El canto del cuco

Cuaderno gris de Abel Hernández

Etiqueta: tierras altas de Soria

EL CUMPLEAÑOS

“El canto del cuco” cumple un año. Esta es la entrada número 50, lo que da, de media, una entrada por semana. He superado en este tiempo momentos de desánimo y de pereza gracias a vuestra acogida. La emocionante fidelidad de muchos de vosotros me ha obligado a seguir. Me he sentido empujado en este tiempo sin posibilidad de escapatoria. Un fuerte viento me ha animado a tomar la horca de madera y aventar la parva separando el trigo de la paja. He ido recorriendo ordenadamente los meses y las estaciones fijándome en lo que va de ayer a hoy. He tratado de combinar, en un juego de prestidigitación, sucesos y experiencias de hoy mismo con mis recuerdos de la infancia. A poco que se observe, salta a la vista en todo esto la endemoniada dialéctica campo-ciudad. Yo, anticuado de mí, he tomado partido por el campo, por los pueblos agonizantes, por la belleza pintoresca de las ruinas, por el silencio, por la luz incontaminada, por la naturaleza perdida y buscada, por los campesinos que resisten y por los que tuvieron que cerrar su casa y huir a la ciudad. Mi memoria y mi corazón, desbocado como un potro en la dula, se han ido inconteniblemente a Sarnago, la patria de mi infancia, en las Tierras Altas de Soria. Alguien, he pensado, tenía que entonar el gori-gori por una cultura milenaria que muere entre la indiferencia general.

He tratado de rescatar el paisaje, que, como dice Amiel, es “un estado del espíritu”, y también las palabras, las hermosas palabras del pueblo. He vuelto a escuchar el lenguaje de los pájaros y de la tierra. Me he acercado a los tipos humanos de carne y hueso: al Zacarías y la Romana de Valdenegrillos, al Calonge de San Pedro, al Isidro y al Moisés de Valdegeña…He subido a la Alcarama. He vuelto a ver salir humo de las chimeneas. He contemplado la primera nevada. He asistido a la corta de la leña en la dehesa. He recordado el amor de los abuelos. He ayudado a don Matías a poner el belén, y la noche de San Silvestre he estado en la fuente o en el cuartecillo sorteando los novios. He pasado muchos ratos en la cocina encendida. He vuelto a ver la gran nevada cubriendo las ruinas del pueblo como un piadoso sudario. He seguido en el cielo el paso y la vuelta de las grullas. Me he encontrado en la puerta con el afilador. Como de niño, he vuelto a oler a támbara y a pan: el pan nuestro recién sacado del horno. He consultado el Calendario Zaragozano. He recogido en Semana Santa las cenizas del Cristo. He plantado un huerto con mi propia mano. He bailado en la fiesta de las móndidas. He defendido la escuela rural con todas sus consecuencias. He escrito una fábula tremenda. He recordado aquellas vacaciones. He recorrido la rastrojera calcinada de agosto y he acarreado y trillado la cosecha. He contado indiscretamente que mi abuelo Alejandro tenía un burro. He maldecido las máquinas que vaciaron los pueblos. He contemplado el otoño dorado de Sara. He subido al pinar, junto al rio Razón, con una cesta a recoger níscalos. En resumidas cuentas, he viajado todo el año en el tiempo y en el espacio. Y lo he hecho en buena compañía.

Ahora, llegado a este punto, estoy perplejo y dubitativo. Aquí se cierra el círculo. ¿Qué hago ahora? Por lo pronto, he pensado que las cincuenta entradas del “Canto del cuco”, que recorren un año entero, como cincuenta hojas arrancadas al calendario, estaría bien agavillarlas en un libro con las correcciones, añadidos, supresiones y adaptaciones precisas. O sea, después de pasarles la garlopa y darles una ligera mano de pintura. Sería un libro con una cuidada edición. Hace tiempo que le doy vueltas a la cabeza. He pensado además en un curioso añadido de propina, que servirá de complemento y acaso de principal razón de ser de este cuaderno gris mio y cuyo secreto guardo pudorosamente por ahora. Lo que digo es que he recorrido el ciclo completo de las estaciones y que, por arte de birlibirloque, a mis tres libros de la Alcarama les ha salido un florido estrambote. Y en, esta encrucijada, no sé bien qué camino seguir. De un lado, me da miedo ser cargante dando vueltas al mondongo, y de otro, la actualidad está que arde, lo que supone una poderosa tentación para un viejo periodista como yo. Creo que, al final, haré como mi abuelo  Natalio, según tengo contado, que se apeó del caballo en un cruce de caminos, echó una moneda al aire, le salió cara y se volvió a Valdemoro a declararse a mi abuela.

LA PRIMERA NEVADA

 Antes de que el libro aparezca en el escaparate de las librerías, ofrezco a los seguidores de «El canto del cuco» una página de mis «Leyendas de la Alcarama», que me parece que viene a cuento, cuando sopla ya el viento del Moncayo en las Tierras Altas, el calamoco se mete en los huesos y las nubes oscuras se agarran a los cabezos amenazando nieve. Les doy lo que tengo. Así se hacen quizá una idea.

En los primeros años cuarenta del siglo xx, en que sucede lo que aquí se cuenta, la vida en estas Tierras Altas no dista mucho de la que regía la época medieval. Eso hace todo más cercano e inteligible. Ese escape a la épica contrasta, sin embargo, con la vulgar existencia de las gentes de estos pueblos silenciosos. Sus retorcidas calles mal empedradas y barridas ya por el cierzo del invierno adelantado aparecen solitarias, habitadas por sucios perros callejeros sin raza definida, milagrosamente supervivientes de vulgares camadas engendradas en la calle a la vista de todos.

 Ahora cruza por la calle principal una mujer oscura y diminuta, apenas un bulto envuelto en un oscuro mantón, que viene de la fuente con un cántaro en la cintura. Se encuentra al doblar la esquina con un hombre oculto bajo una gastada manta de cuadros. El hombre sale de la majada, renqueante, apoyado en su cachava. Vendrá de sacar el ciemo al corral, de apiensar a las caballerías o de ver si ha parido la andosca. La mujer le saluda sin mirarle: «¡Vaya día, eh!». Y él le responde: «Buen día de pesca, sí. Lo mejor es quedarse en la lumbre». Y la mujer acelera el paso porque justo en ese momento empieza a nevar.

En las Tierra Altas la primera nevada suele ser breve, apenas dura dos o tres días, y se recibe con una alegría primitiva, a pesar de las penalidades que acarrea. Cuando en pleno invierno las húrguras azoten por la noche las callejas, ululen por los tejados y resuenen amenazantes en el hueco de las chimeneas, la familia se agrupará en la cocina en torno al fuego, envuelta en el olor a humo, a támbara y a matanza. Algunas noches las mujeres cogerán luego el cesto de la costura, o el huso y la rueca, y se reunirán en el trasnocho al calor de la majada, y contarán historias de brujas y aparecidos o recordarán viejas leyendas a la luz de un candil o de un farol de petroleo. También habrá tiempo para disimular el luto y la tristeza y, aprovechando la atrevida complicidad de la camaradería, soltarán la lengua y comentarán con humor o mala fe noticias picantes de amores ocultos, de incestos e infidelidades.

El blanco manto cubrirá los tejados, las calles, los campos y los caminos, y todo –seres humanos, animales y cosas– volverá de pronto a la edad de la inocencia, como si fuera la mortaja que tapa de una vez todas las miserias.

 ¡Dios, cuánto echo de menos aquellos lejanos días de la infancia!