El canto del cuco

Cuaderno gris de Abel Hernández

LA LLAMADA DEL MONTE

Muy de mañana, una mañana soleada y cárdena en esta orilla de Madrid, con nieve en la cresta de Guadarrama, han venido, como cada año, los de la leña con su viejo camión. Alfonso, el jefe del negocio, tiene la espalda maltrecha. En un santiamén han transportado en carretilla y apilado los tres mil kilos de troncos de encina, a veinte céntimos el kilo, en el trastero de la casa. Cuando se han ido, un olor familiar a majada y a monte, procedente de los troncos apilados, ha invadido el ambiente.

He acariciado los troncos con mi mano de señorito antes de encender la chimenea. Su rugosidad me ha trasladado a los montes de Sarnago, donde domina el robledal, profanado con la plantación de pinos en tiempos de Franco. La repoblación de pinos aceleró la despoblación humana. Además del monte y el raso, las Tierras Altas de Soria se dividen en monte y sierra, perfectamente diferenciados. En la sierra pacían las merinas y en el monte, las churras y las cabras (las cabras, como se sabe, siempre tiran al monte). Para entendernos, en Oncala eran serranos y en Sarnago, montunos. Así nos llamaban. No conviene confundirse. La sierra es azul; el monte, oscuro; la sierra es etérea, y el monte, profundo. Quiero decir que el monte forma parte del alma del pueblo y de uno mismo.

De los montes de Sarnago bajaban siempre los troncos para el paso del fuego la noche de San Juan en San Pedro Manrique, como si fuera leña sagrada. Hasta hubo allí un monasterio, conocido como de la Virgen del Monte, que da nombre hasta hoy al paraje encantador -¿y encantado?- que rodea el antiguo cenobio. La tía Aquilina, que conocí de niño, con infundada fama de bruja, y el tío Antolín fueron los últimos santeros. Este fantástico lugar de monte y prados, atravesado por un riachuelo de agua clara, que abarca varios cientos de hectáreas, se lo jugó una noche al subastado “El Señorito” de San Pedro y lo perdió. El ganador fue un tratante de Berlanga, que se lo vendió a cuatro vecinos de Sarnago a partes iguales y a tocateja. Con el tiempo el cenobio, donde habitaba la lechuza, se transformó en majada y ahora es un cantarral.

Mientras hago lumbre con los troncos recién traídos, me traslado con la imaginación a aquellos montes de la infancia. De la Virgen del Monte subo por el bisel de la umbría hasta alcanzar el cabezo donde no sería raro que volara un bando de perdices. Atravieso el gayubar y desciendo  por el sabinar hasta la Dehesa comunal, donde vuelvo a oír el tac-tac-tac de docenas de hachas en la corta de la leña, rito obligado del otoño antes de la gran nevada. La vida dependía entonces del bardal y la despensa. Hoy el pueblo está vacío, como muerto, pero en el monte cercano la vida sigue creciendo por su cuenta.

SAN MARTÍN Y LA MATANZA

Ha llegado San Martín, el de la capa y el veranillo. ¡Pobres cerdos! Por San Martín azotaba a las Tierras Altas el primer ramalazo de frío y se inauguraban en el pueblo las matanzas, que seguían hasta bien entrado el invierno, cuando la nieve envolvía el caserío y convertía las calles en intransitables. El sacrificio del cerdo, con toda la familia asistiendo en el portal, festivamente, al rito sangriento, hace tiempo que ha dejado de celebrarse. La sensibilidad animalista actual lo impide.

Los que asistimos de niños con naturalidad, sin el menor sentimiento de compasión hacia el animal ni  de culpa, a semejante espectáculo,  aún no habíamos perdido la inocencia. Eso explica aquel alegre comportamiento nuestro, del que no nos arrepentimos. En cada casa la matanza del cerdo con el añadido de la cachuela era una fiesta familiar y gastronómica. No recuerdo que la muerte haya sido nunca tan celebrada y popular, salvo quizás la del toro de lidia en la plaza. Y uno no está seguro, sino todo lo contrario, de que el nivel ético de la humanidad haya subido desde entonces.

Seguramente por eso sigue vigente entre el pueblo llano, con un punto de crueldad justiciera, el antiguo y extendido refrán de que “a cada cerdo le llega su sanmartín”. Este dicho, con leves variantes, es también popular en otros países, como Francia, tanto como la devoción a  San Martín de Tours, el que, siendo soldado, partió su capa con la espada y le dio la mitad a un mendigo que estaba vestido de harapos y aterido de frío. Nadie  ha derogado todavía esta extendida sentencia popular, confirmada rigurosamente por la experiencia, aunque todo se andará. No faltarán los que aleguen que destila odio bajo la capa de hacer justicia.

Puede ser; pero la frase es un pozo de sabiduría y sentido común. Se aplica con evidente fruición a los poderosos que abusan de su poder. Líbreme el cielo de señalar hoy a nadie. Que cada cual aplique el cuento. Quevedo los describe bien: “Tales son las grandezas aparentes /de la vana ilusión de los tiranos, / fantásticas escorias eminentes”. Recurren a este refrán, sobre todo, quienes  sufren esos abusos y no tienen capacidad humana de evitarlos. La gente se consuela sabiendo que  no hay mal que cien años dure. Hay que  esperar pacientemente a que al abusador, al maltratador,  al tirano, le llegue inexorablemente su sanmartín. Para eso, la imaginación popular, desde tiempo inmemorial, echa mano de la lustrosa imagen del cerdo bien cebado, que sale orondo y confiado de la pocilga y es apuñalado , indefenso, en el banco de matar, rodeado con alborozo por chicos y grandes . Ocurre siempre por San Martín  cuando se recogen los membrillos aprovechando el veranillo breve, empieza un nuevo ciclo en el campo y pasan las cigüeñas por el cielo camino del Sur.

ENDRINAS, BIZCOBAS Y CALAMBRUJOS

Vale la pena descubrir los tesoros del campo en otoño. Se pueden encontrar hasta en las tierras más pobres, como la  de mi infancia, en la que no había frutales, salvo algún nogal suelto , como el del huerto del tío Patricio, un nogal espléndido en el costado que daba al barranco, entre los helechos. Siempre había estado allí. Era más que centenario. Un día el tío Patricio lo taló porque decía que daba mala sombra. Esos frutos silvestres de que hablo se ofrecen generosamente en la orla espinosa del monte, en los ribazos de las piezas o en la orilla de cualquier camino, casi en cualquier sitio, al alcance de la mano. El viajero que llega de la ciudad no los distingue. No sabe cómo se llaman ni a qué saben. Y el vecino del pueblo tampoco los aprecia demasiado, aunque los tenga en la puerta de casa. El ser humano no tiene remedio: desprecia lo que le dan gratis, aunque sea el olor de una rosa, el sonido de la lluvia o una noche serena y estrellada.

Aún quedaba alguna mora el otro día cuando anduve por El Valle soriano, y en el pinar cercano los seteros llenaban la cesta con níscalos y boletus. Ha sido buen año y, con estas lluvias, aguantarán hasta que hiele. He visto junto a las casas del pueblo, en el borde de un prado, un maguillo cargado de maguillas y, muy cerca, a unos pasos, un peral silvestre. Nadie les hace aprecio. Sin mucho esfuerzo, dando un paseo, llené en el barrio de arriba un cuenco de avellanas. Me quedé con ganas de bajar al río, donde, cerca del puente de Villar, no será difícil cosechar un puñado de dulces arándanos.

Pero lo que me ha devuelto por  unas horas a mi infancia ha sido la contemplación y el disfrute de tres frutos silvestres: las endrinas, las bizcobas y los calambrujos.  Cuando estas plantas florecen en las Tierras Altas es que ha llegado la primavera.

Este es buen año de endrinas. Hacía tiempo que no veía a los endrinos tan plagados de esos pequeños frutos negro-azulados como ciruelas diminutas, que en otros sitios son conocidas por arañones o pacharanes. Cuando las endrinas están maduras y han sufrido la primera escarcha del otoño, son dulces, ligeramente ácidas y muy agradables. Yo ya he probado alguna este año, algo áspera aún, no he podido contenerme. Es uno de los sabores de mi niñez. Entonces no conocía sus propiedades. Resulta que estas pequeñas ciruelas silvestres son ricas en fibra, vitamina C, calcio y potasio, y sirven para aromatizar el anís y otros licores. Permítanme aquí un pequeño descanso para brindar con una dulce copa de pacharán de Navarra.

Le toca el turno al escaramujo o rosal silvestre que en las Tierras Altas es conocido como calambrujo, o tapaculo por el poder astringente de su fruto.  Este nace verde, pero va transformándose en rojo hasta su plena madurez. Es, en realidad, la flor de la rosa justo debajo de los pétalos:  una pequeña bolsa ovalada llena de semillas. Lo que se come es la carnosa piel cuando el calambrujo está ya blando y maduro con el otoño avanzado. Sirve para hacer deliciosas mermeladas (aseguro que  he disfrutado con algunos tarros de mermelada de escaramujo) . También se usa en infusión o en salsas para acompañar platos de carne. He sabido que es una bomba de vitamina C, que previene gripes y resfriados, además de un buen remedio para la osteoartritis.

Nos queda el bizcobo, más conocido por majuelo o espino blanco. Su fruto , la bizcoba, es rojo, dulce y de un solo huesecillo redondeado. Se conoce en algunos sitios por pera de raposa.  Huesos de bizcobas se han encontrado en asentamientos humanos prehistóricos. Son un buen tónico cardíaco, ligeramente sedantes y relajantes musculares. Es famoso el “espino de Glastombury”, que florecía dos veces al año. Puede que por eso en mi tierra se llame bizcobo (bis es dos) a este árbol de la familia de las rosáceas.

El ejemplo más antiguo de majuelo que se conoce es “El Viejo Espino Hethel”, junto a una iglesia al sur de Norwich, en Inglaterra. Tiene más de setecientos años. Sospechan que lo plantaron en el siglo XIII. En la tradición local se dice que no hay que desprenderse de la ropa de abrigo hasta que florezca el espino. Y en la tradición gaélica, el bizcobo se asocia a las hadas y es un árbol sagrado que señala la entrada al otro mundo.

En fin, en el crudo invierno castellano, los frutos del bizcobo, el endrino y el escaramujo son la despensa de las aves del cielo.

EL HUERTO, ABANDONADO

“Alma, ¿qué has hecho de tu pobre huerto?”, pregunta Antonio Machado. “Aún hay rosas en él, y ellas, por cierto, mejor perfuman cuando son tardías”, responde el eco optimista de Leopoldo Lugones.

Siempre me ha parecido que, más que las casas vacías o ruinosas de los  pueblos o la soledad y el silencio de sus calles, son los huertos  vacíos  el  símbolo mejor de la España vaciada. Pocos paisajes son más deprimentes que  un huerto abandonado, en el que se borra la geometría  de los surcos y la estudiada armonía de los cultivos, deja de oírse  el rumor  del agua de la acequia y  la tierra se desordena y  se asilvestra sin la presencia humana. Con el cultivo del huerto  empezó la cultura. (De cultivar viene la palabra cultura). Una pieza del páramo que se quede lleca seguramente  tendrá otra vida. Nacerán allí plantas silvestres -aulagas, tomillos, espliego, endrinos, retamas, escaramujos…-, recuperando su naturaleza original cuando no había penetrado en sus entrañas la reja del arado. Un huerto, no; un huerto sin cultivar  es una contradición, un retroceso humano.

He vuelto a ver el huerto de mi hermano. Él lo dejó cantado en un largo poema: “El Huerto del Cura / de Valdeavellano / está siempre abierto / aunque esté cerrado…” En la fachada norte se ha secado el castaño de fuera y sigue intacta la  tapia de piedra que da a la carretera. También se ha secado el jazmín, pero con las últimas lluvias  parece que   revive. Asoma, junto a la pared, el laurel, que ha sobrevivido milagrosamente a las sequías. En sus ramas solía hacer su nido el mirlo cada primavera. La última vez tenía cuatro huevos azules y lo cubrió la nieve  en Semana Santa, cuando acostumbra a sacudir a estas tierras del alto Duero un ramalazo del invierno tardío.

 Desde fuera se divisa también la brillante copa del viejo peral, que aún resiste y, después de la poda caritativa que alguien le hizo, está cargado de fruta este año. A su sombra acostumbrábamos a pasar el rato cuando apretaba el calor. También destaca por encima de la tapia el fresno del rincón de abajo. Me decido a entrar. Tengo una mezcla de curiosidad y de temblor.  Desde que  murió mi hermano, hortelano virtuoso, no he vuelto a pisar su huerto. Hasta entonces era  la primera visita obligada cuando llegaba al pueblo.

 Abro el portón  de hierro de   color marrón desvaído. Todo es reconocible. La tapia que da al sur está desportillada, dando facilidades a las alimañas del campo. Ha desaparecido el saúco que cubría el pozo. Todo está cubierto de hierba y de matojos. Un hato de nueve carneros blancos, del rebaño de un vecino, ramonean por las orillas y van comiéndose la hierba y la maleza. Ni rastro de los lilos, ni de los fragantes rosales antiguos de olor original. En la pared de la izquierda están rotas las cuerdas donde mi madre tendía la ropa.

Voy con cuidado. Entre la maleza puede hospedarse alguna víbora . Entre la broza, los  altos ciruelos  están cargados   de dulces ciruelas claudias, casi inaccesibles. Los borros siguen haciendo su trabajo de limpieza . Las parras sin podar, asilvestradas, arrastran sus ramas por el suelo. No hay tablas de alubias ni surcos de patatas; no quedan eras de fresas, ni puerros, ni tomates… Me rindo, es suficiente. Me abro paso entre  el yerbizal.  Me consuelo a mi manera. Pronto, en pleno invierno, volverán a crotorar las cigüeñas  en la torre . Y puede que en primavera Ramón y Sara vuelvan a plantar el huerto. Al salir chirría la puerta oxidada

MAÑANA ME VOY

Después de una larga ausencia, reanudo hoy este blog. Espero que los lectores habituales, si  es que aún queda alguno después de tanto silencio, me disculpen. Necesitaba un descanso para reflexionar y ponerme al día. Al final, no puedo dejar de lado lo que pasa en el mundo rural. Así que vuelvo donde solía, con el propósito de reanudar la presencia semanal, cueste lo que cueste. Vuelvo con un libro entre las manos, que también habla de volver, aunque parezca lo contrario.

“Mañana me voy” (Abada, 2023)  es el título de un libro de Víctor Colden que acaba de aparecer y que he leído de un tirón. Me ha interesado tanto porque me toca de cerca. Se trata de una caminata del escritor, en seis etapas, por las solitarias Tierras Altas de Soria, la patria de mi infancia, con epicentro en Sarnago. Es, como se sabe,  mi territorio vital y  literario. Confiesa el autor que llevaba en la mochila mi libro “Historias de la Alcarama”, que, en cierto modo, le ha servido de guía e incitación. Colden con el macuto a la espalda recorre por caminos de herradura, pistas forestales, veredas y carreteras solitarias, en jornadas agotadoras, un tramo del Sendero Ibérico Soriano -GR-86- desde Magaña a Yanguas, con parada obligada en San Pedro Manrique para reponer fuerzas. Fuentes, Las Fuesas, El Vallejo, Vea, Taniñe… El viaje, que arranca en la ermita de la Soledad de Carrascosa, sucede en primavera, una de esas primaveras sorianas con nieve en los abrigos del monte, algarazos, “ciercera” y un solecillo tibio en lo bueno del día.

Uno se imagina al escritor bien pertrechado caminando por esas soledades sin encontrarse un alma, salvo acaso, cerca de Villar del Río, a un pastor marroquí. Ya no hay arrieros por los caminos en esta comarca desolada, convertida en un cementerio de pueblos y en el mayor desierto demográfico de Europa. Y, sin embargo, “¡cuánta belleza! -exclama en un momento del recorrido-; es sin duda uno de los parajes más bonitos que haya visto jamás. ¡Cuánta belleza, ultrajada por los aerogeneradores que rematan las cimas! ¡El destrozo paisajístico es de una brutalidad incompresible!”  Es lo que está pasando. Así no hay futuro que valga. Están cargándose lo que quedaba: la austera y pura variedad del paisaje: “altos y cresterías -resume Víctor Colden- , eriales, breñas y estepas, laderas aterrazadas, sierra, dehesa, soto fluvial…”

Todo el viaje es un soliloquio. El autor va hablando consigo mismo mientras toma  nota de lo que está viendo. El lector le acompaña conmovido escuchando sus confesiones y sus dudas sobre la vida, la libertad, el amor, el silencio, la soledad  y su  vocación de escritor viajero. Al final, él no tiene  más remedio que reconocer que “todo viaje es un viaje interior”.  En este, que  termina con dolor de pies y del alma, explora las dos vertientes: la interior y la exterior. Esa es su gracia. Tiene mérito. Lo hace con una prosa limpia y aseada. Antes de emprender el viaje Víctor Colden se preguntaba: ¿Por qué Soria? Y  responde: “Soria es un imán”. Pues eso. Por eso vuelve siempre el cuco.

REGRESO AL PUENTE DE GARRAY

La cita familiar del otoño, hasta que murió mi hermano, era, como tengo contado aquí, en Garray, al pie del cerro de Numancia, junto al Duero, que este año baja menguado por la sequía, aunque ahora vuelve a llover con fuerza sobre los álamos de la orilla. En la popular tasca de “El Goyo” no faltaban nunca el sabroso picadillo, las setas de cardo, las alubias con chorizo y las chuletas de lechal.

 Desde niño me ha impresionado este lugar. Es un rincón en el que confluyen la historia, las aguas, los pájaros de paso, las aceñas y las merinas de la trashumancia, un paisaje singular envuelto en el machadiano campillo amarillento “como pardo sayal de campesina” y en la exuberancia vegetal que ciñe la austeridad del mítico y solitario cerro. “Y los llanos, abajo, -dice el poeta de la tierra, Fermín Herrero- de rastrojos y piezas recién labradas, lomas de encinares, cerros de ceniza e hileras de chopos  que fijan los riachuelos”. Y añade: “Que me quede con su pureza, y sople el viento y todas las recordaciones sean albergue y emoción, nunca holladas”.

Recuerdo mi asombro cuando, con ocho o nueve años, viajé por primera vez a Soria, en “La Exclusiva”, y contemplé, además de la luz eléctrica en la capital, que aún no había llegado al pueblo, el puente de Garray, donde el Tera se rinde y cede generosamente sus aguas al Duero, el río de Castilla. Me impresionó. En Sarnago no había río, sólo barrancos y riachuelos con pasarelas de piedras. Hasta entonces el puente más grande que había visto era el de dos ojos del Linares, apenas un hilo de agua recién nacido, cuando bajábamos al molino o al mercado de los lunes a San Pedro Manrique.

 En este vórtice se siente como en pocos lugares la confluencia de las civilizaciones. El mismo nombre de Garray, tan parecido a Garay, parece hacer referencia a un enclave vasco en el corazón de la Celtiberia. Cerca discurre el río Zarránzano, que lo confirma. Aquí se asentaron antes  las legiones romanas con Escipión al frente, y los pelendones numantinos prefirieron morir a rendirse, como se sabe. Eran tiempos en que la épica aún dominaba, para bien o para mal, la historia humana.  Al pie de la ladera, por si faltaba algo, destaca la ermita románica de Los Mártires, cargada de belleza y de misterio. Y en la salida del pueblo, donde se bifurca la carretera -una se encamina  al puerto de Oncala en mis Tierras Altas y la otra se encarama  al de Piqueras camino de Logroño- nos sorprende un dinosaurio de tamaño natural. Puede que aún quede alguno vivo por estas soledades.

LA CABRADA

Las cabras son el remedio natural para que no arda el monte. Sólo por eso merecen protección y que alguien las defienda de la mala fama que tienen que soportar desde antiguo. Vuelvo a la infancia.  Lo recuerdo bien. Al punto de la mañana sonaba en el pueblo la cuerna del cabrero. El bronco sonido del cuerno de toro, que iba de casa en casa, a reo vecino, cuando no había cabrero titular, resonaba en las calles. Era la señal  para soltar las cabras, que habitaban los bajos de las casas, en la majada de las ovejas, entre canales y zarzos. Las cabras eran una mina familiar, fueran cornudas o mochas, primalas o andoscas, para todo hijo de vecino. Por lo pronto procuraban la leche del desayuno, recién ordeñada, el queso blanco y crujiente, fabricado en pequeñas encellas con cuajo natural, y el delicioso requesón. Los cabritos constituían el producto más rentable y la gloria de la cocina en las grandes ocasiones.

De todos los portales iban saliendo con relativa docilidad los animales, hasta confluir todos los  hatos en la gran cabrada, mandada por los arrogantes  bucos, que hacían confrontación de cuernos y dejaban en el aire un fuerte olor a almizcle. Al frente de ella iba el cabrero, con su chucho, un perro  servicial, sin raza, engendrado en la calle. Me viene aquí la estampa inconfundible del Aurelio, el último vecino de Sarnago, que terminó de alcalde de sí mismo, un mocetón tosco, de no muchas luces, equipado con zahones y abarcas, la manta al hombro y un “trosquil” de pan y queso o tocino de íntima en el zurrón. Y no me olvido, llegado a este punto, de la figura grácil de Miguel Hernández, el cabrerillo de Orihuela,  con el zurrón cargado de poesía.

La cabrada encontraba su hábitat natural en el monte. A su paso quedaba limpio de matojos, ramas  e impedimentos, que arden como la yesca en el horno de agosto y hasta que llegan las lluvias otoñales. De ahí el dicho malicioso de que la cabra tira al monte. Las cabras se han cargado de mala fama sin merecerlo, posiblemente por influencia bíblica, que habría que revisar: a la derecha, los corderos, que son los buenos, y a la izquierda, los cabritos, que son los malos. Estás como una cabra, es una niña caprichosa (capricho viene de cabra), ese tío es un cabrón, etcétera. El lenguaje popular está cargado de maledicencia contra estas criaturas duras, independientes, ligeramente ácratas, lo que aumenta su encanto, animales domésticos, razonablemente casquivanos, de poco gasto, mucho beneficio y alto valor ecológico.

Desde que ha desaparecido la cabrada, el monte está intransitable, los caminos se cierran, los matojos, rebollos, espinos y zarzales invaden la pradera.  El monte está indefenso ante el fuego exterminador.

LA CASA CAÍDA

La vuelta al pueblo es siempre un regreso a la infancia. Supone un choque interior, un reencuentro sentimental, doloroso, con uno mismo. Pesan las ausencias, aunque  casi todo sigue siendo reconocible: el camino de San Pedro por el que avanza el coche lentamente levantando una nube de polvo, las rastrojeras calcinadas del final del verano, las ruinas del monasterio templario de San Pedro el Viejo, las lomas sin ribazos, arrasados por la concentración parcelaria, las paredes de losas desportilladas, las ribaceras de la Solana escalonadas hasta el cerro del Castillo, con oscuras aulagas, escaramujos  y tomazas de botones amarillos. Al fondo, la mítica Alcarama, donde sube el pinar,  y que amenazan ahora  con profanarla con  aerogeneradores

En las eras vacías, sin tamo ni granzas, con las últimas tormentas han brotado los espantapastores, y en las paredes, medio caídas, se ve aún alguna cuyalba resistente, último vestigio de entonces. En los zarzales de los prados del Cerro empiezan a madurar las moras y están llegando puntualmente las aves de paso: letujas, petirrojos y culirroyos. Si observas con atención, no faltará algún cazador, venido de fuera, recorriendo con su perro rastrojos, esparcetas y llecas para comprobar si este año hay codornices, cada vez más escasas, cuando se abra la media veda el día de la Virgen.

Para un natural de Sarnago, agosto, que tiene nombre  de emperador romano, será siempre el de la recogida de la cosecha. Pero es también el de la fruta,  un mes frutal, virgiliano. Es imposible no recordarlo. ¡Aquellas dulcísimas y rezumantes ciruelas claudias de Cornago! ¡Aquellas cajas de olorosos melocotones de Calanda! ¡Aquellas banastas de peras de Don Guindo de Aguilar del Río Alhama!  Quien en agosto ara, despensa prepara (Hace tiempo que están arrumbados los arados). En Sarnago era el mes de la dula en la dehesa, de las tormentas, del riego a reo en las huertas, de las maguillas y de las magüetas o fresas silvestres. Lluvia en agosto, miel y mosto, para alegría de los colmeneros y de los hortelanos. Y más en años como éste, en el que la persistente sequía ha dejado los campos calcinados y las fuentes secas.

En fin, tengo que confesar algo: este año me he resistido a volver a Sarnago. Hay una razón: la casa en la que nací y en la que pasé la infancia,  la casa de mis sueños y de mis libros, la casa de mis antepasados, mi casa, se está derrumbando. Todos mis esfuerzos para mantenerla en pie han sido inútiles. Y, con ella, algo muy importante se muere dentro de mí.

LA COSECHA

 Me he escapado al mar. Es el encuentro acostumbrado de primeros de julio y tiene  para alguien de tierra adentro como yo un efecto liberador. Me libra por unos días de los miasmas de la actualidad, del frenesí político que suele intensificarse en estas fechas y que seguiré desde la distancia. En la orilla, entre cuerpos gloriosos, y otros no tanto, el alma se distrae, se purifica  y se serena. La mayoría de los vecinos de Sarnago de la generación de mi abuelo murieron sin ver el mar. ¡Una lástima! Me asombra siempre el mar, disfruto oyéndolo respirar, pero me meto en él con prevención, aunque haya bandera verde. De muchachos en el pueblo, cuando el calor apretaba, nos metíamos desnudos en la charca de las Abejeras, cubierta de aneas, con las ranas saltando de los juncos de la orilla entre nuestras piernas encenagadas.

Tumbado en la hamaca, bajo la sombrilla, cierro los ojos y me vuelvo a aquellos veranos azules de la infancia. Es un tiempo que no volverá y que lo veo ahora como una etapa de libertad y de plenitud. Es el tiempo de la cosecha. Se recoge lo que se sembró, y gracias, como en la vida. Me veo otra vez rodeado de moscas y de polvo, entre nubes de saltamontes y mariposas y el canto monocorde de las chicharras. Los segadores trabajan en cuadrilla, a tajo parejo. Unos llevan boina y otros sombrero de paja. Brillan las hoces entre la mies pajiza con espiga de oro. Apenas suena el roce áspero de las zoquetas. Si en un descuido la hoz hiere la mano, se echa vino en la herida y, si se ha acabado, se mea uno encima de la carne sangrante. Un segador rompe a cantar mientras avanza en el tajo, seguramente para espantar los males.

Siegan encorvados bajo un sol de justicia. El sudor cubre sus rostros endrinos y afilados. Detrás va el atador, con el garrotillo en la faja. Recoge las manadas tendidas en el rastrojo y forma fajos con los vencejos de bálago humedecidos. Con los fajos levanta luego el fascal, construcción piramidal y sabia. Diez fajos de trigo es una carga en las artolas y el año de buena granazón darán una fanega. A la sombra del fascal, si no hay en el ribazo un bizcobo o escaramujo, reposan la fiambrera, la bota y el botijo. Las ardientes rastrojeras, recién segadas, sobre todo las de centeno, hieren las piernas morenas de los muchachos, que quedan convertidas en cuadros de  vanguardias abstractas.

Cuando salgo de la ensoñación y abro los ojos, el mar seguía allí.

 

EL INVIERNO DE LOS PÁJAROS

Ya habrán regresado las cigüeñas a los campanarios de Castilla. Son más fieles que los humanos. De un tiempo a esta parte la mayoría de ellas ni siquiera cruzan el Estrecho. Muchas bajan, con los primeros fríos, de los páramos del Norte a  las dehesas extremeñas o andaluzas, donde antes  careaban en invierno los nutridos rebaños trashumantes de los merineros de la Sierra. Y allí se quedan, como las grullas. No sé si este comportamiento de las aves de paso tiene que ver con el calentamiento global. El caso es que cada vez se debilita más, hasta casi diluirse, el ritmo marcado por las estaciones, lo mismo que la fruta del tiempo en la frutería del supermercado.  Desde luego, las cigüeñas no esperan a San Blas, como tenían convenido desde antiguo,  para plantarse de nuevo, como una graciosa o inquietante interrogación, sobre las espadañas de las iglesias vacías.

También yo he vuelto hace unos días a Soria. Uno vuelve siempre, aunque sea de paso, a la patria de su infancia. Era un día helador, que, gracias a la mascarilla, no cortaba el aliento; pero el frío se metía en los huesos. En la Cebollera y en los puertos de Oncala y de Piqueras se veían girones de nubes arrastradas por el viento. Se adivinaban los algarazos. “Amarguras”, los llamaba mi madre. Era viernes. Aprovechando el solecillo de mediodía las gentes tomaban el aperitivo en la plaza de Herradores y en los bordes de El Collado. Entre las mesas picoteaban los gorriones, cuya población está reduciéndose allí tanto como la de sus vecinos,  los seres humanos. En la entrada de la  Dehesa he visto un gorrión muerto, puede que de frío.

 Me he acordado, mientras me acercaba entre seres embozados a la librería Las Heras a preguntar por mi libro de la Alcarama que ha reeditado Pepitas, de  aquellos días crudos de invierno en el pueblo, con la nieve cubriendo las calles, los tejados y los campos. Las urracas y los gorriones buscaban refugio en los corrales del Horcajuelo para pernoctar, y nosotros acudíamos, con increíble crueldad, en plena noche, con un farol en la mano,  a sorprenderlos  en su cobijo nocturno y cazarlos salvajemente. No era menos salvaje la espera a traición, bajo la ventisca, con la escopeta en la mano , de las cándidas malvices que acudían al anochecer  a dormir en la espesura del espinar de la dehesa. Entonces no veíamos maldad en estas  despiadadas acciones. “Ave que vuela, a la cazuela”, era la norma en una sociedad de subsistencia.

Hoy lo primero que hago cuando me levanto es dar de comer a los pájaros. Sigue siendo para mí un misterio por qué cantan al amanecer.  Les pongo pan en el porche de mi pequeño jardín y acuden los gorriones, los mirlos, la pareja de tórtolas turcas -las del  lúgubre canto-, las torcaces, también emparejadas, y alguna urraca suelta, que asusta a la concurrencia. Hace tiempo que no veo al petirrojo, que era ya como de la familia.  Leo hoy en el periódico lo que dice la naturalista, experta en aves, Jennifer Ackerman: “Una de cada ocho especies de aves está en peligro de extinción por el cambio climático y la pérdida de hábitats”. En las Tierras Altas de Soria, de donde vengo, también contribuye a este desastre, la proliferación salvaje de parques eólicos y fotovoltaicos, con lineas de alta tensión que invadirán el aire de los campos y poblados. El invierno de los pájaros y de los insectos será el invierno de la Tierra.