DEFENSA DEL COMÚN

Hay una característica de la vida del pueblo que no se ha ponderado suficientemente y que contribuye, me parece, más que ninguna otra a comprender la forma de ser del mundo rural y hace más lamentable su pérdida. Es lo que la distinguía -ya casi ni eso en los tiempos que corren- de la vida urbana, que va imponiendo su estilo hasta en la última aldea deshabitada. Me refiero a la importancia de lo común, o del común, como solía llamarse, o sea de lo que comparten todos los vecinos. Del término “común” viene  comunidad. La comunidad de vecinos, que se gobiernan a sí mismos en concejo abierto, constituye la razón de ser, el alma y el cuerpo de un pueblo y es la clave de la democracia comunera. Lo comunitario, el “nosotros”, modela y dignifica y, en parte, suplanta el “tú” y el “yo”, propios del individualismo ciudadano, y, de paso, genera  una corriente de solidaridad y un deber de hospitalidad, que son virtudes significativas de los viejos pueblos de Castilla.

Este sentimiento de compartir cosas con los demás -los pastos, el agua, los montes o “blancos del pueblo”, la leña, los pagos después de la cosecha, las rozas, la dehesa, la dula, la  cabrada,  el ejido, las cañadas, los caminos…- establece entre unos y otros un fuerte lazo de complicidad y de unión con independencia de los inevitables roces y desavenencias propios de la proximidad, porque, en los pueblos y aldeas, las paredes oyen, aunque sean de gruesa mampostería. Esa solidaridad se manifestaba de manera ostensible en la alegre, vistosa e inolvidable estampa  en la era cuando se acercaba la tormenta y a uno le  sorprendía con la parva tendida. Todos acudían a echar una  mano. O cuando en una casa fallecía el padre y,  ante el desamparo familiar, los demás vecinos se ofrecían a sembrar o a  recoger la cosecha entre todos.

A los antiguos campesinos no se les caía de la boca la defensa del común. Debían estar pendientes de arreglar los caminos después de las tormentas, de que llegara el agua a la fuente, de limpiar las acequias, de fijar  la corta de la leña de la dehesa, de sortear los pagos,  los pastos y rastrojeras, sin olvidar los conflictos de intereses, generalmente por la leña o los pastos, con los pueblos de alrededor que obligaban a estar alerta y que representaban la demostración viva de la defensa unida de lo común. En el caso de Sarnago, fue legendario durante mi infancia el interminable pleito con Fuentebella por unos terrenos fronterizos, en Moscares. O sea, “lo nuestro” servía de  aglutinante, frente a lo de fuera.

Esta combinación de economía privada y economía comunitaria marca, como digo, el estilo de vida en nuestros pueblos desde los tiempos antiguos. Es algo que está a punto de perderse con la “urbanización” del mundo rural. Una imagen que tengo grabada desde la infancia es la de los hombres en la plaza con la azada al hombro saliendo “de caminos” la mañana del domingo a toque de campana. Pero el ejemplo gráfico que más me viene siempre a la cabeza es,  en el final del verano,  el de la trilla en el ejido con todas las yuntas del pueblo, dando vueltas, unas en una dirección y otras en la contraria,  sobre la gran parva comunitaria, normalmente de centeno, cultivado en las rozas  comunales. Aquello era una fiesta colectiva. Con la venta de lo cosechado se pagaban  gastos de la comunidad. Tampoco olvido la emoción infantil de aquella calera, también colectiva, en medio del campo entre los trigales, que visitábamos de noche a la luz de las estrellas.

Con estos antecedentes se comprende mejor el acierto de las hacenderas promovidas por la Asociación de Sarnago. No es extraño que despierten interés y admiración fuera. Tienen más valor de lo que parece. Entroncan con la mejor tradición. Significan  la defensa y  preservación del común. Y contribuyen a recuperar el antiguo  espíritu comunitario, que es la razón de ser de un pueblo.