por elcantodelcuco

EL HUERTO, ABANDONADO

“Alma, ¿qué has hecho de tu pobre huerto?”, pregunta Antonio Machado. “Aún hay rosas en él, y ellas, por cierto, mejor perfuman cuando son tardías”, responde el eco optimista de Leopoldo Lugones.

Siempre me ha parecido que, más que las casas vacías o ruinosas de los  pueblos o la soledad y el silencio de sus calles, son los huertos  vacíos  el  símbolo mejor de la España vaciada. Pocos paisajes son más deprimentes que  un huerto abandonado, en el que se borra la geometría  de los surcos y la estudiada armonía de los cultivos, deja de oírse  el rumor  del agua de la acequia y  la tierra se desordena y  se asilvestra sin la presencia humana. Con el cultivo del huerto  empezó la cultura. (De cultivar viene la palabra cultura). Una pieza del páramo que se quede lleca seguramente  tendrá otra vida. Nacerán allí plantas silvestres -aulagas, tomillos, espliego, endrinos, retamas, escaramujos…-, recuperando su naturaleza original cuando no había penetrado en sus entrañas la reja del arado. Un huerto, no; un huerto sin cultivar  es una contradición, un retroceso humano.

He vuelto a ver el huerto de mi hermano. Él lo dejó cantado en un largo poema: “El Huerto del Cura / de Valdeavellano / está siempre abierto / aunque esté cerrado…” En la fachada norte se ha secado el castaño de fuera y sigue intacta la  tapia de piedra que da a la carretera. También se ha secado el jazmín, pero con las últimas lluvias  parece que   revive. Asoma, junto a la pared, el laurel, que ha sobrevivido milagrosamente a las sequías. En sus ramas solía hacer su nido el mirlo cada primavera. La última vez tenía cuatro huevos azules y lo cubrió la nieve  en Semana Santa, cuando acostumbra a sacudir a estas tierras del alto Duero un ramalazo del invierno tardío.

 Desde fuera se divisa también la brillante copa del viejo peral, que aún resiste y, después de la poda caritativa que alguien le hizo, está cargado de fruta este año. A su sombra acostumbrábamos a pasar el rato cuando apretaba el calor. También destaca por encima de la tapia el fresno del rincón de abajo. Me decido a entrar. Tengo una mezcla de curiosidad y de temblor.  Desde que  murió mi hermano, hortelano virtuoso, no he vuelto a pisar su huerto. Hasta entonces era  la primera visita obligada cuando llegaba al pueblo.

 Abro el portón  de hierro de   color marrón desvaído. Todo es reconocible. La tapia que da al sur está desportillada, dando facilidades a las alimañas del campo. Ha desaparecido el saúco que cubría el pozo. Todo está cubierto de hierba y de matojos. Un hato de nueve carneros blancos, del rebaño de un vecino, ramonean por las orillas y van comiéndose la hierba y la maleza. Ni rastro de los lilos, ni de los fragantes rosales antiguos de olor original. En la pared de la izquierda están rotas las cuerdas donde mi madre tendía la ropa.

Voy con cuidado. Entre la maleza puede hospedarse alguna víbora . Entre la broza, los  altos ciruelos  están cargados   de dulces ciruelas claudias, casi inaccesibles. Los borros siguen haciendo su trabajo de limpieza . Las parras sin podar, asilvestradas, arrastran sus ramas por el suelo. No hay tablas de alubias ni surcos de patatas; no quedan eras de fresas, ni puerros, ni tomates… Me rindo, es suficiente. Me abro paso entre  el yerbizal.  Me consuelo a mi manera. Pronto, en pleno invierno, volverán a crotorar las cigüeñas  en la torre . Y puede que en primavera Ramón y Sara vuelvan a plantar el huerto. Al salir chirría la puerta oxidada