El canto del cuco

Cuaderno gris de Abel Hernández

Mes: abril, 2020

EL SALEGAR

En Sarnago había dos salegares, uno estaba en lo somero del ejido y otro en lo bajero de las eras. Eran dos lugares muy visitados por los pastores y por los niños. Los primeros conducían allí a las ovejas al atardecer a tomar la sal, y los muchachos montábamos allí las paraderas en las mañanas de primavera para cazar pájaros. Esto da idea de su popularidad y de su multiuso. Era un lugar inocente, que atraía a las aves del campo, a pesar de la crueldad de la cacería, observada con ojos de hoy. En el salegar y en el juego-pelota pasé parte de los ratos más entretenidos y felices de mi infancia. No sé por qué no lo había contado hasta ahora.

La Real Academia, siempre tan ajena al lenguaje y a la cultura rurales, sólo reconoce el término salegar como verbo: “Dicho del ganado, tomar la sal que se le da”. Procede del latín: “Salicare”, echar sal. Al menos, en las Tierras Altas, donde estuvo el centro de la Mesta, el salegar es un término tan común como fuente, piedra, árbol o canto. Su plural es salegares. Deberían poner al día el diccionario con términos enraizados en el pueblo, en vez de adoptar tantos horribles palabros ingleses.

El salegar era un espacio reducido, de menos de cien metros cuadrados, bien aireado y comunicado, en el que estaban plantadas una veintena  de piedras gruesas o pedruscos con cara llana, separados unos de otros apenas por un par de pasos. No había más adornos ni complementos en el lugar. Todo era, pues,  rudimentario. Si algún viajero curioso se acerca hoy al pueblo seguramente se sorprenderá y no encontrará explicaciones cuando se tropiece con  esta armónica alineación de piedras en un especio reducido. Me imagino que aún quedan trazas de aquellos salegares, sobre todo del más lejano, mirando a la dehesa, situado entre praderas y ulagares, encima del camino que conduce al Bebederillo y a la cuesta de Horcajo y Las Abejeras. Sobre esos pedruscos se esparcían puñados de sal gorda, que las ovejas comían o lamían afanosamente, lo que las obligaba a beber luego mucha agua. Los ganaderos decían que era el mejor remedio contra la basquilla y otras enfermedades del ganado. En los meses de invierno les ponían  bolas de sal junto a los zarzos.

Sea atraídos por la sal o por lo que sea, el caso es que una serie de avecillas acudía regularmente  al salegar. Los muchachos lo sabíamos y no encontrábamos mejor entretenimiento en el buen tiempo, antes del verano, que ponerles allí trampas para cazarlas. Daba la mismo que estuvieran en plena temporada de cría. Estas trampas eran las paraderas. Tampoco este ingenioso artilugio tiene cabida en el diccionario, donde la palabra “paradera” se reserva para la compuerta del caz del molino y para una clase de red quieta para pescar. Describiré, si puedo,  el curioso invento, utilizado desde siglos atrás: una losa y un cantil, que  llamábamos cancil. Se levantaba la losa apoyada en el suelo y se sujetaba con un palo sobre el borde del cancil. Después se colocaba ese palo principal  sobre una astilla o cuña de madera apoyada en el mismo soporte de piedra, y, en la parte de abajo de la misma, se fijaban dos varillas, que   quedaban en equilibrio sobre las orillas de la losa, casi a ras del suelo. De tal manera que, al incauto pájaro que ponía sus patas en una de las varillas para comer el pan que había dentro, se le caía la losa encima sin escapatoria posible.

A estas alturas, como se ve, me resulta más fácil montar una paradera que describirla. Los pájaros que cazábamos habitualmente en las paraderas eran los que llamábamos “pájaros del salegar”, de la pechuga colorada, que no son otros que los pardillos, además de  los alegres perdiguines o verdecillas y las cardelinas de canto de cristal. Las cuyalbas, que abundaban en las eras y los astutos gorriones nunca caían en la trampa. Visto desde la distancia aquello me parece un crimen, pero entonces aún éramos inocentes. La única vez que me castigó un maestro -don Florencio, se llamaba- a quedarme encerrado en la escuela sin comer fue por cazar pájaros en el salegar.  Nunca le he guardado rencor. Pero esa es otra historia. Hoy sólo quería recordar este espacio olvidado del pueblo, el salegar, con sabor a sal, olor a oveja y revuelo de pájaros.

RECUERDO DE LA ROMANA DE VALDENEGRILLOS

Lo prometido es deuda.  Para animar un poco el forzado retiro con historias ejemplares de personas que eligieron voluntariamente la soledad, traigo hoy aquí, tras la historia de la monja Juliana, el caso de la Romana de Valdenegrillos, que con tanto interés han venido siguiendo los lectores habituales de “El canto del cuco”. Para los nuevos será una novedad. Sirva de recordatorio y de homenaje a este ser humano singular e indómito.

La mujer, que ha superado ampliamente los 90, vive sola en su casa del pueblo, una aldea acurrucada en la falda de la Alcarama, a una legua de Sarnago, mi pueblo, rodeada de estepas, sabinos y alimañas, sin un alma en muchos kilómetros a la redonda. Puede considerarse  la última resistente de  las Tierras Altas de Soria, la comarca más despoblada de España, que da soporte y cobijo  a  un cementerio de pueblos.

El Zacarías y la Romana, los dos últimos vecinos de Valdenegrillos, resistieron hasta que pudieron. El año 2012, si no me falla la memoria, antes de que se echara el invierno encima, tuvieron que dejar el pueblo por los achaques del hombre. El cura de San Pedro Manrique lo condujo al hospital de Soria, y se fueron a vivir, los dos, a casa de los hijos en la ciudad. Tuvieron que desprenderse de las gallinas, olvidarse del huerto, vender el burro y cerrar la casa, con la lumbre de la cocina aún humeante. Desapareció del paisaje la singular estampa de la Romana, una mujer valerosa, diminuta y enlutada, subida a su burro, que cada semana recorría, envuelta en su mantón, las dos leguas largas, por un camino pedregoso, hasta San Pedro en busca de suministros.

No aguantó mucho el Zacarías. Se entretenía en un huerto que tenía el hijo cerca de la ciudad.  Entraba y salía del hospital. Hasta que un día me encontré con su esquela mortuoria en la puerta de la concatedral. La Romana quería que lo llevaran a enterrar al camposanto del pueblo, pero al fin descansa en el cementerio soriano de El Espino al pie del becqueriano Monte de las Ánimas. No pasaron muchos meses del luctuoso suceso cuando me llegó la sorprendente noticia: ¡La Romana ha vuelto al pueblo! Parecía increíble, pero allí estaba. Y allí sigue. Completamente sola. En su lumbre de la cocina. Con la única compañía de una gata que le llevó Toño, el cura. Cada vez más cargada de años y achaques. En su solitario rincón ha superado el último invierno. No sé cómo sobrellevará la copiosa nevada de estos días. Cada semana acostumbra a pasar por su puerta el guarda forestal o la pareja de la Guardia Civil por si necesita agua, alimentos o medicinas. Ella parece feliz. Eso me dicen. El viajero curioso que se acerque a Valdenegrillos no tiene pérdida: si ve una casa entre las ruinas de la que sale humo de la chimenea, allí vive la Romana.

 

 

MUJER CON ALCUZA

Como contrapunto a esta historia singular y conocida de amor voluntario a la soledad, a la casa, al pueblo y a la tierra, dejo aquí un poema de Dámaso Alonso, “Mujer con alcuza”, de su libro “Hijos de la ira”, que refleja otro tipo de soledad, tremenda, que tanto se da estos días, sin apenas enterarnos, entre nosotros.

 

Y esta mujer se ha despertado en la noche,

y estaba sola,

y ha mirado a su alrededor,

y estaba sola,

y ha comenzado a correr por los pasillos del tren,

de un vagón a otro,

y estaba sola,

y ha buscado al revisor, a los mozos del tren,

a algún empleado,

a algún mendigo que viajara oculto bajo un asiento,

y estaba sola,

y ha gritado en la oscuridad

y estaba sola,

y ha preguntado en la oscuridad,

y estaba sola,

y ha preguntado

quién conducía,

quién movía aquel horrible tren.

Y no le ha contestado nadie,

porque estaba sola,

porque estaba sola.

Y ha seguido días y días,

loca, frenética,

en el enorme tren vacío,

donde no va nadie,

que no conduce nadie.