El canto del cuco

Cuaderno gris de Abel Hernández

Mes: febrero, 2018

HE VUELTO A CASTILLA

Por circunstancias de la vida, he tenido ocasión de volver a Castilla, donde el alma se dilata nada más adentrarse uno en el paisaje, esa llanura interminable, que un día fue granero, almacén de lana, patria de santos y de mesnadas, y cabeza del mundo conocido. Era un día luminoso de febrero y los campos estaban yertos por las últimas heladas. Aún no habían brotado las viñas en las laderas, que dan el mejor vino. En la sombra de los ribazos, quedaban restos de la última nevada. De vez en cuando volaba una cigüeña y, de trecho en trecho, se veía en los cables de la luz un ave de rapiña, inmóvil, a la espera de una pobre víctima inocente. En la carretera salían al paso nombres solemnes y hermosos de pueblos en los que se concentró la Historia de España y la de medio mundo. Arévalo, Villalar de los Comuneros, Medina del Campo, Tordesillas, Simancas, Olmedo, Fontiveros, Madrigal de las Altas Torres…Aún ofrecen signos inequívocos de la grandeza pasada sus palacios, castillos, iglesias y torreones. Pero ya nada es lo que era. No sé si queda siquiera en las gentes el orgullo de lo que fue esta tierra. Últimamente sólo se habla de Cataluña, la herida abierta en el costado de España, donde hasta se reniega del castellano, la lengua universal. Según Ortega, “Castilla ha hecho a España y Castilla la ha deshecho”. ¡Vaya por Dios! ¡Pobre Castilla miserable, ayer dominadora, que hace tiempo dejó de ser mística y guerrera!

Mientras yo viajaba por las tierras de Castilla, se reunían y establecían una alianza los presidentes de Castilla y León, Aragón, Galicia y Asturias, a la que estaban dispuestos a unirse, según las últimas noticias, los de Castilla-La Mancha, La Rioja y Extremadura. Este frente común de las comunidades más abandonadas por el poder central y cuya decadencia salta a la vista es, me parece, una de las pocas iniciativas políticas esperanzadoras. Se trata de que la nueva financiación de las autonomías que se prepara tenga por fin en cuenta la despoblación de estas comunidades -el gran problema de la España interior- la dispersión de los pueblos y el envejecimiento de sus pobladores. La lenta muerte de los pueblos, entre el abandono general, debería ser hoy uno de los grandes asuntos de Estado. Es preciso un plan global -inversiones, exenciones fiscales, comunicaciones, presupuesto para la dependencia, etcétera- con financiación suficiente y apoyo decidido de la Unión Europea, que acabe con esta profunda lacra de la desvertebración nacional.

Y no sólo he andado por la Castilla central, con Valladolid a la cabeza, en cierta medida aún dominadora a escala regional. También he tenido ocasión de viajar estos días a Soria, que es mi patria, donde Castilla pierde su nombre y que merece capítulo aparte. Allí el problema de la despoblación y el abandono se agudizan hasta extremos dramáticos. Es tal la insostenible situación soriana que urge ya un generoso tratamiento de choque para evitar su muerte como provincia por falta de habitantes. Un dato: mientras en toda España sube el precio de la vivienda, en Soria sigue bajando. ¿A quién que se acerque a sus pueblos no le duele Soria?

“Castilla tiene castillos, / pero no tiene una mar”, dice el marinero Alberti. Si tuviera mar, no estaría despoblada, hombre. Lo que no dijo es que aún le queda alma. “Y castellanos de alma,/ labrados como la tierra / y airosos como las alas”, según Miguel Hernández, que había ido cabrero y comprendía mejor al pueblo campesino. Quevedo salió al paso: “Castilla se abrasa de poetas”. Ahí está, sobre todos, el gran Miguel de Unamuno, que acostumbra a apartarse de las apariencias y bajar a las profundidades de esta tierra nervuda, como él la llamó: “¡Ay mi Castilla latina / con raíz gramatical /, ay tierra que se declina / por luz sobrenatural!”. Coincide Miguel Delibes. Pocos como él se asomaron tanto al alma del pueblo. En “La sombra del ciprés es alargada” exclama: “Y por encima aún quedaba Dios”. Me parece, Miguel, que ya ni eso. Y termino este recorrido con Antonio Machado, poeta castellano por antonomasia, aunque viniera de un patio sevillano donde florecía el limonero: ““Nadie es más que nadie”, porque -y éste es el más hondo sentido de la frase-, por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el valor de un hombre. Así habla Castilla, un pueblo de señores, que siempre ha despreciado al señorito”.

Así es. Y un día, sin tardar mucho, Castilla volverá a decir en España la última palabra. ¿Por qué no soñar después de recorrer sus caminos y observar que ¡ancha es Castilla!

LA GEOGRAFÍA BAUTIZADA

La primera diferencia entre un viejo campesino y un residente moderno en un pueblo, incluido el que se ha ido a vivir a una eco-aldea, es que el primero conoce el nombre de los parajes, de los caminos y de los objetos más insignificantes, y el segundo, no. Una demostración inapelable del cambio experimentado por el mundo rural está en que los nuevos vecinos ya no saben siquiera cómo se llaman las lomas, cabezos, sierras y serrezuelas que rodean el pueblo. Ya no digo los barrancos, picachos, prados, puentes, caminos, pequeñas fuentes del campo, chozas, corrales, rincones y hondanadas. Ignoran por completo la toponimia. Ni siquiera se han enterado de que todo el terreno que le rodea está dividido en pagos y que cada pago tiene un nombre, con el que docenas de generaciones lo han conocido desde siempre, y así consta aún, con frecuentes faltas de ortografía, en las hojas del catastro y en el registro de la propiedad. Josep Pla escribió que los campesinos vivían en una geografía bautizada. Está bien dicho. Los “nuevos campesinos”, que acostumbran a vivir en la ciudad y sólo van al pueblo de paso, los advenedizos y los turistas ocasionales o los habitantes de segunda vivienda viven en una geografía sin bautizar, o sea, en un lugar sin nombres. Y, por tanto, sin historia.

Me ha dado pie a esta consideración Marc Badal, con su “Vidas a la intemperie”, libro del que ya hice aquí una primera referencia. Los ojos de los campesinos -dice- “conocían la sombra de cada árbol. Sus pies, la forma de cada piedra. Sólo la niebla podía llegar a desorientarles por unos instantes. Pero sabían que no tardarían en dar con un objeto conocido. Y no podemos conocer sin nombres (…) Ni un punto del terreno sin identificar”. Cuando al campesino lo sacabas de su hábitat, perdía los puntos de referencia de toda la vida y estaba perdido. Es lo que les pasó a muchos de los que emigraron a la ciudad. Pasaron desorientados el resto de su vida. O incluso a los que la construcción de un pantano los trasladó forzosamente a un poblado nuevo con un paisaje llano. Puede decirse que ser del pueblo significa conocer el nombre de todos esos sitios, de las casas y hasta de los corrales. La señal definitiva del final de la cultura rural, digo yo, ocurrirá cuando nadie, ni siquiera los residentes en el pueblo, conozca el nombre de los lugares que le rodean. Se habrá perdido definitivamente, cuando eso ocurra, la base del mutuo entendimiento, la contraseña de la pertenencia y de la propia identidad. La gente vivirá en el pueblo, pero sin ser del pueblo. Me parece que ya está pasando. Empiezan a faltar las referencias y han llegado al pueblo nuevos vecinos desconocidos, que hacen su vida sin conocer de quién es el prado de enfrente de su casa ni adónde conduce la vereda que divisa en el monte cuando mira por la ventana.

Dice Lorenzo Villalonga que la realidad extrae toda su continuidad de algo tan mágico y tan convencional como es un nombre. “Tu nombre me sabe a yerba / de la que nace en el valle / a golpes de sol y de agua”, canta Serrat. Pues eso. Si te decían en el pueblo “te espero en la fuente del tio Eugenio”, o “carearé las ovejas por Valdezaguera”, o “damos la primera mano cazando en los ulagares de las Cuerdas del Castillo”, o “estaré sembrando en la pieza de la Cereda”, o “quedamos donde la majada de la tía Inés”, tú sabías sin género de duda y sin necesidad de ningún GPS -un artilugio entonces inimaginable, que se habría tomado por brujería- cuál era el punto exacto de la cita. Y conocías bien cuál era el camino para llegar. Todo estaba efectivamente bautizado, sin que quedara un paraje, una quiebra del terreno, un otero, un camino, un pequeño manantial en medio de una junquera, un peñasco o una taina para el ganado, sin que todo el mundo conociera su nombre. Los nombres hacían reconocible la geografía. Era la única manera de orientarse y de estar efectivamente integrados en la Naturaleza, aunque los campesinos no se sintieran parte de la misma. No había, como indica Badal, un espacio “natural” segregado de lo humano, porque “el conjunto del territorio formaba parte del hogar”. Por eso, todo era reconocible, todo tenía un nombre.