El canto del cuco

Cuaderno gris de Abel Hernández

Mes: enero, 2015

LOS PERROS DE MI INFANCIA

Andaba yo perdido, dándole vueltas a la cabeza, que era como una noria con arcaduz sin agua, cuando he tropezado inesperadamente con don Miguel de Unamuno y su “Elegía en la muerte de un perro”. Sin duda, el suyo. Me ha conmovido. Y todo ha empezado a fluir de nuevo dentro de mí. Al conjuro de los versos extrañamente tiernos del tremendo rector de Salamanca, han regresado, saltando y lamiendo mi cara, los olvidados perros de mi infancia: el “Franquillo”, la “Alita”, el “Ton” y la “Canela”. Es imperdonable que hasta ahora los haya tenido en el olvido aquí cuando cualquiera puede corroborar que fueron parte de mi vida. Hoy quiero reparar esa injusticia del olvido y honrar por extensión a todos estos animales tan cercanos, tan apaleados, tan amigos del hombre, que en la ciudad caminan por los espacios libres atados de una correa a la mano del dueño. Unamuno contempla a su pobre perro, antes inquieto, ahora quieto, muerto, acostado en su madre, la piadosa tierra, y medita para sí: “Sus ojos mansos / no clavará en los míos / con la tristeza de faltarle el habla;/ no lamerá mi mano / ni en mi regazo / su cabeza fina reposará. / Y ahora, ¿en qué sueñas? ¿dónde se fue tu espíritu sumiso? / ¿no hay otro mundo/ en que revivas tú, mi pobre bestia, / y encima de los cielos / te pasees brincando al lado mío?”. No es mala idea. Sería estupendo que los amables perros encontraran un sitio en algún lugar del cielo.

El primer perro familiar del que tengo memoria se llamaba nada menos que “Franco”, pero solíamos llamarle “Franquillo”. Nacido en la posguerra, era pardo con pintas, de mediana estatura, engendrado en la calle, más de caza que de ganado, mezcla indescifrable de razas, amable y cariñoso. No tenía mal olfato, le alegraba la escopeta y nada más verla saltaba alborozado, pero era incapaz de aguantar una muestra cuando barruntaba la huidiza codorniz en el rastrojo, el bando de perdices en la entrada del monte o en el cogote del ulagar o cogía el rastro de la liebre en el teso. Pero al cazador le hacía un buen avío y con el tiempo se acostumbró a cobrar las piezas abatidas. Nunca olvidaré el día que murió. Era un día de verano por la mañana. Estábamos trillando en la era.Yo acompañé al tío Sotero, el mejor cazador de la familia, durante la agonía del animal. Murió de viejo. Estaba el pobre perro echado en el suelo del gallinero que daba a la herrañe, rodeado de moscas, y nos miraba con mirada triste como despidiéndose. Después de un último estertor, estiró la pata y se quedó yerto. Fue entonces cuando vi que el tío Sotero estaba llorando. El “Franquillo”, por esa afición que tenía el abuelo a la política, había sucedido al “Sagasta”, un animal servicial e inteligente, casi legendario, del que apenas guardo recuerdo, que, entre otros servicios y habilidades, hacía de correo por veredas y campo a través entre Sarnago y La Ventosa, a legua y pico de camino, donde el tio Felipe, el hermano mayor, ejercía de secretario del Ayuntamiento. Del “Sagasta” cazador se cuentan hazañas memorables, que yo escuché cien veces junto a la lumbre de la cocina en las largas noches de invierno.

En pleno invierno llegó la “Alita”. Los tíos subían de Navarra por el itinerario acostumbrado con los caballos cargados de vino, laurel, palodulce, pan blanco y aceite para la matanza, pagado todo con el sueldo del trujal. Viajaban de noche, por rutas secundarias, para esquivar a los tricornios, que podían confiscar la carga y llevar la ruina a la familia en aquellos tiempos de racionamiento y pan negro. Iban por Canejada -”Canejá” la llamaban-, en el valle del Alhama, cuando notaron que un animal les seguía. Era una perrita blanca. Trataron inútilmente de alejarla de su compañía y con el paso de las horas llegaron a encariñarse con ella. Cuando se sintieron libres de sobresaltos mayores, hicieron un alto en un abrigo para darle un tiento a la fiambrera y a la bota y, ya rendidos, compartir con la pertinaz seguidora un cantero de pan. Desde ese momento, el animal se sintió uno más de la familia. Llegaron a casa, envueltos en nieve, cuando apuntaba la mañana después de pasar la noche, una noche perra, andando por caminos escabrosos. Al ruido de la puerta y los caballos nos despertamos todos. Para nosotros, los niños, la perra fue el mejor regalo, el más inesperado, de aquel viaje. Era una perrita blanca, pequeña, de ancho lomo con alguna mancha oscura en la piel. Era un animal sin nombre y yo la llamé “Alita”, no sé por qué, y la consideré desde entonces un poco mía. No tardó mucho en quedarse preñada. Entre los perros, seres de la calle, seres libres sin collar ni correa, funcionaba en el pueblo el amor libre a la intemperie. Nacieron seis perritos lustrosos y variados, de distintos colores y pelajes, una hermosa camada. Me dijeron que eligiera uno, el único que se iba a salvar de morir golpeado contra las peñas del rio. Opté por uno de pelo pardo, al que llamé “Ton”. Con el tiempo se convirtió en un perrazo poderoso, impetuoso y noble, que no se parecía nada a su madre, que arrasaba en el estepar cuando saltaba la liebre y que acabó siendo una de los más leales compañeros de mi niñez. La “Alita” y el “Ton”, madre e hijo, vivieron muchos años y fueron complementarios. Después, cuando yo alcancé la edad reglamentaria para sacar licencia de caza, llegó a casa la “Canela”, una perrita fina, de buena raza y del color del melocotón, una perra de capricho, que murió pronto, de repente, después de comer un maldito cebo con estricnina colocado al pié de un ribazo contra zorros y otras alimañas por un desaprensivo. No sé dónde leí que el eslabón, tanto tiempo buscado, entre el animal y el hombre verdaderamente humano, somos…nosotros.

TRES ACUSES DE RECIBO

Por fin, la nieve. El reclamo más poderoso para volver a la infancia. He repasado cuidadosamente las predicciones del tiempo y he llegado a la conclusión, con escaso margen de error, de que está nevando esta semana en las Tierras Altas. Tengo dicho que el invierno es allí la estación más característica y más larga. Me reafirmo en ello y hacia allí me dirijo. El blanco manto envolverá el pueblo y cubrirá las ruinas de la iglesia bajo el arco acogedor y descarnado, que aún resiste milagrosamente. Lo digo porque la tarea de este año, según José Mari Carrascosa, el presidente de la Asociación de Sarnago, o sea, la hacendera programada, es iniciar el desescombro y la reconstrucción del templo parroquial, dedicado a San Bartolomé, con el ánimo ecuménico del doble uso: que sirva para acoger actividades religiosas y cívicas. O sea, que vuelva a ser la referencia principal del pueblo, tanto de lejos como de cerca, para lo que habrá que reconstruir también el frontón y la espadaña del campanario. Y entonces se convertirá en una señal de vida y esperanza, volverán a sonar las campanas, aunque no haya un alma en varias leguas a la redonda, y, si hubiera un viajero curioso o perdido en algún camino intransitado, dirá para sus adentros: “¡No todo está perdido!”. Esos son los ambiciosos planes, no exentos de dificultades, de los que pienso informar aquí a su tiempo con todo detalle para abrir entre todos el abanico de las sugerencias. Hoy es sólo un primer acuse de recibo. Adelanto que esto me parece mucho más que un gesto noble y nostálgico. Entra de lleno en la realidad simbólica, que es la que suele acabar siendo determinante. ¿Un sueño?, ¿un pulso del hombre al destino?, ¿una manifiesta voluntad de resistencia de una tierra dejada de la mano de Dios?, ¿un poderoso grito de piedra y bronce en medio del atronador silencio? Todo eso y mucho más.

El segundo acuse de recibo es para César Ridruejo, pintor, nacido en Navabellida, el pueblo más visible desde Sarnago, en la falda de la sierra azul, cerca de Oncala, donde pastaron las merinas. Hoy la sierra no aparecerá tan triste y oscura tras el abandono general porque la cubrirá la nieve, que alegra la vista y disimula la desolación. César, que acostumbra a colaborar en la revista de Sarnago, tiene abierta desde hace unos dias una exposición en Tudela, adonde bajaron a vivir muchos de los que dejaron en su dia, cuando la gran emigración, las Tierras Altas. La exposición se titula “Fuentes y vida”. Como yo mismo y tantos otros, César retorna en sus óleos a los lugares de su infancia, a nuestros pueblos abandonados. Es significativo este regreso de escritores, poetas, pintores, fotógrafos y músicos a recoger, cada uno a su manera y con el arte que Dios le dio, los despojos de esta milenaria civilización rural que se acaba, y este ejercicio de la resistencia discreta mediante el arma de la cultura. “Mi pintura -escribe César Ridruejo- intenta ser una oda a aquellos pequeños pueblos, a sus costumbres, a su artesanía popular en forma de puertas, ventanas, gateras, argollas… También es un empeño de conocerme a mí mismo, de que sigo vivo…” Puede que, en el fondo, eso sea lo que buscamos todos: reencontrarnos con nosotros mismos. César lo hace a través de los paisajes familiares de la infancia, en los que no faltan gallos, perros y corderos naciendo. Uno tropieza con puertas rústicas, claveteadas, de la majada y, al fondo de la puerta entreabierta, el gallo o unos corderos; o con la fuente del pueblo y el pilón. ¿Hay algo más triste que una fuente con un caño dando un chorro generoso de agua en un pueblo deshabitado y un bebedero rebosante al que no se acerca a beber ningún animal? Pero el pintor de Navabellida asegura que el que se acerque a su obra sentirá “serenidad y optimismo”. Puede ser.

Mi tercer acuse de recibo es para Jorge Sanz, fotógrafo, que acaba de publicar un interesante libro de fotografía, titulado “Ayer y tan lejos”, que sigue un recorrido parecido al anterior y del que sólo conozco algunas muestras excelentes, con las que sintonizo de lleno. Asegura Jorge que le han ayudado en su trabajo mis libros de la Alcarama y este blog en el que estamos. “Con decirle -me da como prueba de ello- que hasta he retratado a la Romana de Valdenegrillos guardando el burro en la cuadra; eso sí, discretamente, para no ofender a la buena mujer”. ¡Bendito sea Dios! Este intercambio de imágines, ideas, impresiones y sentimientos, este diálogo en el sentido socrático, siempre es de provecho. Cuando tenga en mis manos el libro de Jorge Sanz me ocuparé aquí mismo de él con detenimiento. Seguro que vale la pena. Es como si una fuerza extraña y misteriosa nos hubiera ido reuniendo a gentes distintas, de toda edad y condición, con la misión de salvar del olvido a estas tierras pobladas de pueblos muertos, que aparecen hoy cubiertos con un piadoso manto blanco a modo de sudario.

CUATRO KILOS DE MÁS

La gente anda inquieta estos días en la ciudad. No tanto por la boina de contaminación que, con el persistente anticiclón, convierte el aire en irrespirable en esta cuesta de enero poblada de sobresaltos. Ni siquiera por el paro o por las noticias que llegan de París. La culpa de la inquietud la tiene la báscula. El pequeño peso del cuarto de baño, aunque sea de los chinos, no engaña: ¡has engordado! Se te nota sobre todo en la cintura y en las posaderas. No lo puedes disimular. Los estudiosos se han apresurado a calcular las secuelas de las pasadas fiestas y han sacado la media de los abusos en la mesa: cuatro kilos de más y un diez por ciento más de colesterol en las arterias. Eso, a pesar de la crisis. Miles de ciudadanos y, sobre todo, ciudadanas horrorizadas han invadido inmediatamente los gimnasios, las salas de pilates y las piscinas climatizadas. Se impone desengrasar. El “running”, o arte de correr sin ir a ninguna parte, se ha convertido en el deporte de moda. La gente echa el bofe corriendo, con unas mallas ceñidas, unas buenas zapatillas de marca y una vistosa cinta en la cabeza. Desde el punto de la mañana, sobre todo en los fines de semana, el paisaje urbano se puebla de ensimismados y sudorosos corredores, que compiten consigo mismo, aunque sea perdidos en la niebla. Hasta circula de mano en mano un manual titulado “Cuaderno para runners de ciudad”, en el que se ensalzan los beneficios físicos y mentales de esta disciplina. Ni que decir tiene que las engrosadas páginas de salud de los periódicos invitan a recuperar las buenas costumbres alimentarias y aconsejan reconciliarse con las frutas y verduras y optar por una dieta desintoxicante y equilibrada para depurar el organismo poco a poco. Según los especialistas, la pérdida de peso ha de ser gradual, como medio kilo a la semana, para evitar el efecto rebote y que el remedio sea peor que la enfermedad.

Dice el filósofo español Xavier Rubert de Ventós: “Seguimos haciendo dietas, deporte o gimnasia para asegurarnos que dejaremos un cadáver perfectamente saludable”. Algo de razón lleva, pero tampoco es cuestión de ponernos filosóficos. Lo aconsejable es estar en forma, con lo que además retrasaremos probablemente el momento de convertirnos en cadáveres saludables. Los que venimos del pueblo y de la posguerra sabemos bien la importancia de la comida y hemos conocido de cerca la frugalidad alimenticia, y algunos, el oscuro perfil del hambre. “Son las doce, el que no tenga pan que retoce”, pregonábamos los niños por las calles, anunciando con carracas y matracas los oficios de Semana Santa. Y corría por entonces de boca en boca la siguiente coplilla:

P’ almorzar, pan y cebolla,
pa comer, cebolla y pan
y a la noche, si no hay olla,
vuelta al pan con la cebolla.

No digo yo que en fechas contadas -la matanza, el día de echar en conserva, la Nochebuena, el Jueves Lardero, las fiestas y cumpleaños- no se rompiera la regla general, se tirara la casa por la ventana y se zampara y bebiera “a trompatalega”; pero era la excepción ansiosamente esperada, en un tiempo en que no se comía para vivir, sino que se vivía para poder comer, objetivo que no siempre resultaba fácil. Lo habitual era la espartana austeridad, que no andaba lejos, porque a la fuerza ahorcan, de la propuesta de Fray Luis de León:

A mí una pobrecilla
mesa, de amable paz bien abastada,
me baste; y la vajilla,
de fino oro labrada,
sea de quien la mar no teme airada.

Reinaban en la dieta de Sarnago la sopa de ajo, el puchero de patatas viudas, de alubias, lentejas o garbanzos, las verduras del huerto en su tiempo y el humilde y sabroso torrezno, con la hogaza de pan, el porrón de vino de pellejo y el botijo de la fuente al lado. En Sarnago no había contenedores de basura, que en la ciudad se han convertido en hediondos depositarios e indicadores del consumo y del despilfarro, sobre todo en Navidades. Allí no hacían falta. En el pueblo se aprovechaba todo. No había residuos. Por no quedar en la mesa familiar de la cocina, cubierta de hule, no quedaba ni zarrapita en el plato. Sólo los huesos mondos y lirondos para los perros. Ni siquiera había bolsas de basura, ni se conocía el plástico, ese invento contaminante y hoy omnipresente en la tierra, en los ríos y en el mar. Tampoco había básculas de precisión para pesarse; sólo la humilde romana. Tengo para mí que la mayor parte de los habitantes del pueblo se murieron sin ver el mar y sin haberse pesado nunca. Sólo los hombres, si acaso, cuando los tallaban para la mili. Y en Sarnago, lo que visto hoy desde la ciudad parece más chocante, no había ninguna persona gorda, ya no digo obesa. Sólo recuerdo uno, ligeramente orondo, el tio Bonifacio, que vivía en la esquina de la plaza y a quien todo el mundo llamaba, sin mucho fundamento, el Tio Gordo. Recorro las calles, repaso casa por casa y observo a aquellos hombres y me encuentro con gente cetrina y magra, sin un gramo de grasa de más en el cuerpo. Recuerdo, por lo demás, que allí la gordura, que solía corresponder al señorito de la ciudad, era señal de prestigio y digna de alabanza. ¿Cuatro kilos de más, dices?, preguntaría el Tio Gordo. Y el interpelado dejaría la cachava de lado y se daría golpes de satisfacción en la barriga mientras se partía de risa.

CARTA A LOS REYES

Queridos Reyes Magos:

En el último momento no he podido contenerme. Casi os había prometido que la que os escribí aquí mismo hace dos años iba a ser mi primera y última carta, pero, leyendo el periódico esta mañana, he sentido la necesidad de ponerme otra vez en contacto con vosotros. Es preciso que echéis una mano a España para que salga de una vez del atolladero. Me fastidia que os hayan preparado, según leo, fantásticas cabalgatas con descarados y brillantes reclamos comerciales y ruidosa música moderna mientras muchas familias a duras penas tendrán algo para cenar esta noche y no faltarán niños que, si no lo remediáis vosotros, no encontrarán un regalo en el cuarto de estar cuando se despierten. ¡Unos tanto y otros, tan poco! Con la crisis unos pocos -¡qué os voy a contar!- se han enriquecido según las estadísticas, mientras la mayoría de la gente las pasa canutas.Ya sabéis, hay familias que se han quedado incluso sin casa porque están todos en paro y no han podido pagar la hipoteca. Son los desahuciados, cobijados hoy en la vivienda de un familiar o donde puedan, seguramente sin calefacción. Deberíais tenerlo en cuenta a la hora del reparto. No sé si, con tanto ajetreo, habéis tenido tiempo de ver esta mañana la viñeta de “El Roto”. En ella vais los tres en fila por el desierto, montados en los camellos, siguiendo la estrella, y Baltasar, que va el último, comenta: “Estoy hasta el gorro de trabajos temporales”. Tiene gracia, ¿a que sí? Pero vosotros, aunque sea temporal -un día y una noche al año- disfrutáis de un trabajo fijo y gratificante, sin competencia, no podéis quejaros, pero decídselo a miles de jóvenes que no paran de enviar currículums y que andan de la ceca a la meca con el curro a cuestas. Están tan desilusionados y tan cabreados que han dejado de creer hasta en vosotros.

No os pido, entendedme bien, que os canséis de ser bondadosos, pero me atrevo a sugeriros que vengáis este año bien cargados de carbón. Deberíais dejar un saco de carbón en las sedes de todos los partidos, a ver si reaccionan y limpian de una vez sus cuentas. La fiscalía, dice el periódico en primera página, ve indicios de delito en las cuentas de todos ellos. Sería bueno que la clase política recuperara en este año electoral, como ha pasado con la Corona tras el relevo, la confianza de la gente, sin caer en extravíos o experimentos peligrosos. Vosotros, que venís de Oriente, habéis visto lo que pasa en Grecia. Cuando lleguéis a Barcelona no os olvidéis de reservar un saco de carbón para Artur Mas y otro para Oriol Junqueras, que están empeñados en crear divisiones y desvencijar España. El carbón es este año también un regalo obligado para Jordi Pujol y su numerosa familia, Iñaki Urdangarin, los de las tarjetas opacas de Caja Madrid, los de los ERE de Andalucía, los de las comisiones del cinco por ciento, los usureros, los que se aprovechan del sudor de los desesperados, los que multiplican sus retribuciones mientras bajan el sueldo a sus empleados y demás ladrones de guante blanco. La lista es ya interminable. Por primera vez se está haciendo limpia en este país. Estaréis de acuerdo conmigo en que esto no deja de ser esperanzador. ¡Eso sí, que devuelvan lo que se han llevado! Si aún os queda algo de influencia, confío en que les deis un toque. Es escandaloso que la mañana de Reyes, vuestra luminosa mañana, tan cargada de sueños imposibles, los hijos de los adinerados descubran casi con indolencia un montón de nuevos juguetes caros, que sobrepasan todos sus caprichos, mientras otros niños se mueren de hambre y de frio, como el de Belén.

Como veis, me he ido calentando por dentro mientras os escribo. Reconoced que tengo motivos para estar indignado, aunque parece -eso dice el Gobierno- que empezamos a recuperarnos de la crisis. ¡Que Dios les oiga! Os decía que lo único que os pido en esta carta, que bien puede ser la última, es que echéis una mano a España, para que recuperemos el buen sentido, no volvamos a tirar todo por la borda, como acostumbramos a hacer de vez en cuando movidos por un viento de locura, dejemos de convertir al adversario en enemigo, renunciemos de una vez al pesimismo enfermizo, que nos paraliza, y, yendo a lo que más preocupa en la calle, que la recuperación económica llegue a la gente y a las casas y que aumente el empleo y el buen humor. También os pido algo no menos importante, aunque menos tangible, y que vosotros entenderéis bien porque fuisteis testigos privilegiados cuando empezó todo. No andaré con rodeos: que se renueve de arriba a abajo la Iglesia española según el impulso del papa Francisco y recupere el espíritu de servicio y cercanía del cristianismo original. Os lo digo porque vivimos, como habréis observado, en medio de un mundo cada vez más descreído y sin rumbo claro, y convendría enderezarlo

En fin, no tengo más remedio que rogaros que observéis con compasión mi tierra cuando la crucéis esta noche heladora y por una vez sin nieve. Fijaos en la desolación de las Tierras Altas cuando bordeéis la Alcarama y descendáis a Sarnago por el camino de Valdenegrillos, os topéis con la iglesia derruida y no encontréis unos zapatos en ninguna ventana ni humo en ninguna chimenea. Recorreréis docenas de pueblos muertos parecidos en un desierto demográfico -con menos de dos habitantes por kilómetro cuadrado-, mayor que el que recorristeis siguiendo la estrella. ¿No creéis que va siendo hora de que las autoridades se hagan cargo de este dramático problema? Reservad, si no, unos sacos de carbón para ellas. No os olvidéis de esto, por favor. Me cuentan que Baltasar comentó el año pasado cuando terminasteis el recorrido por las Tierras Altas, después de traspasar el puerto de Oncala: “Para este viaje no necesitábamos alforjas”. No le faltaba razón a Baltasar. Bueno, aquí me despido de vosotros con la misma ilusión y el mismo afecto con los que os esperaba de niño, normalmente en medio de una gran nevada, en mi casa, ahora cerrada, de Sarnago. Como veis no os he pedido nada para mí. Si acaso, que pueda seguir cantando el cuco y que vengan con bien las dos nuevas nietas que espero para primavera. Desde aquel caballo de cartón con aparejo de carne de membrillo, siempre os estaré agradecido.