RETRATO DE DICIEMBRE

No voy a ser tan pretencioso para hacer, como Jan-Luc Godard, el autorretrato de diciembre. Bastará con intentar componer, desde mi personal punto de vista, con una cámara digital barata, un retrato sencillo de este mes especial, tan cargado de contenidos y matices , en el que se remansan los sentimientos, las ilusiones y los pecados de todo el año. Un retrato con claroscuros bien remarcados para que sea creíble. El encuadre no es complicado. Nos situamos en el mes que abre oficialmente el invierno, que cierra un espacio de nuestra vida y que en el calendario romano era, de ahí su nombre, el décimo mes del año. Por entonces aún no había sucedido la Navidad en Belén de Judea, que transforma toda la historia humana y que, de un tiempo a esta parte, está empezando a perder entre nosotros su sentido original y, si nos descuidamos, a desvanecerse por completo su razón de ser entre la niebla.

Diciembre, para el niño que uno sigue llevando dentro, huele a musgo y a serrín, sabe a turrón de guirlache, a villancico -”Pastores venid, pastores llegad…-, a matanza, a perolo de vino dulce y caliente con manzanas asadas, a sonido de campanas, a mazapán de Soto y a támbara humeante en el hogar de la cocina; a cordero recién nacido en la majada, al juego del zarramoco y de la gallina ciega en el pajar, a baraja sobada sobre el hule de la mesa redonda, a brasero, a huella de conejos en la nieve, a ventisqueros en la calle, a malvices al atardecer esperándolas a traición en los espinos de la dehesa, a úrguras desatadas ululando por la noche en las chimeneas, a cuento de Dickens, a viejas historias contadas por los abuelos junto al fuego y al ronco sonido de la zambomba fabricada en casa con piel de cabrito.

Después, pasados los años, instalado uno en la ciudad, diciembre es lejanía, pueblo sin nadie, con la nieve cubriendo las ruinas de las casas y de los corrales, y la lumbre de la cocina, apagada. Desde aquí, la nieve se adivina en lo alto de la sierra y se espera que un día baje hasta la urbanización y nos visite siquiera unas horas. Diciembre huele a castañas asadas, a aire sucio -cuando llegue la lluvia caerá sucia de las nubes de plomo-, a lotería de Navidad, a carros cargados con la compra del supermercado, en el que los vendedores animan a comprar con el constante reclamo de los villancicos; a emigrantes en el autobús de la Autoperiferia, a trasiego de mochilas y maletas rodantes en el aeropuerto, en la estación del tren, en el metro y en los modernos intercambiadores de viajeros. Hay luces de colores en la calle, que se mezclan con las banderolas de los políticos, y en las largas y frías noches se ven mendigos con barbas acomodados entre cartones en los soportales de los bancos bajo los cajeros automáticos. ¿Llevará razón Miguel Hernández y será verdad que “diciembre ha congelado su aliento” entre nosotros?

Diciembre es, a pesar de todo, el mes en que los carteros hacen horas extra trayendo a casa deseos de felicidad, aunque sea con mensajes rutinarios y convenidos. Las felicitaciones de unos a otros se entrecruzan, se amontonan, desbordan también el correo electrónico y alcanzan a los carteles luminosos de los comercios. ¡Ah!, y es el mes esperado de la paga extra que alegra un poco la vida y el consumo, como el solecito a los viejos o un vaso de vino. Se suceden estos días las comidas de empresa y las “copas de Navidad”. Corre el cava barato. Hay un trasiego de “cestas de Navidad”, que son el consuelo y la compensación para los empleados mal pagados, que tienen el empleo en el aire para el año que viene. Son fechas señaladas para la reagrupación familiar, pero, cada año que pasa, resaltan más las ausencias en la mesa. Diciembre es, pues, tiempo de presencias y de ausencias. ¿Tiempo de amor? Responderé con Luis García Montero: “¿Quién habla del amor? Yo tengo frío y quiero ser diciembre”. Pero sí, a los que no hemos olvidado al niño que llevamos dentro, diciembre significa, aunque no lo queramos o no nos demos cuenta, un retorno a la infancia. Llámenle amor o como quieran.