LOS PERROS DE MI INFANCIA
Andaba yo perdido, dándole vueltas a la cabeza, que era como una noria con arcaduz sin agua, cuando he tropezado inesperadamente con don Miguel de Unamuno y su “Elegía en la muerte de un perro”. Sin duda, el suyo. Me ha conmovido. Y todo ha empezado a fluir de nuevo dentro de mí. Al conjuro de los versos extrañamente tiernos del tremendo rector de Salamanca, han regresado, saltando y lamiendo mi cara, los olvidados perros de mi infancia: el “Franquillo”, la “Alita”, el “Ton” y la “Canela”. Es imperdonable que hasta ahora los haya tenido en el olvido aquí cuando cualquiera puede corroborar que fueron parte de mi vida. Hoy quiero reparar esa injusticia del olvido y honrar por extensión a todos estos animales tan cercanos, tan apaleados, tan amigos del hombre, que en la ciudad caminan por los espacios libres atados de una correa a la mano del dueño. Unamuno contempla a su pobre perro, antes inquieto, ahora quieto, muerto, acostado en su madre, la piadosa tierra, y medita para sí: “Sus ojos mansos / no clavará en los míos / con la tristeza de faltarle el habla;/ no lamerá mi mano / ni en mi regazo / su cabeza fina reposará. / Y ahora, ¿en qué sueñas? ¿dónde se fue tu espíritu sumiso? / ¿no hay otro mundo/ en que revivas tú, mi pobre bestia, / y encima de los cielos / te pasees brincando al lado mío?”. No es mala idea. Sería estupendo que los amables perros encontraran un sitio en algún lugar del cielo.
El primer perro familiar del que tengo memoria se llamaba nada menos que “Franco”, pero solíamos llamarle “Franquillo”. Nacido en la posguerra, era pardo con pintas, de mediana estatura, engendrado en la calle, más de caza que de ganado, mezcla indescifrable de razas, amable y cariñoso. No tenía mal olfato, le alegraba la escopeta y nada más verla saltaba alborozado, pero era incapaz de aguantar una muestra cuando barruntaba la huidiza codorniz en el rastrojo, el bando de perdices en la entrada del monte o en el cogote del ulagar o cogía el rastro de la liebre en el teso. Pero al cazador le hacía un buen avío y con el tiempo se acostumbró a cobrar las piezas abatidas. Nunca olvidaré el día que murió. Era un día de verano por la mañana. Estábamos trillando en la era.Yo acompañé al tío Sotero, el mejor cazador de la familia, durante la agonía del animal. Murió de viejo. Estaba el pobre perro echado en el suelo del gallinero que daba a la herrañe, rodeado de moscas, y nos miraba con mirada triste como despidiéndose. Después de un último estertor, estiró la pata y se quedó yerto. Fue entonces cuando vi que el tío Sotero estaba llorando. El “Franquillo”, por esa afición que tenía el abuelo a la política, había sucedido al “Sagasta”, un animal servicial e inteligente, casi legendario, del que apenas guardo recuerdo, que, entre otros servicios y habilidades, hacía de correo por veredas y campo a través entre Sarnago y La Ventosa, a legua y pico de camino, donde el tio Felipe, el hermano mayor, ejercía de secretario del Ayuntamiento. Del “Sagasta” cazador se cuentan hazañas memorables, que yo escuché cien veces junto a la lumbre de la cocina en las largas noches de invierno.
En pleno invierno llegó la “Alita”. Los tíos subían de Navarra por el itinerario acostumbrado con los caballos cargados de vino, laurel, palodulce, pan blanco y aceite para la matanza, pagado todo con el sueldo del trujal. Viajaban de noche, por rutas secundarias, para esquivar a los tricornios, que podían confiscar la carga y llevar la ruina a la familia en aquellos tiempos de racionamiento y pan negro. Iban por Canejada -”Canejá” la llamaban-, en el valle del Alhama, cuando notaron que un animal les seguía. Era una perrita blanca. Trataron inútilmente de alejarla de su compañía y con el paso de las horas llegaron a encariñarse con ella. Cuando se sintieron libres de sobresaltos mayores, hicieron un alto en un abrigo para darle un tiento a la fiambrera y a la bota y, ya rendidos, compartir con la pertinaz seguidora un cantero de pan. Desde ese momento, el animal se sintió uno más de la familia. Llegaron a casa, envueltos en nieve, cuando apuntaba la mañana después de pasar la noche, una noche perra, andando por caminos escabrosos. Al ruido de la puerta y los caballos nos despertamos todos. Para nosotros, los niños, la perra fue el mejor regalo, el más inesperado, de aquel viaje. Era una perrita blanca, pequeña, de ancho lomo con alguna mancha oscura en la piel. Era un animal sin nombre y yo la llamé “Alita”, no sé por qué, y la consideré desde entonces un poco mía. No tardó mucho en quedarse preñada. Entre los perros, seres de la calle, seres libres sin collar ni correa, funcionaba en el pueblo el amor libre a la intemperie. Nacieron seis perritos lustrosos y variados, de distintos colores y pelajes, una hermosa camada. Me dijeron que eligiera uno, el único que se iba a salvar de morir golpeado contra las peñas del rio. Opté por uno de pelo pardo, al que llamé “Ton”. Con el tiempo se convirtió en un perrazo poderoso, impetuoso y noble, que no se parecía nada a su madre, que arrasaba en el estepar cuando saltaba la liebre y que acabó siendo una de los más leales compañeros de mi niñez. La “Alita” y el “Ton”, madre e hijo, vivieron muchos años y fueron complementarios. Después, cuando yo alcancé la edad reglamentaria para sacar licencia de caza, llegó a casa la “Canela”, una perrita fina, de buena raza y del color del melocotón, una perra de capricho, que murió pronto, de repente, después de comer un maldito cebo con estricnina colocado al pié de un ribazo contra zorros y otras alimañas por un desaprensivo. No sé dónde leí que el eslabón, tanto tiempo buscado, entre el animal y el hombre verdaderamente humano, somos…nosotros.