El canto del cuco

Cuaderno gris de Abel Hernández

Mes: agosto, 2015

UNA VISITA AL PERIGORD

Este verano no he podido acudir a la cita obligada de Sarnago en agosto, cuando la fiesta y las móndidas. Lo he sentido de veras. Lo compensaré en otoño cuando el monte se viste de cobre y el silencio total envuelve el caserío y los campos. Tengo una explicación. Dos amigos franceses, Claude y Jacqueline, profesores recién jubilados, de los que ya he dado aquí en otra ocasión noticia somera, tuvieron a bien invitarnos a Pilar y a mí en esas fechas a su casa de Archignac, un pequeño pueblo del Perigord, en la Aquitania. Después de varios aplazamientos por dificultades insalvables de agenda, al fin pudimos visitarlos. No ha sido un viaje en balde. De allí vuelvo cargado de imágenes inolvidables, de buenos sentimientos y de algunas ideas. He comprobado que Henry Miller no anda descaminado en su juicio. “Es una tierra -dice- celosamente encantada, apropiada para los poetas y que sólo ellos tienen el derecho de reivindicar como propia. Es lo más parecido al paraíso…Puede que un día Francia deje de existir, pero el Perigord sobrevivirá, lo mismo que sobreviven los sueños de los que se alimenta el alma humana”. Lo suscribo.

Jacqueline y Claude tuvieron noticia de mí y de mis libros en Sarnago hace unos años. Ocurrió una tarde que cayeron casualmente por allí, desde Trébago, para escuchar a Abel Vitón recitar en la plaza la leyenda de Alvargonzález. Son dos franceses ilustrados, llenos de curiosidad, trotamundos, que conocen España de cabo a rabo y la aman. Con mis libros de la Alcarama ella ha dado clase de español a sus alumnos. Este año ha sido pregonera de las fiestas de San Lesmes en Burgos. Nos vimos en Madrid, nos vimos en Sarnago y en todo momento hemos mantenido el contacto y la amistad. Como historiador, difícilmente podíamos encontrar mejor guía que Claude Lacombe para recorrer esta hermosa comarca del Perigord “Noir”, cargado de historia y de leyenda, poblado de castillos, rodeados de bosques de castaños, de nogales y de frondosos encinares. A cada paso nos sale al encuentro la Edad Media en medio de la frondosidad y de la vida moderna. Es imposible desprenderse de la imagen de las altas casas de piedra dorada con el puntiagudo tejado de lajas oscuras. Dicen que se llama el Perigord Negro por el tono oscuro de sus bosques de encinas; pero cualquier viajero no avisado atribuiría el calificativo al color de sus tejados. Sea como fuere, es una hermosa postal constante a cada paso que das.

Archignac es un pequeño pueblo, con una iglesia románica bien cuidada. Abunda en la comarca, que sigue siendo básicamente campesina, el románico rural rudimentario, lo mismo que en las iglesitas de las aldeas sorianas. La diferencia es que allí no hay pueblos deshabitados, y todos ellos, por muy pequeños que sean, mantienen el Ayuntamiento y siguen teniendo categoría de municipios. Las estrechas carreteras que unen, serpenteando entre las altas arboledas, los numerosos pueblecitos están todas asfaltadas -no como el camino de Sarnago-. “Mira -dice Claude, señalando un edificio señorial entre la fronda en un pequeño caserío perdido- es la casa del presidente de Coca-Cola en Europa, y por aquí tienen su vivienda conocidos catedráticos de Universidad”. No me extraña. Del orgullo de sus gentes y de la independencia de sus nobles, que habitaron los numerosos castillos y fortalezas que contemplamos, da idea el siguiente diálogo entre Adalbert, conde de Perigord, y el rey Hugo Capeto: “¿Quién te hizo a tí conde?”, preguntó el rey. “¿Quién te hizo a tí rey?”, le respondió el conde. En esto se parecen a los viejos castellanos -Castilla significa precisamente tierra de castillos-, a los comuneros y al “nadie es más que nadie”. Otra cosa que yo no sabía, o no recordaba, es que en Francia están prohibidos los partidos independentistas. Otro gallo nos cantaría si aquí ocurriera lo mismo. Y he comprobado que la fuerza del francés no deja espacio a la lengua de Oc ni al resto de idiomas regionales. También he apuntado en mi libreta el esmero con que cultivan en el Perigord los productos agroalimentarios, base principal de su economía y de su deliciosa gastronomía: confit de oca, magret de pato, pastel de nueces, paté trufado, ¡ah, la trufa o diamante negro!, la tortilla de setas, los higos con foie, el pastel de nueces, el licor de castañas… y el vino, claro, el vino tinto que alegró a Montaigne y a Rabelais. Hace tiempo que vengo pensando que la industria agroalimentaria de calidad, junto con el turismo, también de calidad, debería ser la base del desarrollo soriano. La visita al Perigord me ha confirmado que eso no es ninguna ensoñación.

En fin, tres momentos inolvidables de este viaje han sido la visita a Domme, una ciudadela medieval, edificada en un promontorio sobre el valle del rio Dordoña, La Roque-Gageac, que obtuvo el título hace unos años de “pueblo más bello de Francia” y la joya también medieval de Sarlat, la capital del Perigord Negro. Las tres eran un enjambre de turistas. La “acrópolis” de Domme acogía además ese día un mercado de productos del campo. Los tenderetes chocaban con la solemnidad de las piedras. Se conservan restos de la muralla y el castillo del siglo XIV y sobresale en la entrada la Porte des Tours, que sirvió de cárcel de templarios. Hasta setenta llegaron a estar allí encerrados, que grabaron en la piedra signos sobre su inocencia y mensajes esotéricos que el viajero aún puede contemplar hoy. Destaca en el conjunto del poblado la cuidada unidad de estilo de las altas casas de piedra clara, cubiertas de tejados oscuros y balcones floridos. Esta armonía de la edificación brilla más si cabe en La Roque-Gageac. Sus castillos y casas, en la ladera de un abrupto acantilado, coronado de frondosas encinas, mantienen un estilo armonioso. Los edificios están acurrucados contra la escarpada roca y asomados a las aguas limpias del Dordoña. Por el rio navegamos en una gabarra, recorriendo la ruta de los castillos y rodeados de centenares de coloridas canoas en un espectáculo imborrable. Sarlat, centro geográfico, cultural y turístico de la región, con apenas diez mil habitantes, es la cuna del mejor foie-gras y, en general, una de las más cotizadas cocinas de Francia. Su emblema es la salamandra, coronada con tres flores de lis. Representa uno de los conjuntos urbanos medievales (siglos XIII-XVI) más importantes de Francia, y no hay turista que no se haga una foto ante la negra y peculiar “linterna de los muertos”, edificada en el siglo XII a raíz del milagro de San Bernardo que, con su bendición, curó a los enfermos de la peste que asolaba la región. Esta misteriosa torre se ha convertido en uno de los símbolos de Sarlat.

Pero el mejor recuerdo del viaje al Perigord nos lo llevamos de la afectuosa acogida de nuestros anfitriones, de su hermosa casa de Archignac, edificada sobre la vieja escuela -aún conserva Jacqueline una curiosa colección de sus antiguos tinteros-, por la que merodean los gatos, y que está rodeada de pradera, plantas y flores, y de dulces higueras, a las que acudían esos días bandadas de pájaros.

POR LA VIRGEN DE AGOSTO

“Qué, tio Marcos, buen año ¿eh?”. “No nos podemos quejar no, ha habido otros peores, y además ¿de qué sirve quejarse?”. “¡Este año tiene ya el granero lleno; granero lleno, andorga llena!” “Bah, pan para hoy y hambre para mañana”. Y el tio Marcos sigue su camino renqueante e impasible por la plaza hacia la era con una horca de madera en la mano, que le sirve hoy de cachava, canturreando su canción acostumbrada: “La pintaron, la pintaron / la mañana de San Juan /. La pintaron, la pintaron, / pero la pintaron mal”. El hombre representa bien la resignación o la conformidad del campesino, su leal trato con el destino. Nunca le verán llorar por las esquinas ni echar las campanas al vuelo cuando vienen bien dadas. Los rezos silenciosos se mezclarán con los juramentos. Una especie de estoicismo envuelve su vida, como el tamo de las eras blanquea al final del verano su gastada boina y cubre las calles y callejas, las piedras de los corrales y las matas de malvas solitarias donde bordonean los abejorros.

Por la Virgen de Agosto, en la pieza sólo permanecen en pie sin segar algunas puntas de tardíos, avena mayormente, además de los yeros y los cucos que hay que arrancar con el rocío para formar los gabejones antes de que el sol, entrada la mañana, caiga a plomo sobre la calcinada rastrojera. Una semana después, por San Bartolomé, si el tiempo no lo impide, la era debería estar limpia. Si acaso, quedarán las granzas en un rincón y puede que una parva sin “ablentar”, cubierta con un mantón por si viene tormenta, esperando que vuelva a lucir el sol y sople el aire para que trabajen las horcas. Sobre la hierba arrasada de las eras empedradas nacerán pronto los espantapastores, precursores tempranos del otoño adelantado. En esta tierra, ya se sabe, el verano es corto y el invierno, largo. Por la Virgen colorearán las primeras moras en los zarzales de las huertas y llegarán las aves de paso: letujas, culirroyos, petirrojos…, a muchas de las cuales, ¡pobres!, les espera el traicionero cepo con la tentadora aluda aleteando. ¡Cuántos manojos de pájaros pesan sobre mi conciencia infantil!

Por la Virgen de Agosto se abre la media veda. (El campo era aún libre, no había cotos y quedaba caza). Salen los cazadores muy de mañana en busca de las escurridizas e inocentes codornices y alguna tórtola huidiza para el condumio de la familia. El perro muestra la pieza, después de una frenética agitación, quedándose inmóvil como una estatua, con el rabo extendido, en medio del alto rastrojo del trigo, segado a hoz, o bien bajo los marallos, en el frescor del orillo o en el cercano ulagar de la lleca. El vuelo de la codorniz es recto y fácil para un cazador medianamente avezado. Si, después de dispararle los dos tiros con perdigón menudo de mostacilla, el pájaro se va, el cazador expresa su frustración con elegancia, mientras vuelve a cargar la escopeta. “¡A criar!”, exclama, ante el desconcierto del perro, que busca aún la presa, acotumbrado como está a cobrarla y traerla en su húmeda boca a la mano del cazador. La caza de la codorniz es placentera y cómoda, nada que ver con la de la perdiz roja. La mañana de la desveda se desarrolla en las rastrojeras cercanas al pueblo a la vista de todos. El humo del disparo, cuando apunta el cazador, precede unos segundos al ruido de la explosión. Hasta la hora de misa -la Asunción es fiesta mayor- suenan en el pueblo los disparos de los cazadores, que, unidos al volteo de las campanas, bien pueden interpretarse como la traca que anuncia el final del verano, la ruidosa liberación tras el largo silencio. En muchos lugares de alrededor la Virgen y San Roque son las fiestas patronales. Suena la música en las calles, sacan los patronos en procesión, hay sermón de campanillas y se pone baile en la plaza. Las caballerías retozan en la dula y las piaras de ovejas se recogen temprano en las majadas.

Por la Virgen de Agosto y San Bartolomé se inicia en las Tierras Altas un cambio de ciclo. Recogida la cosecha y con el tempero de las primeras lluvias, no tardarán a salir las yuntas calle abajo arrastrando el arado hacia las barbecheras. El silencio vuelve a apoderarse del pueblo. El eterno ciclo de las estaciones se repite sin fin, se cumple inexorablemente y marca a fuego la mente y la vida de los campesinos. “¡Esta vida, esta vida!”, murmurará el tio Marcos cuando nadie le oiga.