LAS OREJAS DEL LOBO

Hace no tantos años en Castilla nos asustaban a los niños con la llegada del lobo si nos portábamos mal. El lobo era la fiera silenciosa que andaba por el monte, que atacaba en manada,  aullaba amenazante en las noches azules de luna llena  y, si el pastor se descuidaba, devoraba el ganado, sobre todo a la oveja recién parida, que se había quedado rezagada del rebaño y perdida. Pero cuando la manada de lobos estaba hambrienta, por la nevada o por lo que fuera, podía hacer estragos en el conjunto de la piara. Corrían más peligro las viejas andoscas, los jóvenes borros y las primalas. Y no era extraño que despedazaran también al perro si este, como guardián leal del rebaño, les hacía frente.

En aquel tiempo, la autoridad premiaba al cazador que llegaba con el trofeo de un lobo muerto. Se consideraba que era una alimaña menos y así se evitaba un peligro serio para los animales domésticos y para las personas. El trofeo ensangrentado era paseado con orgullo por las calles del pueblo. Nadie se acordaba entonces de la hermosa historia de San Francisco de Asís y el lobo. Esa lección moral, contada admirablemente por Rubén Darío, no tenía cabida en la sensibilidad de la época. La frase  “¡Que viene el lobo!”, que se aplicaba a cualquier situación de peligro, era mucho más popular. Lo mismo que la expresión “ver las orejas al lobo”. Cuando la noche de invierno era oscura y temible para el viajero que andaba solo en el monte o en descampado, se decía que la  noche era “negra como boca de lobo”. Y así sucesivamente. El lobo tenía entonces, como se ve, muy mala fama.

Desde 1970, en gran manera por influencia del popular programa en TVE del naturalista divulgador Félix Rodríguez de la Fuente, el lobo (“canis lupus signatus”) deja de ser considerado oficialmente una alimaña que conviene exterminar mediante cualquier técnica y en cualquier época del año, y pasa a ser una especie cinegética sometida a una cierta protección. Eso, hasta ahora. En febrero de este año, la Comisión Estatal de Patrimonio Natural del Ministerio de Transición Ecológica y Reto Demográfico ha decidido incluir al lobo en la lista de Especies Silvestres en Régimen de Protección Especial. Es decir, con esta norma quedará  prohibida la caza del lobo en todo el territorio nacional. El proyecto, aún en trámite, ha sido acogido con aplausos por los ecologistas y con profundo cabreo por los ganaderos, los cazadores y determinados colectivos agrarios. También ha provocado división de opiniones, por razones políticas, entre unas comunidades y otras. Es la típica ley de la discordia.

Al norte del Duero, que es donde más habita el lobo, las protestas no se han hecho esperar. A Castilla y León se han unido Asturias, Cantabria, Galicia, Madrid, Murcia, País Vasco y Andalucía. Se calcula que el censo de lobos en nuestros montes está entre 2.000 y 2.500 ejemplares. Los ganaderos castellano-leoneses contabilizan sólo en 2020 exactamente 1.835 ataques de lobos, que acabaron con 2.600 cabezas de ganado. Lo que proponen las mentes más sensatas es que este hermoso animal salvaje reciba la protección que se merece, compatible con los derechos de los ganaderos, la protección de las personas y el equilibrio ecológico. Se trata de procurar la coexistencia en paz del ganado, el lobo y la pacífica vida rural. Jaime Lamo de Espinosa, ex ministro de Agricultura, que fue amigo de Félix Rodríguez de la Fuente, lo propone con claridad en la Carta del Director del último número de “Vida Rural”: “La biodiversidad exige un equilibrio que permita hacer compatible la vida del lobo y la vida de los animales domésticos que aseguran nuestra alimentación, así como la de los seres humanos que pueblan campos y aldeas”. Ese equilibrio exige un control riguroso de poblaciones (de lobos) en función de los daños, sin una plena libertad de ninguna de las partes.

Es, como se ve, un asunto discutible y peliagudo, y está ahora mismo sobre el tapete. Me encantaría que los lectores de “El canto del cuco” expusieran aquí su opinión. Yo lo único que hago es enseñar las orejas del lobo.