DEFENSA DE LAS ABEJAS

De niño vi enjambres colgados, como racimos de oro, de la rama de un árbol. Al sordo zumbido acudía presuroso el tio Quirino, único colmenero del pueblo, que, sin decir palabra, tocaba unas palmas secas, hacía un sahumerio y, por arte de birlibirloque y con infinita paciencia, conseguía al fin meter aquel morgaño perdido e irritado de miles de abejas en el rudimentario vaso de mimbre y masilla con el que enriquecía su humilde colmenar. La adquisición compensaba las numerosas picaduras en sus manos y en su cara, abotargada ya por la pelagra, y de las que no le libraba el viejo saco con el que procuraba cubrirse la cabeza, ni el Santo Oficio que apareciera a caballo. “¡Bah! A fuerza de picaduras, estoy vacunado”, quitaba importancia a su hazaña. Constituía un verdadero arte, este de cazar los enjambres huidos, igual que otros cazan fantasmas o tornados.Y pocos recuerdos más dulces de mi infancia que la experiencia de estrujar los panales con mis propias manos y llenar un barreño de miel de una colmena que habían tenido la ocurrencia de fabricar las abejas en un hueco del paretón del corral de atrás de la casa. Eran tiempos en que al campo no habían llegado los pesticidas ni los herbicidas y el aire se poblaba de insectos y de pájaros.

Comprenderán ahora por qué he sentido alegría -por fin, una buena noticia de Bruselas- cuando me he enterado de que la Comisión Europea, ese enjambre de funcionarios bien pagados, ha atendido la petición popular, suscrita por 360.000 firmas e impulsada por organizaciones ecologistas, y ha decidido, para cabreo de los grandes laboratorios, prohibir durante dos años tres conocidos plaguicidas de la familia de los neonicotinoides, tóxicos para las abejas. La medida está justificada, aunque se resienta algo la producción de maíz, girasol, colza y algodón. Las abejas, esos animalillos prodigiosos, esenciales para el ecosistema y el mantenimiento de la vida en la Tierra, menguan alarmantemente de año en año en Europa, y nadie se ha atrevido hasta ahora a contradecir a Alberto Einstein, que, como se sabe, afirmó tajantemente: “Si las abejas desaparecieran del planeta, al ser humano sólo le quedarían cuatro años de vida”. Por si fuera poco, las abejas proporcionan a las arcas europeas veintidós mil millones de euros al año, que no es moco de pavo. España, sin ir más lejos, produce 33.000 toneladas de miel anuales. ¡Con la falta que hace hoy endulzarnos un poco la vida! No me importa confesar que estoy tomando jalea real, el alimento de la abeja reina, que dicen que es el elixir de la juventud. La tomó mi abuelo Natalio y vivió casi cien años sin dejar de fumar.

No he podido resistirme y picado por la curiosidad me he introducido en la asombrosa “ciudad” de las abejas. Para eso me he valido de esa insustituible fuente de sabiduría que es la Enciclopedia Espasa. Compartiré con todos algunas curiosidades de la organización social de un enjambre, que viene a estar formado por seiscientos a mil zánganos, una reina y entre veinte mil y treinta mil obreras, que llegan a ochenta mil en pleno desarrollo. Estas, con los “espejos” de su vientre producen la cera en forma de escamas, que luego trabajan con los maxilares para construir los panales, esa asombrosa, perfecta, obra arquitectónica. Y luego liban las flores y llenan de miel las celdillas. Si te pica una obrera, el guizque queda dentro de tu cuerpo, y ella, desgarrada por dentro, muere irremediablemente. La reina madre es la única hembra reproductora de la bulliciosa ciudad. Se distingue por la forma de su cabeza y es más grande y más larga que las demás. Una diosa. Es fecundada por los zánganos fuera de la colmena. Efectúa el vuelo de bodas a mediodía, con buen tiempo, un hermoso día de sol, rodeada de los zánganos. Vuela alto, por las altas regiones del aire, durante horas, seguida por sus perseguidores, a los que cansa poniendo a prueba su ardor. Muchos abandonan agotados. La persecución puede durar dias enteros. Los últimos zánganos que resisten, el vencedor o los vencedores, fecundan a la reina y pagan su atrevimiento con la muerte. Luego ella, con el esperma almacenado en su cuerpo, fecunda los huevos a voluntad: de los fecundados nacerán las abejas obreras y de los no fecundados, los zánganos. Cuando hay varias reinas jóvenes, caben dos posibilidades: si la colonia es suficientemente numerosa, una de ellas se va con una parte del enjambre, como los que recogía el tio Quirino en Sarnago con sahumerios y tocando palmas; si no, se desafían y pelean las dos hermanas hasta que una de ellas cae mortalmente herida por el aguijón de la otra. En fin, si la reina muere o desaparece, cuando las obreras se dan cuenta de que la han perdido, suspenden sus trabajos, se olvidan de todo y se van en busca de otra colmena o, desconcertadas, se dejan morir sencillamente.

Todavía, pienso, quedará en las Tierras Altas algún humilde colmenar al abrigo del ribazo cerca de la flor del biércol y del romero. Salgo a mi pequeño jardín. Ha vuelto el sol. Desde el manzano en flor del vecino me llega el dorado rumor alado. Y me acuerdo de la “Oda a la abeja” de Pablo Neruda, sobre todo de aquella estrofa tan apropiada para la tarde del 1º de Mayo en que escribo y que dice así:

Abejas, trabajadoras puras, ojivales obreras, finas, relampagueantes proletarias, perfectas, temerarias milicias que en el combate atacan con aguijón suicida, zumbad, zumbad sobre los dones de la tierra, familia de oro, multitud del viento, sacudid el incendio de las flores, la sed de los estambres, el agudo hilo de olor que reúne los dias, y propagad la miel sobrepasando los continentes húmedos, las islas más lejanas del cielo del Oeste.