LOS LIBROS

por elcantodelcuco

No sé si Mallarmé exagera, supongo que sí, cuando afirma que en el fondo el mundo está hecho para ir a parar a un buen libro. (El destino de los malos libros es la papelera o la hoguera en el corral, como hicieron el cura y el barbero con los malos libros de caballería que habían barrenado la cabeza de don Quijote; mi amigo Paco Umbral, yo lo vi, los iba arrojando durante todo el año a la piscina de su “dacha” hasta cubrir el fondo). Es verdad que todo buen libro aspira a ofrecer una interpretación, aunque no sea nunca definitiva, del mundo en que vivimos. Sería bastante con aproximarse a ello de buena fe, con aceptable estilo y una buena carga de sentimientos, teniendo en cuenta, como dice Borges, que “el mundo es unas cuantas tiernas imprecisiones”. Otra cosa es que haya pocos autores que lo consigan aunque escriban los libros más vendidos, o precisamente por eso. Viene esto a cuento de que se abre estos días la Feria del Libro, en la que los libros dan la cara y se convierten por unos días en mercadería, con un diez por ciento de descuento y, si hay suerte, con el autógrafo del autor, que los organizadores de la feria se ocupan de pregonar por los altavoces. Suele triunfar en este rito más la fama que el estilo. Este esfuerzo de promoción parece oportuno en un momento de crisis del sector y cuando se anuncia un histórico cambio de época con el libro electrónico imponiéndose al de papel. Confío en que dentro de cien o doscientos años un descendiente encuentre un día en el fondo de un armario o de un baúl uno de mis libros de la Alcarama con las hojas amarillentas y, leyéndolo, sienta que le descubre un mundo desconocido y que le produce asombro y un poco de emoción. Con eso me conformo.

Los libros en la casa de Sarnago formaron parte importante de mi infancia y sin aquella experiencia mi vida habría sido distinta. En las casas de los campesinos había pocos libros, pero los que había eran objetos casi sagrados, dignos de veneración, que se trasmitían de padres a hijos, con la firma de los sucesivos herederos en la primera página en blanco. Por una serie de circunstancias, entre otras por la herencia de un hermano cura de mi abuela, compuesta sobre todo de sermonarios, devocionarios y santorales, de la que guardo una buena muestra aquí en mi despacho, viví mis primeros años manejando y con frecuencia pintarrajeando libros viejos que rara vez despertaban mi interés. Salvo tres de ellos, además de la enciclopedia de la escuela, -nunca me entrará en la cabeza que hayan desaparecido las enciclopedias, verdadero compendio del saber, de la enseñanza escolar-. Son estos: El Quijote en dos tomos, los romances castellanos antiguos y un diccionario enciclopédico grueso, con el que me pasaba las horas muertas repasando palabras, como un juego divertido, y que aún conservo. Los tres, en rústica. Ya he contado en alguno de mis libros lo que supuso para mí la experiencia de escuchar a mi madre, en los largos inviernos junto a la lumbre, leernos cada noche a la luz de un candil a los abuelos y a los niños con un inconfundible sonsonete unos cuantos capítulos de aquel Quijote, que luego yo releía con fruición durante el día y que andaba rodando por los bancos del pasillo y la mesa de la cocina. Nunca he dejado de leerlo casi a diario durante toda mi vida con verdadera fruición. Anoche, sin ir más lejos, asistía, una vez más, a la liberación de los galeotes. Otro año nos leía a los mismos oyentes entusiastas, una noche tras otra, los romances castellanos, que la abuela, que era prácticamente analfabeta, se aprendía y nos recitaba luego de memoria.

Aquella fue, cuando reflexiono con perspectiva y desapasionadamente, mi mejor universidad. No hace falta resaltar que allí no había radio, ni televisión, ni teléfono, ni siquiera luz eléctrica. Lo de internet le habría parecido a la abuela Bibiana cosa de brujería. Sólo había algún libro. Lo cuento porque no tengo un ejemplo mejor y más a mano que demuestre la importancia de los libros, que parecen ahora de tapa caída. Y, puesto a descubrir intimidades, no puedo menos de traer aquí a cuento la impresión que me produjo, ya mayorcito, la noticia de que un cura tridentino había obligado a mi madre como penitencia, “para evitar que los niños pudieran leerlas”, quemar toda la colección de novelas de Pio Baroja, que ella iba comprando por entregas y guardando amorosamente en un baulillo que tenía cerca de su cama. No hace falta decir que lo primero que hice cuando dispuse de unas pesetas fue comprar las obras completas de Baroja en ocho tomos, editadas por Biblioteca Nueva y que lucen en lugar de honor de la estantería detrás de donde escribo. En fin, me quedo con aquello de Borges: “Aunque he viajado por todo el mundo, no sé si de hecho he salido de aquellos primeros libros que leí”. De paso hay que resaltar la maestría de Dios que “con magnífica ironía nos dio a la vez los libros y la noche”.

NOTA: El juego-concurso en busca del ave nacional de España sigue abierto.