YA VIENE LA NIEVE

por elcantodelcuco

Dicen que va a nevar. Lo anuncian los del tiempo con anticipación después de estudiar las isobaras y la voluble rosa de los vientos. En el pueblo bastaba con observar las nubes cárdenas acordonadas en la sierra y sentir en los huesos el conocido refrescor del cierzo traicionero. “Revuelve el tiempo”, proclamaba uno. “Va a nevar”, corroboraba otro. “Llegan las moscas blancas”, anunciaba a sus compañeros de años y fatigas un viejo cojitranco en los sentones de la plaza aprovechando el último solecillo del otoño. Todos asentían. No fallaba. Las heladas y el calamoco precedían a la primera nevada. Había señales de sobra en el cielo y, por si faltaba algo, los cuerpos se resentían del reúma, lo que se consideraba la prueba definitiva. Los perros estaban retozones y jugaban al marro en la calle. Los gallos cantaban al rayar el día con voz aguardentosa. Las urracas se acercaban a los corrales de los cortinales en busca de cobijo…Lo mejor era meter la hornija bajo techo e ir sacando ya el banco de la matanza al portal. A estas alturas de noviembre, a nadie le extrañaba en las Tierras Altas que el día amaneciera blanco. A la nieve se la recibía con naturalidad y hasta con cortesía, como a una vieja dama conocida.

Era entonces cuando un silencio especial, distinto de todos los silencios, se apoderaba del pueblo. La primera virtud de la nevada era la de amortiguar los ruidos. El blanco manto cubría los tejados y las calles, se asentaba en el alfeizar de las ventanas, envolvía los bardales, se apoderaba de los campos, embozaba los ribazos, trasfiguraba el monte y desfiguraba los caminos. El humo de todas las chimeneas se perdía en el gris espeso de las nubes bajas. Las ovejas seguían en las majadas. En los zarzos encontrarían gabejones de heno o esparceta. Las recién paridas balaban con un balido largo y dulce en busca de sus caloyos. Los primeros que rompían el silencio sagrado eran las campanas tocando a misa y los niños camino de la escuela. La nieve provocaba en nosotros una alegría salvaje, desbordante, que se manifestaba en el instintivo desahogo de arrojarnos bolas unos a otros en una batalla campal. Hasta el maestro, con su guardapolvos, parecía más comprensivo ese día con la lista de los reyes godos y los ríos de España. En medio de la escuela estaba encendida la estufa de leña y no era extraño que, con el cambio del viento, el humo revocara y envolviera el canturreo de la tabla de multiplicar y las ropillas mojadas. Con la entrada del día, las solitarias calles se animarían algo. Había que llevar a las caballerías al bebedero y no faltaría una mujer enlutada, envuelta en un mantón, que venía de la fuente y cruzaba la esquina con un cántaro en la cabeza, colocado sobre el rodal.

Esas son las imágenes que más se me han grabado de aquellos días blancos de la infancia en Sarnago, sobre los que vuelvo una y otra vez -pido disculpas- sin que pueda remediarlo. Es como contemplar el mar: siempre me parece nuevo. O pasear por el monte nevado observando las huellas de las liebres. O escuchar los mismos cuentos y consejas cada año en torno al fuego de la cocina. Hay cosas que vuelven siempre a la memoria como si vinieran de un país recién nacido. Pasa con el río. Es la misma canción, pero con distinta agua, como se sabe. O con la nieve. Siempre la misma, pero siempre distinta. Ahora bien, el paisaje nevado pierde gracia y sentido si no hay un alma cerca. Quiero decir que la primera nevada, si nadie la contempla, si no hay niños tirándose bolas en la plaza, ni una mujer, pisando con cuidado, que baja por la calle con un cántaro en la cabeza, si no se ve una huella en las calles ni en las eras, ni un balido de oveja recién parida, ni sale humo de ninguna chimenea, ni está encendida la estufa de la escuela…, entonces estamos ante un paisaje muerto y desolado. La nieve no pasa de ser, cuando esto ocurre, un traje de novia sin novia o una mortaja sin difunto.