El canto del cuco

Cuaderno gris de Abel Hernández

Mes: May, 2016

CARTA DE FAMILIA

Me habría gustado estar el sábado, día 21, víspera de la fiesta de la Trinidad, en Sarnago, sentado a la mesa de la cena de socios. Pero no pudo ser. Entre otras razones de peso, porque poco más o menos a la misma hora estaba viniendo al mundo Alba, que hace en el escalafón de mis nietos la número siete, un número bíblico como se sabe. Confío en que, cuando pasen veinte años, Alba sea moza de la móndida, con Roque, mi nieto, de mozo del ramo. Será la prueba de que el pueblo sigue vivo y de que se mantiene la tradición. Por lo pronto, este año ha vuelto a apuntarse a móndida con gran empeño Sara, mi hija pequeña, la de las “Historias de la Alcarama”. Eso reconforta. Quiero decir que hay que apostar, sin nostalgia enfermiza, por el futuro del pueblo, por la recuperación de los pueblos, aunque los que estamos ahora empujando el carro nos hayamos ido. Seguirán nuestros hijos y nuestros nietos. No hay que perder la fe en nosotros mismos. Hoy es siempre todavía. Y sigo con Machado: “Cuando penséis en España -escribió- no olvidéis ni su historia ni su tradición; pero no creáis que la esencia española os la puede revelar el pasado (…) Un pueblo es siempre una empresa futura, un arco tendido hacia el mañana”. Pues eso. Donde dice España poned Sarnago.

Como ésta pretende ser una carta de familia, un desahogo de intimidades, debo confesar que de vez en cuando me asaltan en los últimos tiempos serias dudas sobre si debo seguir con “El canto del cuco” tal como ahora, dedicado al mundo rural en trance de desaparecer. Llevo ya varios años recogiendo las granzas y demás despojos de esta cultura que impregnó mi vida. Y estoy un poco cansado de agacharme. Soy consciente de que soy uno de los últimos supervivientes de una generación-bisagra entre un mundo que se acaba y otro que llega. Eso me ha obligado a no guardar silencio y ejercer de testigo. Me esfuerzo en esto lo que puedo. He puesto de relieve este contraste, semana tras semana, y he tratado de salvar los valiosos despojos del pasado. No oculto que con una cierta añoranza. Sarnago y la comarca de las Tierras Altas de la Alcarama han sido, como sabéis, el escenario principal de los relatos, pero sin muros, o sea, con aspiración de universalidad. De hecho compruebo que cada día estos relatos encuentran más lectores en medio mundo, especialmente en América y en Europa, y hasta en los lugares más lejanos e insospechados. Ya van más de ciento cinco mil visitas. Pero no quiero ser cansino. Lo último que deseo es que alguien se acerque por curiosidad a este blog y diga: “¡Uf, qué cargante es este tío con la matraca del pueblo y de sus recuerdos!” Así que sigo dándole vueltas al mondongo. Y me siento obligado a compartir con los seguidores habituales estos titubeos.

Cuando estoy a punto de rendirme, me llega la invitación para la cena de socios en la víspera de la fiesta. Anuncia nuevos planes, además, de la modernización y puesta al día de la página web, y me reanimo. ¡Quién sabe! El relevo del obispo -pienso- a lo mejor favorece la reconstrucción de la iglesia. En todo caso, seguirán las hacenderas. Y vuelvo a soñar. Vuelvo a acudir a la dehesa en cuadrilla a cortar la copa de arce. Veo por la mañana el ramo adornado con cintas de colores, roscas y rosas, alzado en la procesión por el mozo del ramo seguido de las airosas móndidas. Escucho el violín y la guitarra de “Los Patos” de Cornago. Subo a la torre a voltear las campanas. Chillan los ocetes en desbandada. Retoza la dula en el ejido. Suben los verdes trigales alrededor del pueblo, cantan las alondras sobre las esparcetas y florecen los ribazos con cien colores. Bailo en la plaza por la tarde después de cantar la Salve en la iglesia. Y me uno al corro: “En este pueblo todos cantamos/ todos bailamos/ y así entonamos/ esta canción/ rin, ron”. Veo a la gente alegre y aseada. Siento el olor de los rosquillos. Corre el anís y el vino. Un día es un día. Hoy toca tirar la casa por la ventana.

Es decir, parece que no tengo remedio. Por iniciativa de mis hijos, antes de un mes iremos toda la familia -chicos y grandes, incluida la pequeña Alba- a Sarnago y subiremos a la Alcarama con vino y fiambrera. ¿Hay quien se apunta? Después Dios dirá. Como dice Virgilio, el gran poeta del campo, “tus nietos recogerán los frutos” (carpent tua poma nepotes) y “Dios nos regaló estos descansos” (Deus haec otia fecit). Provisionalmente, la vida sigue. Es lo que quería deciros.

DESPEDIDA DE LA MONJA JULIANA

Hoy El Valle, la verde comarca soriana al pie de la Cebollera, se queda más solo. A la hora que me pongo a escribir, Juliana, la anciana monja anacoreta, que vino de Gante, viaja hacia Toledo. La llevan al monasterio cisterciense con sus compañeras de religión. Esta vez es un viaje sin retorno. La última vez que la condujeron allí, no hace tanto, para que la cuidaran, no resistió mucho y se volvió a su soledad. El cuarto de baño le parecía un lujo que no podía soportar. Pero ahora no volverá, porque le fallan las piernas y ya no puede valerse por sí misma. Se acabó la rebeldía. Ayer los que acudieron a despedirse de ella en su casita prefabricada, instalada en el rincón de un prado en Molinos de Razón, la encontraron echada escuchando música de Bach. No podía ponerse de pie ni apenas estar sentada. Casi no podía moverse ya. Comía de lo que unas almas caritativas de Sotillo del Rincón le llevaban. Su condición de vegetariana facilita las cosas y hace que se conforme con picotear como el mirlo o la paloma en la hierba. Difícilmente podía asearse sola ni satisfacer con dignidad sus necesidades. Por eso estaba resignada a obedecer órdenes y dejar su refugio donde había vivido los últimos veintiséis años. Repetía para justificar su vida y su frustración de ahora: “¡Yo tengo vocación de anacoreta!”. Su deseo confesado era vivir sola y en extrema pobreza hasta la muerte. Pero ahora no tenía más remedio que bajar la cabeza y obedecer.

Por lo demás, quitando su inmovilidad, su aspecto no es malo. A sus 86 años largos su salud en general es buena. Demuestra una gran lucidez. La cabeza le funciona bien. Pregunta por todos, uno por uno, con detalle. “¿Cómo le va a Sara?” “¿Qué tal Rodrigo y sus hijos?”. Su curiosidad es universal. La nube que le cubre un ojo y que le da un aspecto que asusta a los niños hace que resalte más el azul celeste del otro ojo. Tiene al lado unos cuantos libros y un montón de casetes de música clásica. “¿Quieres llevarte estos casetes?”, ofrece, como si se desprendiera de su herencia más querida. “No, Juliana, llévatelos a Toledo, te vendrán bien”. La mujer procura sobreponerse a la pesadumbre que le corroe por dentro, pero en un momento dado exclama: “Yo no puedo vivir fuera de la Naturaleza”. Y se queda callada, como absorta, unos instantes. Alguien le recuerda para animarla un poco: “¿Te acuerdas, Juliana, el día que te perdiste en el monte, yendo a misa a El Royo? Todo el pueblo salimos a buscarte por la noche”. Y se ríe. Otro le cuenta: “¿Sabes que los guardas forestales de Valdeavellano estuvieron a punto de dispararte una noche que vieron en el monte la luz de una linterna y te confundieron con un cazador furtivo al que perseguían?” Y se ríe, se ríe de buena gana. ¡Ella, una furtiva! ¡Una monja furtiva! En cierto aspecto, es verdad. Una mujer solitaria en medio de este mundo desbocado y bullicioso que no sabe adónde va. Ella, quebrantando todas las normas establecidas por la economía de mercado y por la desorientada cultura dominante, que ha perdido la costumbre de mirar al cielo.

Su pequeño huerto, que Juliana cultivaba y del que se abastecía, se ha quedado lleco. Su aspecto, cuando estalla la primavera en El Valle, es desolador. Nadie volverá a plantar allí lechugas y tomates. El desamparo del huerto es la mejor metáfora del final de una hermosa historia humana, que ha durado más de un cuarto de siglo. Por eso digo con razón que, con la marcha de la monja, El Valle se ha quedado más solo, como cuando en casa se muere la madre y ya no hay más que silencio entre las cuatro paredes. Lo mismo que cuando el último vecino apaga el fuego de la cocina, echa la llave de la puerta de la casa y se va lejos. La monja Juliana, como la Romana de Valdenegrillos, son las últimas anclas a la vida en la tierra abandonada. “Juliana, ¿te ayudamos a hacer la maleta?”. Y se ríe de buena gana. No tiene maleta. No tiene nada. Se irá con lo puesto. “¡Anda, quédate con los casetes!”, insiste. Cada vez recibía allí en su casucha, donde hace tiempo que le clausuraron el pequeño oratorio porque no podía moverse del rincón donde vivía arrumbada, más correspondencia de las gentes más insospechadas. En general, le pedían consejo u oraciones. Ella contestaba todas las cartas. “¿Y qué va a pasar ahora? -pregunta de pronto, preocupada- ¿cómo va a saber el cartero que vivo en Toledo?, ¿cómo se van a enterar de mi dirección?” “No te preocupes, Juliana, lo arreglaremos. Correos funcionan muy bien”. “¿Y qué hago con mi pequeña radio, que tanta compañía me ha hecho?”. Juliana escuchaba las noticias en Radio Nacional por si daban alguna desgracia -el mundo parece hoy la historia de una desgracia encadenada- para rezar por las víctimas. Más de una vez, como cuando lo de Irak, ha ofrecido a Dios su vida sin éxito a cambio de acabar con una guerra. “¡Llévatela contigo, Juliana, llévate la radio!” Y, por si te ayuda en este viaje sin retorno, llévate también contigo nuestro afecto y nuestra gratitud. Personas como tú enderezan la historia humana y cambian para bien el rumbo del universo. Sólo mujeres como tú, dotadas de un corazón inocente, pueden, como dijo María Zambrano, habitar ese universo.

¿QUÉ NOS HA PASADO?

Recibí en mi móvil el siguiente “whatsapp” de mi hija Mireya: “Hazme caso, léete el libro de Astur. Se lee rápido y es muy bueno. Vas a estar de acuerdo con él en muchas cosas. Critica lo mismo que tú y yo. Y hay páginas y partes literariamente bellísimas”. Con esta recomendación tan entusiasta ¿cómo podía negarme? Mireya es una exigente crítica literaria, además de estupenda escritora -ahí está su “Meteoro”, sin ir más lejos, una revelación deslumbrante-, traductora, profesora y lectora empedernida. Cuando llegué a casa me encontré con el libro de Manuel Astur encima de la mesa. Veo que se lo ha dedicado a ella el autor y, a juzgar por la cuidada dedicatoria, se conocen bien. El libro se titula “Seré un anciano hermoso en un gran país”, un título extraño y sugerente. Y el vigoroso “Autorretrato con manzana” de la portada me lleva, no sé por qué, a Dostoyevski. En la contraportada, Sergio del Molino, otro escritor de esta generación que viene pisando fuerte, describe así el contenido de este libro tan recomendado: “Es un ensayo emocional que cuenta, con una sinceridad y empatía pocas veces vistas, los grandes cambios materiales, culturales y, sobre todo, espirituales de España y parte de Occidente durante las tres últimas décadas, a través de los ojos de Manuel Astur, un escritor perteneciente a la primera generación nacida en democracia, que ahora comienza a hacerse oír”. Se trata, pues, de una reflexión o un canto a una época a través de la vida del autor.

El autor es asturiano, como su nombre indica. Para él Asturias, su tierra, vista desde una de sus numerosas montañas, es como “una manta hecha de retales de diferentes tonalidades de verde”, con miles de prados separados por paredes de piedra, que llegan incluso a las cumbres más altas, construidas hace mucho tiempo no se sabe por quién, con un enorme esfuerzo. Uno de estos muros rodea la casona familiar donde Astur escribe. “Ahora mismo -dice- resuenan, ruedan por todo el valle, las campanas de la pequeña iglesia anunciando que son las nueve de la mañana. Los pájaros tienen montado un escándalo fuera. Un gallo se hace valer en el gallinero con un kikirikí muy desafinado y su harén cacarea nervioso. Los perros ladran como todas las mañanas y todos los atardeceres. Incluso un búho ulula en un árbol cercano, supongo que dando los buenos días, como un barrendero a su mujer antes de irse a dormir. Es todo muy idílico y hermoso. Seguramente envidiaréis la postal que os estoy describiendo. Pero lo cierto es que quizás no podríais vivir aquí”. Así es. Por eso se despueblan los pueblos y se quedan sin nadie los pequeños paraísos. Cuanto más silencio, más molestan los pequeños ruidos: el sonido de las campanas, el ladrido de los perros, la algarabía de los pájaros o el murmullo del viento en las hojas de los árboles.

Apenas empezada la lectura del libro, noto que me engancha de lleno sobre todo por la sinceridad que rezuma y porque deja de lado las banalidades al uso. El caso es que, desde las primeras líneas, antes de acometer la reflexión sobre su propia infancia -en la infancia del hombre está todo- se adivina la gran pregunta que bulle en el cerebro y en el corazón de este hombre y de las personas más inteligentes y sensibles de nuestra época, empezando por la de no pocos colegas “mileuristas”: ¿Qué nos ha pasado? ¿Qué ha pasado aquí? ¿Qué nos está pasando? En medio siglo ha cambiado todo y no se sabe si para bien o para mal, ni está claro adónde vamos. En el aspecto material, que es el más visible y comprobable, aunque no el más importante, llegaron las máquinas al campo y los campesinos dejaron el pueblo y emigraron a la ciudad en busca de trabajo; ahora, con la revolución tecnológica, los ordenadores empiezan a hacer el trabajo de las personas y aumenta el paro y la añoranza de la aldea. Murió la civilización rural y está en crisis o enferma la civilización urbana. A la soledad rural ha seguido la soledad del hombre tecnológico. Y por el camino, junto con jirones de piel, se han perdido otras cosas más serias. En España, los que están sufriendo más el desconcierto del cambio acelerado y la pérdida de puntos de referencia son justamente los de la generación de Manuel Astur, de Mireya y de Sergio del Molino. Por eso, menos mal, empiezan a hacerse oír. Estas reflexiones y estas confesiones suyas son tan importantes y significativas como las barahúndas de la Puerta del Sol. Conviene escucharles. Es, ni más ni menos, lo que hago hoy aquí. Lo mejor será que me apresure a reproducir, sin poner ni quitar, la primera página de este libro, que aún no he terminado de leer, sobre el que habré de volver y que, de entrada, me merece respeto, el respeto de un viejo acostumbrado a verlas venir y que no ha perdido su infancia por el camino:

Siempre tuve la sensación de que no había marcha atrás (…) Como si ascendiera una escalera mágica de cuento de hadas o de película de Indiana Jones y los escalones se desmoronaran al ser abandonados. Al principio el ascenso era divertido. Todo eran novedades y me lancé a subir loco de contento. Se desmoronaba la historia. Mi país. La España de mis padres y mis antepasados. Los ideales. La política. La vieja moral. La sexualidad. La religión. Incluso Dios era un escalón derruido en mi camino hacia la realización personal y el Progreso. Pero, pasados los años, comencé a sentir que ese ascenso destructivo era en realidad una trampa. Como si se tratara de una de las escaleras imposibles dibujadas por Escher, volvía siempre al mismo punto y el cielo quedaba igual de lejos, si no más. Era una espera en la nada. Me paré y contemplé. En apenas tres décadas, todo a mi alrededor y dentro de mí había cambiado. Y yo no me sentía más libre ni más nuevo: me sentía más solo”.

Como se ve, una sinceridad abrumadora. Me ha gustado, además, que Manuel Astur pusiera en la entrada del relato aquel villancico del renacentista Juan Vázquez:

De los álamos vengo, madre,

de ver cómo los menea el aire”.

LETRILLAS DEL PUEBLO

En un viejo cuaderno de tapas rojas de sólido cartón me he encontrado con apuntes míos olvidados con letrillas del pueblo, algunas de las cuales recogí en parte en mis libros de la Alcarama. Como si fuera un certificado de antigüedad, aplastados en la última página de la libreta, me he topado con dos pequeños billetes, uno casi nuevo de “Una peseta”, emitido en Madrid el 15 de junio de 1945, con Isabel la Católica en la portada, y otro, más gastado, de “Dos Pesetas”, emitido en Burgos el 30 de abril de 1938, “II Año Triunfal”, o sea, en plena guerra civil, cuando yo tenía unos meses de vida. ¡Por cuántas manos habrá pasado en aquellos años del hambre, del odio y de la sangre! Acaso, incluso, estuvo en la cartera de mi padre. Y me he acordado de las “Aventuras de una peseta” de Julio Camba, que leí de jovenzuelo con tanta fruición. De entonces vienen estas letrillas, dichos y retahílas que ahora voy a transcribir para divertimiento general. No está mal, creo, airear un poco el pesado ambiente político que respiramos. Estos dichos y letanías forman parte del repertorio cultural de una época, en la que en España regía aún la cachava del mundo rural. Conviene que no se pierdan.

Empiezo por el “tintirulo-tintitán”, que a mí me recuerda siempre al tío Cayetano, el sacristán, con su chaqueta de pana lisa, que vivía en la casa del rincón, en la plaza, y que tuvo un final que a mí me impresionó. La noche que murió, cantó el fanflorí, o pájaro de los muertos, encima del tejado de la casa.

Tintirulo.

Tintitán.

-¿Quién se ha muerto?

El sacristán.

-¿Quién le canta?

-La paloma.

-¿Quién le llora?

-La perdiz.

-¡Un piquito en la nariz.

En la siguiente página del cuaderno anoté las letras de las canciones cuarteleras, que nos cantaba mi abuelo Natalio, con voz profunda, el día de su santo y en otro días señalados.

-Levántate, Carcunda,

que las doce son.

Que viene el Espartero

con su División.

-Si viene que venga,

que deje de venir,

ciérrame la puerta

y déjame dormir.

(…)

-Tuerta, retuerta,

puñetera tuerta,

ábreme la puerta,

que te vengo a ver.

Martínez Campos

tiene una hermana

que a puta y fea

nadie le gana.

El repertorio concluía siempre entre risas con la siguiente letrilla:

Papamoscas de Burgos,

cortinas verdes,

por debajo del rabo

cagan las liebres.

O con esta otra:

Al chivito

de la cabra curra

ya lo asan,

ya lo turran.

Al chivito

de la cabra cacha

ya lo turran,

ya lo asan.

La abuela Bibiana, que era muy piadosa, echaba su cuarto a espadas en la velada:

Allá arriba no sé dónde

había no sé qué santo,

que rezándole no sé qué

se ganaba no sé cuánto.

O nos repetía la retahíla de las horas del reloj:

A la una,

la rueda de la fortuna.

A las dos,

la campana y el reloj.

A las tres,

Jesús,María y José.

Las cuatro,

los piececitos del gato.

Las cinco,

las llagas de San Francisco.

Las seis,

tres de blanco y tres de tinto.

Las siete,

seis sotanas y un bonete.

Las ocho,

siete cornudos y un mocho.

A las nueve,

pinga la bota y bebe.

A las diez,

repicoletea el almirez,

salsa molinera y olé.

A las once

llama el conde.

A las doce

le responde.

A las trece

baja a abrir.

Y a las catorce

baja la zorra por el monte,

con un peíto, pum, pum,

y echa a correr.

No pocas de estas retahílas encontraban acomodo en los juegos de la baraja. Por ejemplo, la que acompañaba el “sanrocón”, que era el castigo que se daba, golpeándole la palma de la mano al que había perdido en la partida de “San Roque”, hasta que apareciera la carta señalada:

As, chíquili, chíquili, chas,

ha dicho don Tomás

que le demos ocho más.

Uno, dos,etc.

Dos, tiéntalo por Dios.

Tres, la cajita San Andrés.

Cuatro, un sopapo.

Cinco, un pico.

Seis, tente burro que te caes.

Siete, un cachete.

Sota, sotana,

debajo la cama

tienes pan y un cuartillo de vino

pa’ cuando te vayas a la cama.

Caballo, caballero,

con su capa y su sombrero,

¿cuántas estrellas hay en el cielo?

¡Veinticinco y un lucero!

Rey reinando,

echando pedos

por la montaña,

por una caña

seca.

De la letanía del gallo, que tantas veces repetí de pequeño, dejé con toda seguridad breve constancia en uno de mis primeros libros. Es, como se ve, un interrogatorio propio de la Guardia Civil, aquella del tricornio de charol, que siempre iba en pareja, cuando aún cumplía de lleno su papel original de policía rural. Ahora la mayor parte de los cuarteles de los pueblos están cerrados o transformados en otra cosa.

-Kikirikiii

-¿Que le pasa al gallo?

-El papo malo.

-¿Quién se lo ha’cho?

-El ardacho.

-¿Dónde está el ardacho?

-Debajo la peña.

-¿Dónde está la peña?

-En el río.

-¿Dónde está el río?

-Los bueyes se lo han bebido.

-¿Dónde están las bueyes?

-A labrar se han ido.

-¿Dónde están las labraditas?

-Las gallinitas las han escarbado.

-¿Dónde están las las gallinitas?

-A poner huevos se han ido.

-¿Dónde están los huevos?

-Los frailes se los han comido.

-¿Dónde están los frailes?

-A decir misa se han ido.

-¿Dónde están las misas?

-¡Al cielo se han subido!

(Y ya no se podía seguir).

Una de las normas para andar por el campo y poder saciar la sed era:

Agua corriente

no mata a la gente.

Agua sin correr

puede suceder.

Y en relación con el peligro de picaduras venenosas, aparte del miedo ancestral a las víboras, las advertencias, para estar precavidos, estaban claras:

Si te pica el alacrán,

ya no comes más pan.

Si te pica la salamanquesa,

coge las llaves y vete a la iglesia.

(Para tocar a muerto, advertía siempre alguien)

Si te pica el lución,

coge la azada y el azadón.

(¡Para hacer el hoyo!).

Una coplilla que se repetía mucho, en aquellos tiempos de miseria, era la siguiente:

Pa’ almorzar,

pan y cebolla;

pa’ comer

cebolla y pan.

Y a la noche, si no hay olla,

vuelta al pan con la cebolla.

En la plaza, las tardes de baile, se cantaba en el corro:

¡Ay chibiri, chibiri, chibiri!

¡Ay chíbiri, chibiri, chan!

Alpargatas con tocino

es un plato regular.

¡Ay chibiri, chibiri, chibiri!

¡Ay chíbiri, chibiri, chan!

Y aquella otra coplilla, que contrasta ahora con el silencio sepulcral del pueblo:

En este pueblo

todos cantamos,

todos bailamos,

y así entonamos

esta canción:

¡Rin, ron!

Muchas más joyas antiguas, desfiguradas o abrillantadas por el tiempo, guarda este cuaderno de tapas rojas, que yo había olvidado. Recogeré sólo una más, que no ha perdido vigencia entre la gente joven los fines de semana:

Sopa en vino no emborracha,

litro y medio no es beber,

no sé qué coño me pasa,

que no me valgo tener