que acudir a la peluquería. La recuperación de la armonía de la cabeza y del rostro es un alivio para los males del espíritu. Cuando una mujer dice que no quiere ver a nadie, en realidad quiere decir que no quiere que nadie la vea. Los hombres no nos quedamos ya en esto a la zaga, en un tiempo en que el culto al cuerpo y la “resurrección de la carne”, de que hablaba Laín Entralgo, son como una nueva religión.

Mientras Andrés hace su trabajo y una muchacha sonrosada con cabeza de cordero rubio va recogiendo del suelo nuestros despojos, me acuerdo del Cirilo, el barbero de San Pedro Manrique, que fue el primero que me cortó el pelo cuando yo era niño. Ya lo he contado en alguno de mis libros de la Alcarama. El Cirilo era un tipo singular, pequeño y delgado, casi insignificante, vestido con un guardapolvo gris, siempre el mismo, y con la piel pálida y brillante como el alabastro. Poseía unas alcudias, que no pasaban de pegujales, un gato, una máquina de hacer fideos, otra de retratar, esas de fotomatón con trípode en la que escondía la cabeza dentro del paño oscuro -”¡que sale el pajarito!”-, una mujer gorda y apacible, un hijo seminarista y aquel cuartucho oscuro en los bajos de la casa, junto al portal, que daba a la calle Mayor y que todo el mundo conocía por “La Barbería”.

Con su vocecita suave y gangosa el Cirilo solía justificar a todas horas su miserable pluriempleo -”un poquito de aquí, otro poco de allá…”, repetía- mientras rasuraba la barba de una semana a los viejos del lugar e iba dejando, sin parar un instante de hablar, los desperdicios de la navaja oxidada, envueltos en la espuma del jabón, sobre trozos cuadrados, meticulosamente medidos, de periódico o de papel de estraza, colocados junto a la bacía. El pelo, con la ayuda de una maquinilla -clic-clic-clic…- y de unas tijeras, lo cortaba al cero, con tufa o “a la parisién”, o sea, como a cepillo. Fuera se oía el cacareo de las gallinas y, de rato en rato, los cascos de las caballerías sobre el empedrado de la calle. A través de la pequeña ventana se veía un balconcillo con geranios. Del techo de “La Barbería” colgaba en el buen tiempo una tira pringosa para atrapar moscas, y los únicos adornos de las paredes eran un Calendario Zaragozano y el cartel de Nitratos de Chile.

Andrés va terminando su trabajo. Siento en la nuca el calor y el suave zumbido del secador. Observo en el gran espejo que mi cara ha perdido la palidez inicial y mis ojos cansados han recuperado algo de brillo. Pasa de nuevo la muchacha de cabellos ardientes conduciendo a un señor maduro al sillón del fondo. El peluquero me coloca detrás de la nuca un pequeño espejo redondo. “¿Está bien así?” . “Muy bien, Andrés, perfecto, me has quitado cinco años de encima”, le digo casi sin mirar. Vuelvo a aceptarme y hasta el corazón, ya fatigado, parace que se asoma a la calle de otra forma en este comienzo de la primavera.