EL INVIERNO DE LOS PÁJAROS
Ya habrán regresado las cigüeñas a los campanarios de Castilla. Son más fieles que los humanos. De un tiempo a esta parte la mayoría de ellas ni siquiera cruzan el Estrecho. Muchas bajan, con los primeros fríos, de los páramos del Norte a las dehesas extremeñas o andaluzas, donde antes careaban en invierno los nutridos rebaños trashumantes de los merineros de la Sierra. Y allí se quedan, como las grullas. No sé si este comportamiento de las aves de paso tiene que ver con el calentamiento global. El caso es que cada vez se debilita más, hasta casi diluirse, el ritmo marcado por las estaciones, lo mismo que la fruta del tiempo en la frutería del supermercado. Desde luego, las cigüeñas no esperan a San Blas, como tenían convenido desde antiguo, para plantarse de nuevo, como una graciosa o inquietante interrogación, sobre las espadañas de las iglesias vacías.
También yo he vuelto hace unos días a Soria. Uno vuelve siempre, aunque sea de paso, a la patria de su infancia. Era un día helador, que, gracias a la mascarilla, no cortaba el aliento; pero el frío se metía en los huesos. En la Cebollera y en los puertos de Oncala y de Piqueras se veían girones de nubes arrastradas por el viento. Se adivinaban los algarazos. “Amarguras”, los llamaba mi madre. Era viernes. Aprovechando el solecillo de mediodía las gentes tomaban el aperitivo en la plaza de Herradores y en los bordes de El Collado. Entre las mesas picoteaban los gorriones, cuya población está reduciéndose allí tanto como la de sus vecinos, los seres humanos. En la entrada de la Dehesa he visto un gorrión muerto, puede que de frío.
Me he acordado, mientras me acercaba entre seres embozados a la librería Las Heras a preguntar por mi libro de la Alcarama que ha reeditado Pepitas, de aquellos días crudos de invierno en el pueblo, con la nieve cubriendo las calles, los tejados y los campos. Las urracas y los gorriones buscaban refugio en los corrales del Horcajuelo para pernoctar, y nosotros acudíamos, con increíble crueldad, en plena noche, con un farol en la mano, a sorprenderlos en su cobijo nocturno y cazarlos salvajemente. No era menos salvaje la espera a traición, bajo la ventisca, con la escopeta en la mano , de las cándidas malvices que acudían al anochecer a dormir en la espesura del espinar de la dehesa. Entonces no veíamos maldad en estas despiadadas acciones. “Ave que vuela, a la cazuela”, era la norma en una sociedad de subsistencia.
Hoy lo primero que hago cuando me levanto es dar de comer a los pájaros. Sigue siendo para mí un misterio por qué cantan al amanecer. Les pongo pan en el porche de mi pequeño jardín y acuden los gorriones, los mirlos, la pareja de tórtolas turcas -las del lúgubre canto-, las torcaces, también emparejadas, y alguna urraca suelta, que asusta a la concurrencia. Hace tiempo que no veo al petirrojo, que era ya como de la familia. Leo hoy en el periódico lo que dice la naturalista, experta en aves, Jennifer Ackerman: “Una de cada ocho especies de aves está en peligro de extinción por el cambio climático y la pérdida de hábitats”. En las Tierras Altas de Soria, de donde vengo, también contribuye a este desastre, la proliferación salvaje de parques eólicos y fotovoltaicos, con lineas de alta tensión que invadirán el aire de los campos y poblados. El invierno de los pájaros y de los insectos será el invierno de la Tierra.