EL SALEGAR
En Sarnago había dos salegares, uno estaba en lo somero del ejido y otro en lo bajero de las eras. Eran dos lugares muy visitados por los pastores y por los niños. Los primeros conducían allí a las ovejas al atardecer a tomar la sal, y los muchachos montábamos allí las paraderas en las mañanas de primavera para cazar pájaros. Esto da idea de su popularidad y de su multiuso. Era un lugar inocente, que atraía a las aves del campo, a pesar de la crueldad de la cacería, observada con ojos de hoy. En el salegar y en el juego-pelota pasé parte de los ratos más entretenidos y felices de mi infancia. No sé por qué no lo había contado hasta ahora.
La Real Academia, siempre tan ajena al lenguaje y a la cultura rurales, sólo reconoce el término salegar como verbo: “Dicho del ganado, tomar la sal que se le da”. Procede del latín: “Salicare”, echar sal. Al menos, en las Tierras Altas, donde estuvo el centro de la Mesta, el salegar es un término tan común como fuente, piedra, árbol o canto. Su plural es salegares. Deberían poner al día el diccionario con términos enraizados en el pueblo, en vez de adoptar tantos horribles palabros ingleses.
El salegar era un espacio reducido, de menos de cien metros cuadrados, bien aireado y comunicado, en el que estaban plantadas una veintena de piedras gruesas o pedruscos con cara llana, separados unos de otros apenas por un par de pasos. No había más adornos ni complementos en el lugar. Todo era, pues, rudimentario. Si algún viajero curioso se acerca hoy al pueblo seguramente se sorprenderá y no encontrará explicaciones cuando se tropiece con esta armónica alineación de piedras en un especio reducido. Me imagino que aún quedan trazas de aquellos salegares, sobre todo del más lejano, mirando a la dehesa, situado entre praderas y ulagares, encima del camino que conduce al Bebederillo y a la cuesta de Horcajo y Las Abejeras. Sobre esos pedruscos se esparcían puñados de sal gorda, que las ovejas comían o lamían afanosamente, lo que las obligaba a beber luego mucha agua. Los ganaderos decían que era el mejor remedio contra la basquilla y otras enfermedades del ganado. En los meses de invierno les ponían bolas de sal junto a los zarzos.
Sea atraídos por la sal o por lo que sea, el caso es que una serie de avecillas acudía regularmente al salegar. Los muchachos lo sabíamos y no encontrábamos mejor entretenimiento en el buen tiempo, antes del verano, que ponerles allí trampas para cazarlas. Daba la mismo que estuvieran en plena temporada de cría. Estas trampas eran las paraderas. Tampoco este ingenioso artilugio tiene cabida en el diccionario, donde la palabra “paradera” se reserva para la compuerta del caz del molino y para una clase de red quieta para pescar. Describiré, si puedo, el curioso invento, utilizado desde siglos atrás: una losa y un cantil, que llamábamos cancil. Se levantaba la losa apoyada en el suelo y se sujetaba con un palo sobre el borde del cancil. Después se colocaba ese palo principal sobre una astilla o cuña de madera apoyada en el mismo soporte de piedra, y, en la parte de abajo de la misma, se fijaban dos varillas, que quedaban en equilibrio sobre las orillas de la losa, casi a ras del suelo. De tal manera que, al incauto pájaro que ponía sus patas en una de las varillas para comer el pan que había dentro, se le caía la losa encima sin escapatoria posible.
A estas alturas, como se ve, me resulta más fácil montar una paradera que describirla. Los pájaros que cazábamos habitualmente en las paraderas eran los que llamábamos “pájaros del salegar”, de la pechuga colorada, que no son otros que los pardillos, además de los alegres perdiguines o verdecillas y las cardelinas de canto de cristal. Las cuyalbas, que abundaban en las eras y los astutos gorriones nunca caían en la trampa. Visto desde la distancia aquello me parece un crimen, pero entonces aún éramos inocentes. La única vez que me castigó un maestro -don Florencio, se llamaba- a quedarme encerrado en la escuela sin comer fue por cazar pájaros en el salegar. Nunca le he guardado rencor. Pero esa es otra historia. Hoy sólo quería recordar este espacio olvidado del pueblo, el salegar, con sabor a sal, olor a oveja y revuelo de pájaros.