HE VUELTO A CASTILLA
Por circunstancias de la vida, he tenido ocasión de volver a Castilla, donde el alma se dilata nada más adentrarse uno en el paisaje, esa llanura interminable, que un día fue granero, almacén de lana, patria de santos y de mesnadas, y cabeza del mundo conocido. Era un día luminoso de febrero y los campos estaban yertos por las últimas heladas. Aún no habían brotado las viñas en las laderas, que dan el mejor vino. En la sombra de los ribazos, quedaban restos de la última nevada. De vez en cuando volaba una cigüeña y, de trecho en trecho, se veía en los cables de la luz un ave de rapiña, inmóvil, a la espera de una pobre víctima inocente. En la carretera salían al paso nombres solemnes y hermosos de pueblos en los que se concentró la Historia de España y la de medio mundo. Arévalo, Villalar de los Comuneros, Medina del Campo, Tordesillas, Simancas, Olmedo, Fontiveros, Madrigal de las Altas Torres…Aún ofrecen signos inequívocos de la grandeza pasada sus palacios, castillos, iglesias y torreones. Pero ya nada es lo que era. No sé si queda siquiera en las gentes el orgullo de lo que fue esta tierra. Últimamente sólo se habla de Cataluña, la herida abierta en el costado de España, donde hasta se reniega del castellano, la lengua universal. Según Ortega, “Castilla ha hecho a España y Castilla la ha deshecho”. ¡Vaya por Dios! ¡Pobre Castilla miserable, ayer dominadora, que hace tiempo dejó de ser mística y guerrera!
Mientras yo viajaba por las tierras de Castilla, se reunían y establecían una alianza los presidentes de Castilla y León, Aragón, Galicia y Asturias, a la que estaban dispuestos a unirse, según las últimas noticias, los de Castilla-La Mancha, La Rioja y Extremadura. Este frente común de las comunidades más abandonadas por el poder central y cuya decadencia salta a la vista es, me parece, una de las pocas iniciativas políticas esperanzadoras. Se trata de que la nueva financiación de las autonomías que se prepara tenga por fin en cuenta la despoblación de estas comunidades -el gran problema de la España interior- la dispersión de los pueblos y el envejecimiento de sus pobladores. La lenta muerte de los pueblos, entre el abandono general, debería ser hoy uno de los grandes asuntos de Estado. Es preciso un plan global -inversiones, exenciones fiscales, comunicaciones, presupuesto para la dependencia, etcétera- con financiación suficiente y apoyo decidido de la Unión Europea, que acabe con esta profunda lacra de la desvertebración nacional.
Y no sólo he andado por la Castilla central, con Valladolid a la cabeza, en cierta medida aún dominadora a escala regional. También he tenido ocasión de viajar estos días a Soria, que es mi patria, donde Castilla pierde su nombre y que merece capítulo aparte. Allí el problema de la despoblación y el abandono se agudizan hasta extremos dramáticos. Es tal la insostenible situación soriana que urge ya un generoso tratamiento de choque para evitar su muerte como provincia por falta de habitantes. Un dato: mientras en toda España sube el precio de la vivienda, en Soria sigue bajando. ¿A quién que se acerque a sus pueblos no le duele Soria?
“Castilla tiene castillos, / pero no tiene una mar”, dice el marinero Alberti. Si tuviera mar, no estaría despoblada, hombre. Lo que no dijo es que aún le queda alma. “Y castellanos de alma,/ labrados como la tierra / y airosos como las alas”, según Miguel Hernández, que había ido cabrero y comprendía mejor al pueblo campesino. Quevedo salió al paso: “Castilla se abrasa de poetas”. Ahí está, sobre todos, el gran Miguel de Unamuno, que acostumbra a apartarse de las apariencias y bajar a las profundidades de esta tierra nervuda, como él la llamó: “¡Ay mi Castilla latina / con raíz gramatical /, ay tierra que se declina / por luz sobrenatural!”. Coincide Miguel Delibes. Pocos como él se asomaron tanto al alma del pueblo. En “La sombra del ciprés es alargada” exclama: “Y por encima aún quedaba Dios”. Me parece, Miguel, que ya ni eso. Y termino este recorrido con Antonio Machado, poeta castellano por antonomasia, aunque viniera de un patio sevillano donde florecía el limonero: ““Nadie es más que nadie”, porque -y éste es el más hondo sentido de la frase-, por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el valor de un hombre. Así habla Castilla, un pueblo de señores, que siempre ha despreciado al señorito”.
Así es. Y un día, sin tardar mucho, Castilla volverá a decir en España la última palabra. ¿Por qué no soñar después de recorrer sus caminos y observar que ¡ancha es Castilla!