LA NOCHE DE SAN JUAN
Mi madre, que normalmente no era nada supersticiosa, contaba que, de joven, picada por la curiosidad, puso la noche de San Juan en el alféizar de la ventana un platillo con una clara de huevo y, cuando se despertó y abrió la ventana, se sobresaltó con lo que vio. El relente de la madrugada había formado nítidamente en el fondo del plato la imagen de un ataúd. Unos meses después murió mi padre. Tenía veintiocho años. De niño escuché en la casa infinidad de historias parecidas que ocurrían en esta noche mágica en la que se sucedían los prodigios, y en la que estoy escribiendo. Así que no se fíen mucho de lo que diga. De algunas de ellas me hago cargo en las Leyendas de la Alcarama, que arrancan precisamente al anochecer de este día cuando el buhonero y su hijo emprenden desde Sarnago el camino de San Pedro para contemplar el paso del fuego y oyen, al salir del pueblo, cantar al búho en la herrañe. Era el mismo camino que yo hacía de niño esa noche, de la mano de mi abuelo. Aún recuerdo la emoción que sentía cuando, envueltos en la oscuridad de la noche, sin más luz que la de las estrellas, veíamos a lo lejos hacia poniente, al alcanzar el Cerrillo Alto, el resplandor de la hoguera.
Aseguraba la abuela que si te lavabas esta noche en el agua clara del río antes de amanecer, estarías sano todo el año, y recomendaba coger flores de malva, de saúco y de romero antes de que les diera el sol y perdieran la gracia del rocío. Tendrían la virtud lo mismo para hacer sahumerios contra el constipado que emplastos para el dolor de muelas. Aseguraba también que el que lograra ver florecer a las doce en punto el helecho o la hierbabuena, y no digamos la verbena, planta sagrada donde las haya, sería afortunado todo el año. No podía faltar el cuento de “La Encantada”, con las recomendaciones oportunas. Si pasas esta noche junto a una cueva o cerca de las ruinas del castillo o de un riachuelo y ves a una mujer joven y muy guapa que se peina sus largos cabellos con un peine de oro mirándose a un espejo, lo mejor es que pases de largo, siguiendo tu camino, sin mirarla siquiera, si no quieres que ella te pase a tí el hechizo. “La Encantada” sólo puede perder el hechizo la noche de San Juan y para eso necesita que un incauto, atraído por su belleza, caiga en sus redes y le declare su amor.
Pero en las Tierras Altas el acontecimiento de la noche de San Juan era el paso del fuego en San Pedro Manrique, un rito ancestral, sometido a todo tipo de interpretaciones. Desde luego tiene que ver con las hogueras para iluminar la noche más corta del año y que es una tradición generalizada en medio mundo, de Oriente a Occidente, con gran arraigo en la cuenca del Mediterráneo y en los países del Norte de Europa, de sangre celta. Hay en esto, sin duda, una superposición de culturas. La idea de la purificación por el fuego parece que prevalece en la mayoría de las suposiciones. Se quema lo viejo parta estrenar lo nuevo. Y entonces sucede la exaltación, el júbilo. La luz prevalece sobre las tinieblas. Suena la música y corre el vino. Lo triste da paso al placer desatado. Ya se sabe: la que por San Juan sanjuanea, por marzo marcea. Etcétera. De niño yo contemplé con asombro la tradición del paso del fuego. Por todos los caminos llegaban en silencio los arrieros de los pueblos de las Tierras Altas para contemplar el acontecimiento. Era una fiesta sentida y recogida, casi íntima, al pie de la ermita, sin mixtificaciones, con las gentes del pueblo viviéndola de cerca. Ahora cuando he vuelto, después de tantos años, veo que el paso del fuego, con un anfiteatro moderno rodeando la hoguera, se ha convertido, sin perder del todo la emoción, en un espectáculo turístico y en un espacio ruidoso y abarrotado. Hasta ha dado pié a una marca de embutidos. Los sampedranos presumen de que sólo ellos tienen el privilegio de pasar la alfombra de brasas sin quemarse porque los protege la Virgen de la Peña. Aseguran también que el paso del fuego sólo ocurre aquí.
No sé si les perturbará algo lo que voy a contar. Ha caído en mis manos un precioso libro de la escritora italiana Mariolina Venezia, cargado ya de premios y titulado “Hace mil años que estoy aquí”, publicado por Gadir, la misma editorial de mis libros de la Alcarama, la que editó también el estupendo “Cristo se detuvo en Évoli”, de Carlo Levi, cuya lectura me incitó a mí a escribir lo que he escrito. Tanto el de Levi como el de Venezia sitúan su relato en la Italia rural y pobre del sur, en Matera, en la Basilicata. Pues bien, en “Hace mil años que estoy aquí” -para el crítico García-Posada, “la herencia de Cien años de soledad”-, leo lo que sigue: “En torno al solsticio de verano, el día alcanzó la duración máxima antes del declive. Los campesinos, desde la tarde, empezaban a amontonar las retamas en las calles y en las plazas. Se hacían fuegos para ayudar al sol a brillar en el cielo. Se recogía la ceniza para llevarla a casa, ahuyentar a los espíritus malignos y atraer la abundancia. Se cantaba. Se saltaba por encima de las brasas ardiendo, cada vez con el mismo asombro, para amancebarse y pasar las alegrías y las penas de la vida a otro cualquiera”. Así que nada nuevo bajo el sol, pero cualquier cosa puede ocurrir la noche de San Juan.