DEL OFICIO DE TINIEBLAS AL «HALLOWEEN»
Todavía alcancé a asistir de niño al llegar la fiesta de Todos los Santos a aquel tenebroso oficio de tinieblas. Aún no había llegado la luz eléctrica. La iglesia estaba iluminada sólo con cuatro cirios en torno al negro catafalco, colocado en medio del presbiterio. Su luz amarillenta proyectaba sombras inquietantes en las paredes y en la bóveda. Olía a cera y a incienso. El sacerdote, revestido de capa pluvial negra, entonaba con voz grave el temible “Dies Irae”, seguido de responsos, letanías y salmos en latín. En la oscuridad de la iglesia, las mujeres, cubiertas sus cabezas con velo negro ocupaban como sombras silenciosas los primeros bancos. Ocurrió un año que aprovechando la devota negrura y el ruido de los cantos funerales, una cuadrilla de mozos se deslizaron silenciosamente desde el coro y tuvieron la profana ocurrencia de clavar en la tarima del suelo, que cubría huesos de los antepasados, las sayas de algunas de las mujeres, sin privarse, ya puestos, de roces y tocamientos jocosos aprovechando el desconcierto y la oscuridad. Así fue como se puso fin en Sarnago al secular Oficio de Difuntos, llamado Oficio de Tinieblas, en la noche de ánimas. Al día siguiente don Matías, el cura, le dijo al tio Casimiro, el alcalde, que era el último año que tendría que ocuparse de montar el catafalco.
De aquellas liturgias pavorosas, con el trasfondo de la muerte y la condenación eterna, hemos pasado a la importación del “halloween”, una fiesta en la que el miedo a la muerte y al más allá se disfraza de calabazas iluminadas, caretas, cuentos de miedo, casas encantadas, gamberrismo callejero, noche de brujas, películas de terror y bailes masivos en la discoteca, donde, ay, después de lo ocurrido hace un año en Madrid, la muerte también puede llamar a la puerta y ser el visitante impertinente. Lo cierto es que esta peculiar noche de difuntos importada del mundo anglosajón -sobre todo norteamericano- y que tiene origen celta -el Samhain- ha ido ganando terreno, año tras año, entre nosotros y ha entrado ya de lleno en las corrientes comerciales, lo mismo que el intruso Papá Noel y otras colonizaciones culturales. Cosas de la globalización, que va diluyendo nuestra identidad poco a poco.
Reirse de la muerte es una forma, seguramente poco afortunada, de ignorarla. Como dice Borges, “morir es una costumbre que sabe tener la gente”. En los tiempos que corren los muertos se ocultan lo más posible a las generaciones jóvenes y no tan jóvenes. Los campesinos, según mis recuerdos, contemplaban con naturalidad el ineludible final de la vida. Pero con seriedad. Ahora en los elegantes tanatorios de la ciudad se habla de fútbol y de política. Desde no hace mucho se incineran y se esparcen las cenizas o se guardan en una urna, inidentificables. Se trata de ahorrar el entierro y la sepultura y, de paso, borrar las huellas tangibles de la muerte, acabando hasta con el ADN. ¡La vida sigue! Tengo aquí delante, encuadrada, una foto que me envió César Sanz del camposanto de mi pueblo. En primer plano se ve la sepultura de mis abuelos, una tumba elemental en la tierra donde crece la hierba y algunas flores, rodeada de una pequeña verja protectora de hierro con una cruz en medio, y al fondo, el cerro del Castillo. Pocas cosas me conmovían más de niño que el golpe del ataud en tierra, descendido en el hoyo cuidadosamente con sogas de labranza, y aquellos velatorios en la cocina a los que me llevaba mi madre de la mano, en los que se rezaba el rosario monótonamente con el muerto a unos pasos en la habitación de al lado. Ahora el cementerio es lo único que queda habitado en los pueblos más deshabitados. Hasta el de mi pueblo me traslado hoy. Las gentes de la ciudad en estas fechas siguen aprovechando el puente de Todos los Santos para acercarse a los cementerios con un ramo de flores, mayormente crisantemos, vendidos por gitanos y emigrantes, a avivar el recuerdo de los propios muertos y ofrecerles, si uno es creyente, una oración silenciosa por sus almas. Y si no cree en el más allá y en la pervivencia del ser humano en un plano distinto y misterioso, la gente reza por si acaso. Con esta costumbre antigua no ha podido aún “halloween” ni la globalización. Pero todo se andará.