LA DESPENSA NATURAL

por elcantodelcuco

A Chiqui por su amor a las plantas y su magnífico blog

Ahora que está en auge la alta cocina dispuesta con productos naturales del entorno, de lo más variopintos y curiosos, hasta no hace mucho despreciados, y cuando proliferan las iniciativas comerciales sobre medicina natural -Soria Natural, sin ir más lejos-, voy a hacer un repaso, hasta donde la memoria me alcance, de los frutos del campo que comíamos de niño en Sarnago sin encomendarnos a Dios ni al diablo; o sea, sin conocer sus propiedades o sus peligros. El primer acontecimiento de mi vida de que tengo memoria clara es una fuerte intoxicación o envenenamiento, cuando tenía apenas tres años, que me puso, según me han contado, al borde de la muerte. Quedó por lo visto claro observando lo que arrojé por mi boca que me había hinchado de comer “cuquillos”, los pequeños frutos rojos de una enredadera silvestre. Nunca más se me ocurrió probarlos. Pero, en general, todo el mundo en el pueblo sabía distinguir lo que era comestible de lo que no. En caso de duda, como pasaba con las setas, la gente era precavida y prefería no exponerse a un disgusto serio. Lo que no conocíamos ni sospechábamos eran las virtudes que tenía para nuestra salud esa despensa natural.

En esas Tierras Altas, frías, áridas, pobres y montañosas, los frutos del campo tienen más sabor. Allí prácticamente no había frutales, porque las heladas tempranas acabarían con el fruto en flor. Nos quedaban las sabrosas moras de zarzal, que recogíamos, nada más empezar a madurar, en frescas hojas de berza, y al final del verano, en rezumantes cestas. Pero recuerdo que también nos comíamos, después de pelados, los brotes verdes de la zarzamora Las endrinas había que recolectarlas después de las primeras heladas a comienzos de otoño. Perdían entonces la aspereza y se ofrecían ya blandas y dulces para saborearlas directamente o para meterlas en la botella de aguardiente. Un pariente cercano del endrino era el bizcobo, que, entre otros nombres, se conoce por majuelo o espino albar. En los ribazos de los campos de labranza, cubiertos de flor blanca, los bizcobos han sido siempre la alegría de la primavera. Su fruto pequeño y rojo que envuelve una sola semilla posee, según he sabido ahora, además de una concentración de vitaminas, ciertas propiedades comprobadas para mejorar los problemas circulatorios y del corazón. Sirve también para mermeladas y para dar sabor al vino y al brandy. En Inglaterra es legendario el “espino de Glantosbury”, que florecía, hasta que murió, dos veces al año (me imagino que esa es la raíz del nombre de “bizcobo”). Allí se venera “El viejo espino Hethel”, junto a la iglesia de esta pequeña localidad, que tiene más de setecientos años. ¡Cuántas generaciones habrán visto algunos de los bizcobos de Sarnago! En la tradición gaélica el espino blanco señala la entrada al otro mundo y se relaciona con las hadas y con las rutas místicas.

Vecino de éste es el calambrujo, como se llama a este familiar arbusto en las Tierras Altas, conocido, en general, por escaramujo o tapaculo. Es un rosal silvestre con hermosas flores rosadas elementales, de apenas cuatro hojas, que algún gracioso llamó rosas de perro y con eso se han quedado. Su fruto, de color anaranjado-rojizo, cuando madura, es una bolsa de semillas y un concentrado vitamínico, con una extraordinaria carga de vitamina C. Su alto contenido en taninos convierte al calambrujo en astringente, arma eficaz contra la diarrea; de ahí lo de tapaculo. En algunos sitios como en Inglaterra fabrican con la piel del escaramujo estupendas mermeladas. Y en este apartado de plantas medicinales, no podemos olvidar la gayuba, también llamada uva de oso o uva de zorro. Es una planta rastrera que alfombra de verde los brezales del monte. Todos los intentos de aclimatarla al costero de mi jardín en Las Rozas de Madrid han sido inútiles. Sólo se cría en las tierras pobres y montañosas. Sus propiedades medicinales son asombrosas. Su fruto rojo, bien conocido en botica, da pie a fármacos contra las enfermedades urinarias, cistitis, piedras en el riñón, etcétera, además de ser diurético y servir para curar heridas. Las hojas sirven para curtir pieles. Nosotros nos comíamos las gayubas porque nos gustaban y consumíamos en el monte, como si fueran palomitas de maíz, puñados de “gapas”, como llamábamos a las arracimadas y dulces flores del gayubo, blancas con fino borde rosado.

En esta despensa de la naturaleza no faltaban las maguillas, o pequeñas manzanas silvestres, las magüetas o fresas salvajes, que en otros sitios llaman mayetas, las bellotas, los espárragos silvestres, las pomas, las nueces y avellanas, la grosella y los arándanos. Ni siquiera hacíamos ascos a los virotes de las berzas. Con uno de estos virotes dulzones me obsequió en El Vallejo la tía Romualda, la bizmera, cuando bajé de niño en busca de la gargantilla para curar a la cochina recién parida. Y me quedan tres productos naturales, que consumíamos habitualmente, con no poco deleite, y de los que no he logrado tener referencias ni equivalencias. A veces he pensado que alguno de ellos, a juzgar por ciertas experiencias extrañas de la infancia, podía tener poderes alucinógenos. Son estos: el “perque”, una cebolleta dulce de la que emergía en el robledal una flor morada, que nos daba la pista para dar con ella; el “amugue”, un tubérculo pequeño como una bolita, que descubríamos en la pradera porque correpondía a una hierba con una raya blanca; y, en fin, las “aciablas”, unas pequeñas plantas con hojas anchas que sabían a limón y que brotaban arracimadas en las eras después del verano, lo mismo que los “gallos” o espantapastores.

Todo eso consumíamos. Seguro que me olvido de otros frutos que se ofrecían generosamente a la mano y que no despreciábamos. La sabia naturaleza era nuestra despensa habitual, quién sabe si también la guardiana de nuestra salud. Me ha parecido bueno el recordatorio para que esto no pase al olvido, como tantas cosas.