LA ROMANA DE VALDENEGRILLOS

por elcantodelcuco

No pensaba regresar por ahora a Valdenegrillos, esa aldea acurrucada en la falda de la Alcarama, a una legua larga de Sarnago, que parecía definitivamente vacía, convertida en un cantarral, amortajada de hiedra y donde crecen zarzales, ortigas, lampazos, malvas y saúcos, entre las piedras caídas de las humildes casas con las paredes abiertas en canal mostrando camas, enseres y otras intimidades. O sea, un pueblo muerto y bien muerto, vacío como las cuencas de los ojos de los muertos antiguos en su abandonado cementerio, cubierto de maleza y de hierbajos. Hace un año me apresuré a cantar el gori-gori cuando me llegó la noticia de que dejaban, por fin, el pueblo sus dos últimos vecinos, el Zacarías y la Romana, obligados por los achaques del hombre, al que sus hijos y el cura de San Pedro encaminaron al hospital de Soria cuando se echaba el invierno encima. Los dos ancianos habían resistido hasta el límite de lo razonable en su rincón solitario, con su burro, su huerto, su lumbre y sus gallinas. Merecieron por mi parte el título de últimos resistentes de las Tierras Altas.

Así que tuvieron que desprenderse de las gallinas, vender el burro, con el que la Romana recorría cada semana el largo camino pedregoso -más de dos leguas- hasta San Pedro Manrique en busca de suministros, olvidarse del huerto y cerrar la casa sin tiempo para apagar siquiera del todo las brasas del hogar. Me quedé entonces con la estampa valerosa de esta diminuta mujer vestida de negro, subida a su burro con la cabeza cubierta por un pañuelo oscuro o un mantón cuando apretaba el relente o el cierzo, recorriendo los caminos, sin cruzarse con un alma, hiciera calor, se le helara la moquilla o cayeran chuzos de punta. Me llegaron después noticias de la difícil adaptación del matrimonio a la vida en la capital, de su deambular de casa en casa de los hijos, supe de las entradas y salidas del hombre en el hospital y un día que había ido yo a Soria a una celebración familiar vi en la puerta de la concatedral una llamativa esquela necrológica. Había muerto un tal don Zacarías. No me percaté de que era él hasta que, a la salida del templo, me dijeron: “Mira, ha muerto el Zacarías de Valdenegrillos”. La noticia me revolvió por dentro. Entonces indagué algo más. Supe que la Romana, su viuda, quería a todo trance que lo llevaran a enterrar al camposanto del pueblo, pero que al fin el Zacarías, el último vecino, descansaría en el cementario del Espino en Soria, a la sombra del cerro de Santa Ana y el becqueriano monte de las Ánimas.

Hace unos días vino a verme a casa un muchacho vasco, Mikel, cargado de talento y de curiosidades, que anda buscando y guardando voces, sonidos y paisajes de las Tierras Altas. “¿Por qué?”, le pregunté. “Mi abuelo era de Valdenegrillos”, me respondió. Desde ese momento nos hicimos amigos. Y fue entonces cuando me dió la noticia: “¡La Romana ha vuelto!”. “¡No, no puede ser; tiene que ser un malentendido!”. Ante mi incredulidad, me aseguró que él acababa de estar en el pueblo. “¡Mira!”, me dijo. Y me enseñó un vídeo que acababa de hacer allí. Entre las ruinas de las casas, emergía una chimenea de la que salía un penacho de humo. “Es la casa de la Romana”. Después me lo ha confirmado Toño, el cura de San Pedro: “Sí, sí, ha vuelto; está allí ella sola”. Ya ni siquiera le queda el burro para ir a buscar los suministros. Le he dado vueltas a la cabeza. ¿Qué va a ser de la Romana, perdida entre las ruinas de las casas, rodeada de estrepas, sabinos y alimañas, cuando se le eche encima el duro invierno? Ni siquiera puede hablar con nadie ni pedir auxilio en caso de necesidad. Hace tiempo que la mujer pasó de los ochenta. Le flaquearán las fuerzas. Sola, en su rincón, con la lumbre encendida, ¿en qué pensará? ¡Echará en falta al Zacarías! Vivirá de los recuerdos y seguramente volverá a cavar el huerto.

Quedan pocas dudas de que estamos ante una mujer bragada. La fuerte querencia de su corazón al pueblo se impone a las consideraciones sociales y racionales. Estamos ante una demostración extrema del desgarro interior que supone cerrar la casa y abandonar el pueblo. Remedando a María Zambrano, sólo una mujer como ella, dotada de un corazón inocente, puede habitar el universo.