El canto del cuco

Cuaderno gris de Abel Hernández

Mes: octubre, 2013

DEL OFICIO DE TINIEBLAS AL «HALLOWEEN»

Todavía alcancé a asistir de niño al llegar la fiesta de Todos los Santos a aquel tenebroso oficio de tinieblas. Aún no había llegado la luz eléctrica. La iglesia estaba iluminada sólo con cuatro cirios en torno al negro catafalco, colocado en medio del presbiterio. Su luz amarillenta proyectaba sombras inquietantes en las paredes y en la bóveda. Olía a cera y a incienso. El sacerdote, revestido de capa pluvial negra, entonaba con voz grave el temible “Dies Irae”, seguido de responsos, letanías y salmos en latín. En la oscuridad de la iglesia, las mujeres, cubiertas sus cabezas con velo negro ocupaban como sombras silenciosas los primeros bancos. Ocurrió un año que aprovechando la devota negrura y el ruido de los cantos funerales, una cuadrilla de mozos se deslizaron silenciosamente desde el coro y tuvieron la profana ocurrencia de clavar en la tarima del suelo, que cubría huesos de los antepasados, las sayas de algunas de las mujeres, sin privarse, ya puestos, de roces y tocamientos jocosos aprovechando el desconcierto y la oscuridad. Así fue como se puso fin en Sarnago al secular Oficio de Difuntos, llamado Oficio de Tinieblas, en la noche de ánimas. Al día siguiente don Matías, el cura, le dijo al tio Casimiro, el alcalde, que era el último año que tendría que ocuparse de montar el catafalco.

De aquellas liturgias pavorosas, con el trasfondo de la muerte y la condenación eterna, hemos pasado a la importación del “halloween”, una fiesta en la que el miedo a la muerte y al más allá se disfraza de calabazas iluminadas, caretas, cuentos de miedo, casas encantadas, gamberrismo callejero, noche de brujas, películas de terror y bailes masivos en la discoteca, donde, ay, después de lo ocurrido hace un año en Madrid, la muerte también puede llamar a la puerta y ser el visitante impertinente. Lo cierto es que esta peculiar noche de difuntos importada del mundo anglosajón -sobre todo norteamericano- y que tiene origen celta -el Samhain- ha ido ganando terreno, año tras año, entre nosotros y ha entrado ya de lleno en las corrientes comerciales, lo mismo que el intruso Papá Noel y otras colonizaciones culturales. Cosas de la globalización, que va diluyendo nuestra identidad poco a poco.

Reirse de la muerte es una forma, seguramente poco afortunada, de ignorarla. Como dice Borges, “morir es una costumbre que sabe tener la gente”. En los tiempos que corren los muertos se ocultan lo más posible a las generaciones jóvenes y no tan jóvenes. Los campesinos, según mis recuerdos, contemplaban con naturalidad el ineludible final de la vida. Pero con seriedad. Ahora en los elegantes tanatorios de la ciudad se habla de fútbol y de política. Desde no hace mucho se incineran y se esparcen las cenizas o se guardan en una urna, inidentificables. Se trata de ahorrar el entierro y la sepultura y, de paso, borrar las huellas tangibles de la muerte, acabando hasta con el ADN. ¡La vida sigue! Tengo aquí delante, encuadrada, una foto que me envió César Sanz del camposanto de mi pueblo. En primer plano se ve la sepultura de mis abuelos, una tumba elemental en la tierra donde crece la hierba y algunas flores, rodeada de una pequeña verja protectora de hierro con una cruz en medio, y al fondo, el cerro del Castillo. Pocas cosas me conmovían más de niño que el golpe del ataud en tierra, descendido en el hoyo cuidadosamente con sogas de labranza, y aquellos velatorios en la cocina a los que me llevaba mi madre de la mano, en los que se rezaba el rosario monótonamente con el muerto a unos pasos en la habitación de al lado. Ahora el cementerio es lo único que queda habitado en los pueblos más deshabitados. Hasta el de mi pueblo me traslado hoy. Las gentes de la ciudad en estas fechas siguen aprovechando el puente de Todos los Santos para acercarse a los cementerios con un ramo de flores, mayormente crisantemos, vendidos por gitanos y emigrantes, a avivar el recuerdo de los propios muertos y ofrecerles, si uno es creyente, una oración silenciosa por sus almas. Y si no cree en el más allá y en la pervivencia del ser humano en un plano distinto y misterioso, la gente reza por si acaso. Con esta costumbre antigua no ha podido aún “halloween” ni la globalización. Pero todo se andará.

LAS PEQUEÑAS COSAS

Una leve sugerencia del sabio Tejerina a propósito de mi última entrada “El despacho”, me ha llevado inmediatamente a la “Oda a las cosas” de Pablo Neruda. No hace falta mucha reflexión para caer en la cuenta del valor de las cosas pequeñas en la existencia humana. No sólo las inmateriales -una sonrisa inesperada, una mirada comprensiva a tiempo, un comentario oportuno aquí en el blog, una palabra amable en momentos oscuros…- sino las materiales y cotidianas: la mesa, la lámpara de la mesilla de noche, el llavero, el bolígrafo, el teléfono móvil, el gastado sillón, el libro releído, el viejo jersey de andar por casa, hasta el ordenador… A fuerza de tocarlos con nuestra manos frias o sudadas, a fuerza de rozarlos, de usarlos, de sentirlos como propios, se convierten en objetos a los que hemos transferido una parte de nosotros mismos. No es de extrañar que estas pequeñas cosas hicieran exclamar al poeta chileno:

Amo las cosas loca,

locamente,,

las tijeras,

adoro

las tazas,

las argollas,

las soperas,

sin hablar, por supuesto,

del sombrero(…)

Ay cuántas

cosas

puras

ha construido

el hombre:

de lana,

de madera,

de cristal,

de cordeles,

mesas

maravillosas,

navíos,escaleras (…)

Y concluye así Pablo Neruda su larga oda, aquí apenas insinuada:

muchas cosas

me lo dijeron todo.

No sólo me tocaron

o las tocó mi mano,

sino que acompañaron

de tal modo

mi existencia

que conmigo existieron

y fueron para mí tan existentes

que vivieron conmigo media vida

y morirán conmigo media muerte.

Los versos de Neruda me acompañaron el otro día camino de Soria y me siguen resonando por dentro. Si hay una provincia que huye de la grandilocuencia, de la barroca exaltación, de la épica a trochimoche, esa es Soria. Por eso sus poetas cantan las cosas pequeñas: el sayal pardo de los campos en otoño, la yunta de bueyes que se pierden lentamente en la acuarela del crepúsculo, la venta del camino, el humo de la chimenea, el rio, los álamos dorados de la orilla, el último santero de San Saturio, el olmo viejo hendido por el rayo, el oscuro encinar lejano, la lluvia en los cristales, la caída de las hojas en el parque, las voces de los niños recitando en la escuela la tabla de multiplicar…

Digo que estuve en Soria. Como todos los años por estas fechas nos reunimos a comer la familia en la tasca del Goyo en Garray, cerca del puente, que tanto asombró mi niñez, donde se juntan el Duero y el Tera. Es aquí el punto exacto en que los rios del Valle y de la Cebollera dan al Duero niño el certificado de nacimiento como rio mayor de Castilla. Esto sucede al pie del solitario cerro de Numancia. Una cuadrilla de cazadores animaba el cotarro en el centro del comedor. Los tres nietos ocupaban lugares preferentes en la mesa. Faltaba Noa, la pequeñaja, que no pudo venir de Australia. La pequeña Tiziana, subida en su trona, lloraba, extrañando el escenario, hasta que probó la comida; su hermana mayor, Carlota, tres años, engullía con apetito, y Roque, el más pequeño, no perdía en ningún momento el buen temple junto a su embelesado abuelo. Los mayores, en buena armonía y con buen vino, dábamos cuenta del menú acostumbrado: la cazuela de las sabrosas setas del cardillo, la fuente compartida de picadillo ligeramente picante, y los platos principales, palabras mayores: las alubias blancas con las verdes guindillas en vinagre al lado y las imprescindibles chuletas de cordero. En la sobremesa mi hermano, como de costumbre, hacía el conejo con la servilleta. Después nos fuimos al monte a echar la tarde en busca de níscalos y boletus. Nos volvimos alegres con la cesta vacía y un cestillo de moras. Fue entonces cuando pensé que la mayor parte de las veces la felicidad se construye con la rutina amable de las pequeñas cosas.

EL DESPACHO

Llevo un buen rato, puede que media hora larga, observando la página en blanco en el ordenador delante de mis narices, encabezada con “El canto del cuco”. No se me ocurre nada. Acaricio “El archipiélago” de Hölderlin, esa joya que siempre tengo a mano. Acudo, supongo que desesperadamente, a su compatriota Schiller y, para estimularme, leo con desgana en su “Guillermo Tell”: “Lo viejo se derrumba, los tiempos cambian y sobre las ruinas florece una nueva vida”. ¿En serio? ¿ Acaso sobre las ruinas de Sarnago -pienso para mí- y sobre el derrumbamiento del mundo rural florecerá algún día una nueva vida más humana, más confortable, más fraternal? Lo que yo pienso pertenece a todos; pero lo que yo siento es sólo mio. Así que me callo y con mi pan me lo como. No conviene confundir las cosas. También advierte el poeta alemán: “Todo lo nuevo, incluso la felicidad, causa espanto”. ¡Pues eso! Vuelvo a quedarme en blanco. Observo los rimeros de libros amontonados en las estanterías del despacho, apilados en doble fila, desparramados por las mesas y por el suelo. No hay tiempo para leer tanto libro ni queda tiempo para contemplar tanto paisaje hermoso, completamente desconocido. El tiempo -me invade momentáneamente la melancolía- es un tesoro que se me acaba con la implacabilidad del cruel e imparable tictac del reloj.

Miro por la ventana de la buhardilla, situada en el techo a la izquierda de mi mesa, justo encima del sofá tapizado con motivos vegetales. El cielo está ligeramente nublado, apenas un cendal gris, otoñal. Por el ventano penetra una luz tibia, blanca, horizontal, y en medio emerge la copa del abeto del jardín del vecino, que seguramente fue hace veintinco años un arbolito de Navidad comprado en el supermercado. También el ficus que tengo delante de mi mesa, plantado por Pilar en un gran macetón, ha crecido tanto que alcanza casi el techo y tapa en parte el grabado de Saura -un horroroso Felipe II-, un valioso cuadro colocado en la pared de las escaleras para que no se asustaran los niños ni las visitas. Por las escaleras suben las plantas de peldaño en peldaño. Así me siento más cerca de la naturaleza, elemento imprescindible de mi vida, añoranza, supongo, de mi infancia en el pueblo. Además el suelo que piso es de roble traído, según me dijeron los entarimadores, de los montes de Soria. Así me parece que piso más seguro y el despacho se convierte en una estancia más cálida y acogedora.

Continúo con la mente en blanco. Repaso los objetos y los recuerdos: el gracioso sillón verde de mimbre, la mesita cuadrada con fotos familiares, alguna, ay, desvaída ya por el sol, el telescopio, la gran portada de cartón con soporte de mi libro “Suárez y el Rey”, la vieja televisión en el suelo, el teléfono antiguo pintado con flores, el pequeño reloj azul de pared, la colección de búhos, la foto del cerro del Castillo y del cementerio de Sarnago en la estantería y,en un pequeño soporte, la de la fachada de la casa en la plaza del pueblo… Observo sobre mi mesa desordenada en lugar preferente la escultura de bronce de Tino Izquierdo, un cuadrúpedo sin cabeza de misteriosa identificación, herencia de un mito legendario para invocar seguramente la protección de los campos y del ganado. Contemplo a mi derecha las realistas estatuas de terracota del Gordo y el Flaco, los personajes que tanto me hicieron reir en mi primera juventud. Vuelvo a leer la dedicatoria de Rafael Alberti “a mi amigo Abel Hernández” en el cartel de los cursos del Escorial, dibujado por él. Me fijo por primera vez con detalle en el gran mapa antiguo, que adorna la pared de la derecha, de Claude Auguste Berry, impreso en el Instituto Geográfico Nacional. Y me detengo, enfrente, en la repisa donde está la arqueta aquerada de mis recuerdos de niño, rodeada por viejos libros sacados del arcón de la casa de Sarnago y, en lugar preferente, las fotos de los abuelos y de mis padres. Me paro en la imagen de mi madre, con el pelo blanco y el abrigo oscuro. La próxima semana cumplía años.

Miro otra vez por el velux de la buhardilla. El cielo ha ido cubriéndose de nubes espesas. La tarde se ha vuelto gris. Cierro los ojos. Dejo de recorrer el despacho, el entorno de mi paisaje interior, el nido del cuco, sin que se me ocurra nada. Le doy a la tecla de publicar y lo mando así. No sé a quién puede interesar esta entrada del blog, esta angustia de la página en blanco.

LA ROMANA DE VALDENEGRILLOS

No pensaba regresar por ahora a Valdenegrillos, esa aldea acurrucada en la falda de la Alcarama, a una legua larga de Sarnago, que parecía definitivamente vacía, convertida en un cantarral, amortajada de hiedra y donde crecen zarzales, ortigas, lampazos, malvas y saúcos, entre las piedras caídas de las humildes casas con las paredes abiertas en canal mostrando camas, enseres y otras intimidades. O sea, un pueblo muerto y bien muerto, vacío como las cuencas de los ojos de los muertos antiguos en su abandonado cementerio, cubierto de maleza y de hierbajos. Hace un año me apresuré a cantar el gori-gori cuando me llegó la noticia de que dejaban, por fin, el pueblo sus dos últimos vecinos, el Zacarías y la Romana, obligados por los achaques del hombre, al que sus hijos y el cura de San Pedro encaminaron al hospital de Soria cuando se echaba el invierno encima. Los dos ancianos habían resistido hasta el límite de lo razonable en su rincón solitario, con su burro, su huerto, su lumbre y sus gallinas. Merecieron por mi parte el título de últimos resistentes de las Tierras Altas.

Así que tuvieron que desprenderse de las gallinas, vender el burro, con el que la Romana recorría cada semana el largo camino pedregoso -más de dos leguas- hasta San Pedro Manrique en busca de suministros, olvidarse del huerto y cerrar la casa sin tiempo para apagar siquiera del todo las brasas del hogar. Me quedé entonces con la estampa valerosa de esta diminuta mujer vestida de negro, subida a su burro con la cabeza cubierta por un pañuelo oscuro o un mantón cuando apretaba el relente o el cierzo, recorriendo los caminos, sin cruzarse con un alma, hiciera calor, se le helara la moquilla o cayeran chuzos de punta. Me llegaron después noticias de la difícil adaptación del matrimonio a la vida en la capital, de su deambular de casa en casa de los hijos, supe de las entradas y salidas del hombre en el hospital y un día que había ido yo a Soria a una celebración familiar vi en la puerta de la concatedral una llamativa esquela necrológica. Había muerto un tal don Zacarías. No me percaté de que era él hasta que, a la salida del templo, me dijeron: “Mira, ha muerto el Zacarías de Valdenegrillos”. La noticia me revolvió por dentro. Entonces indagué algo más. Supe que la Romana, su viuda, quería a todo trance que lo llevaran a enterrar al camposanto del pueblo, pero que al fin el Zacarías, el último vecino, descansaría en el cementario del Espino en Soria, a la sombra del cerro de Santa Ana y el becqueriano monte de las Ánimas.

Hace unos días vino a verme a casa un muchacho vasco, Mikel, cargado de talento y de curiosidades, que anda buscando y guardando voces, sonidos y paisajes de las Tierras Altas. “¿Por qué?”, le pregunté. “Mi abuelo era de Valdenegrillos”, me respondió. Desde ese momento nos hicimos amigos. Y fue entonces cuando me dió la noticia: “¡La Romana ha vuelto!”. “¡No, no puede ser; tiene que ser un malentendido!”. Ante mi incredulidad, me aseguró que él acababa de estar en el pueblo. “¡Mira!”, me dijo. Y me enseñó un vídeo que acababa de hacer allí. Entre las ruinas de las casas, emergía una chimenea de la que salía un penacho de humo. “Es la casa de la Romana”. Después me lo ha confirmado Toño, el cura de San Pedro: “Sí, sí, ha vuelto; está allí ella sola”. Ya ni siquiera le queda el burro para ir a buscar los suministros. Le he dado vueltas a la cabeza. ¿Qué va a ser de la Romana, perdida entre las ruinas de las casas, rodeada de estrepas, sabinos y alimañas, cuando se le eche encima el duro invierno? Ni siquiera puede hablar con nadie ni pedir auxilio en caso de necesidad. Hace tiempo que la mujer pasó de los ochenta. Le flaquearán las fuerzas. Sola, en su rincón, con la lumbre encendida, ¿en qué pensará? ¡Echará en falta al Zacarías! Vivirá de los recuerdos y seguramente volverá a cavar el huerto.

Quedan pocas dudas de que estamos ante una mujer bragada. La fuerte querencia de su corazón al pueblo se impone a las consideraciones sociales y racionales. Estamos ante una demostración extrema del desgarro interior que supone cerrar la casa y abandonar el pueblo. Remedando a María Zambrano, sólo una mujer como ella, dotada de un corazón inocente, puede habitar el universo.

LA CAZA

 

La caza era uno de los placeres del otoño en el pueblo. Una distracción que todos considerábamos inocente. Todavía no había cotos ni otras cortapisas. Aún existía el campo libre. Las hermosas aves de rapiña se consideraban entonces alimañas que había que eliminar para proteger la caza, y en el Ayuntamiento te daban unas pesetas de premio si llevabas un aguilucho muerto o unos huevos de águila, de urraca o de cuervo. Así que desde niños nos volvíamos depredadores. La veda no se respetaba demasiado, o sea que, con más frecuencia de lo debido, ejercíamos de furtivos, a veces con la complicidad de la guardia civil. Recuerdo que más de una vez proporcionó el tio Sotero escopetas, llevadas escondidas bajo la ropa, a la pareja en un lugar convenido y discreto del monte, y “El Cazalla” y su compañero dejaban su tricornio de charol y se unían furtivamente a la partida formando ala con los demás en la ladera tras el bando de perdices. El cazador amaba a los animales, disfrutaba de la naturaleza y la camaradería, cazaba para comer, evitaba prolongar el sufrimiento del animal herido -cuántas veces he visto esto con una codorniz o una perdiz alicortas- y despreciaba al lacero que ponía al anochecer lazos traicioneros en la vereda al paso de las liebres y volvía sigilosamente al amanecer en busca de su recompensa.

El otro día, en la plaza de Sarnago, el Boni, ochenta años, una buena escopeta, me contó una historia de mi abuelo que yo no conocía y que ocurrió allí mismo. El hombre era ya viejo. Andaría, también él, por los ochenta. Hacía un tarde de perros, uno de esos días que sopla el cierzo y levanta un algarazo detrás de otro. Don Joaquín, el maestro, que vivía enfrente, se lo encontró en la plaza y le propuso: “¿Qué, señor Natalio, se anima a echar mañana pronto una partida de caza?”. “Por mí, hecho”, le respondió. El abuelo Natalio era un hombrachón fuerte, que no se abrochaba el cuello de la camisa ni en pleno invierno. Aún no había salido el sol cuando se presentó en la puerta de la casa del maestro con su escopeta, la cartuchera, el morral y el perro (el Boni dice que el perro se llamaba “Pinto”). Llamó a la puerta. Apareció el maestro en la ventana. “¿Nos vamos, como quedamos? Creo que ya es hora”. Don Joaquín se excusó: “¿Con este día? ¡Se lo decía en broma, hombre! Ande, vuelva a la lumbre”. Pero el abuelo se despidió cortésmente del maestro, se apretó la boina para que no se la llevara el viento y siguió solo su camino. Aún no había recorrido doscientos metros y sin salir del pequeño ulagar de lo somero del ejido, cuando el “Pinto” se picó, él levantó los gatillos de la escopeta del 16, el perro zigzagueó cada vez más aceleradamente entre los matojos y no tardó en arrancar la liebre. El abuelo se echó la escopeta a la cara, bastó un disparó y la liebre dio la voltereta. “¡Tráela!”, le ordenó al perro. Y volvió a la puerta de la casa del maestro. No había pasado un cuarto de hora. Llamó. Apareció don Joaquín en la ventana. “¡Mire!”, le dijo, al tiempo que sacaba la liebre del morral. Después acarició al “Pinto” y entró en casa riéndose por lo bajo 

En casa, siempre que se cazaba una liebre, se reunía toda la familia a cenar. La cena consistía invariablemente en un sabroso calderillo de liebre con arroz. La cabeza era para el cazador. Y las mazas se escabechaban. Para los niños significaba una pequeña fiesta. Y también para los mayores. Los cazadores -el abuelo y los tios- contaban fantásticas historias de caza, en las que la imaginación tenía un papel determinante. Se repetía siempre la historia del abuelo cuando, estando bebiendo agua de bruces en la fuente del “Tio Eugenio”, furtivamente, claro, con la percha de perdiganas al cinto, vió reflejados los tricornios en el manantial. Como un autómata, dio un salto y tomó las de villadiego, ignorando la voz de ¡alto!, sin que los guardias lograran cazarlo. O la liebre que mató el tio Co con la “tuerta” en la Bardera a noventa metros y cayó a la parte de allá de la pared. O la que trajo a casa, cruzada en la boca, el “Sagasta”, el perro que hacía de cartero entre la casa de Sarnago y la de los tios en La Ventosa a una legua larga por veredas del campo y por barrancas, y que, aunque muchos lo intentaron en el recorrido, nadie consiguió arrebatársela de su boca al fiel e inteligente animal, que depositó la caza, cuando llegó al corral de la casa, en manos de su amo.

Las mujeres jugaban a la brisca. Los dos temas recurrentes de conversación entre los hombres eran la mili y la caza. Ahora, en la ciudad, es el fútbol. Se acabó la mili y en los pueblos no hay caza ni quedan cazadores. Los que quedan son demasiado viejos. El campo está acotado para los señoritos de la ciudad. Eso dicen. Personalmente, cuando comprendí que no necesitaba ya la caza para comer, perdí la afición, perdí también la inocencia -o la recuperé, no lo sé-, el caso es que me sentí culplable y colgué definitivamente la escopeta. ¿Que diría hoy Miguel Delibes, con el que mantuve largas conversaciones? ¿Comprendería mi renuncia a matar animales, mi abandono del ancestral y noble deporte de la caza? Sólo las aves rapaces, sobreprotegidas, se enseñorean del cielo y de los campos de Castilla. Pero en estas noches de luna podemos acercarnos al monte y escuchar, en medio del silencio, como un largo lamento, la berrea de los ciervos en celo.