El canto del cuco

Cuaderno gris de Abel Hernández

Mes: marzo, 2016

NOTICIAS DE SORIA

Vuelvo de Soria, cargado de imágenes y de sensaciones. Compartiré algunas. Advierto de entrada que no he podido subir a las Tierras Altas. Traspasar el puerto de Oncala y ver Sarnago allá lejos, al fondo, acurrucado en la ladera, con la iglesia desmochada y la Alcarama detrás, es la única manera de sentirme en casa. Otra vez será. Me he conformado con refugiarme en El Valle, como de costumbre en estas fechas de recogimiento, después de pasar de largo por la capital. El Moncayo y la Cebollera estaban blancos. La nieve bajaba por el monte hasta encima de Molinos de Razón. El monte seguía muerto. Los árboles no habían movido aún. El largo invierno mantenía sus últimas posiciones. La casa estaba helada. Ni siquiera habían brotado aún las violetas. Es un paisaje pardo, oscuro, muerto, aliviado por el verdor de los prados. Apenas quedan vacas en la tierra de la mantequilla, conocida por la “Suiza soriana”. Sólo he visto media docena en un pradillo. Ni apenas gente del pueblo. Sólo forasteros. Casi no se ve un pájaro. Ni gorriones ni golondrinas. Ni el vuelo alto de un cuervo hacia la umbría. Únicamente las cigüeñas en la torre de la iglesia mantienen la fidelidad a esta tierra hermosa y desolada. Impresiona el silencio de la Naturaleza abandonada. Hacía tiempo que no lo sentía tanto. Cada año que pasa es más abrumador, sólo alterado por el constante ruido de los coches en la carretera.

Juliana, la monja, estaba en su casucha prefabricada, envuelta en el saco, sentada leyendo y oyendo música. Dice que, a pesar de esos problemas de cadera que la paralizan, aún se esforzará por cultivar su pequeño huerto cuando el sol caliente un poco. El Viernes Santo lo pasó en vela. No durmió en veinticuatro horas, que pasó además en ayuno riguroso, sin probar alimento ni beber una gota de agua. Su más ansiado deseo era que alguien la llevara en coche a la iglesia del pueblo cercano a participar el Sábado Santo en la Vigilia Pascual. Me parece que no lo consiguió. Hace poco vino a verla su superior, el abad del monasterio cisterciense de Santa María de Huerta. Se la llevó al monasterio para poder cuidarla. Pero sor Juliana, cuando vio el baño y la ducha dijo que eso era mucho lujo para ella y se volvió a su rincón y a su soledad, donde sigue. Nadie es capaz de convencerla y arrancarla de allí. Su afán es vivir desprendida de todo, como una anacoreta radical. Si pudiera, se iría a vivir a una cueva. Ese era su sueño. La otra mujer solitaria, la Romana de Valdenegrillos, que tantos comentarios suscita en este blog -está superando todas las marcas- sigue también allí en su casa, con su gato, entre las ruinas del pueblo abandonado. Y, por lo menos, ha superado el invierno, menos mal. David, corresponsal de este foro, acudió a Valdenegrillos el lunes de Pascua a verla. “Ha sido un gran día -cuenta entusiasmado-, conocí a la Romana y estuvimos hablando un buen rato”. Por ella habrían seguido el hilo de la conversación, y eso que le confesó que hace poco se cayó y que estaba pasando un mal día. La Romana es la mujer más famosa en varias leguas a la redonda, la gran resistente de las Tierras Altas. El sueño de la Romana es aguantar en su casa y en el pueblo hasta que Dios quiera.

Es difícil que en este viaje a Soria surjan novedades. Todo es previsible. Todo se repite de año en año. Es la costumbre, la vulgar rutina. Los mismos ritos en la iglesia a la misma hora. La misma comida de todos los años, con el bacalao del Viernes Santo como plato estrella. La misma limonada en el bar del Sime, que en las Tierras Altas llaman zurracapote, el mismo frutero ambulante de Aguilar del Río Alhama, que viene la mañana del sábado, y aparca su camioneta con la mercancía en el costado de la casa, junto a la fuente. El mismo olor a pan y a magdalenas en la panadería del Pablo, a la que acuden con sus coches cada mañana todos los visitantes ocasionales de El Valle. La misma bajada y subida de los pasos desde la ermita de la Soledad. La misma partida de guiñote. Las mismas gentes, menos los muertos del año, claro, que te encuentras en la calle. “Buenos días”, “buenos días”, “qué frío hace”…Y el mismo Judas de trapo, colgado en medio de la carretera, en la entrada del pueblo. Este año ha sido casi la única sorpresa. El año pasado ya no hubo mozos para colgar el Judas. Parecía irremediablemente condenado al olvido, pero alguien, parece que venido de fuera, ha hecho lo que ha podido por mantener la tradición. ¡La rutina de la tradición! Estas son las noticias.

NOS QUEDAMOS SIN GORRIONES

Decía la bendita abuela Bibiana que era pecado matar una golondrina. Aseguraba que eran aves sagradas porque en el Viernes Santo acudieron al Calvario y arrancaron las espinas de la frente del crucificado. Según otra versión menos comprobada lo que hicieron las golondrinas en realidad fue acercar en su pico un poco de agua a los labios resecos del Cristo agonizante. Fuera lo que fuere, había que tratarlas con veneración y, por supuesto, nadie debía cazarlas. Antes de Cristo no estaban tan bien vistas. Uno de los consejos de las escuelas pitagóricas establecía: “No permitas que una golondrina haga su nido bajo tu tejado”. Personalmente me he quedado con la recomendación de la abuela y siempre me ha parecido imperdonable, casi un crimen, ver a un vecino destrozando el nido de la golondrina construido prodigiosamente con barro bajo el alero de su casa.

Los humildes gorriones, que algunos llaman pardales, no tuvieron tanta suerte en el aprecio popular. Han tenido que pasar veinte siglos largos para que los hombres se preocupen de la supervivencia de este pájaro vulgar, el más conocido y universal de todos, presente en los cinco continentes, compañero inseparable del ser humano. Nunca hubiera podido aspirar este pasérido común de color marrón-pardo, adaptable y poco exigente, sedentario, de vida corta, de apenas catorce centímetros de largo y treinta gramos de peso, que se alimenta de lo que encuentra -granos, semillas, migas de pan, insectos y desperdicios-, que anida en las grietas de los edificios o debajo de las tejas y que ni siquiera puede presumir de un canto armonioso, a que iba a ser declarado oficialmente “Ave de 2016”. Más aún: que el pasado día 20 iba a inaugurar él la primavera con el estandarte del “Día del Gorrión”. Por primera vez el gorrión ha dejado de pasar desapercibido cuando picotea en el suelo de la plaza, entre los coches o las mesas de la terraza, en la arena de la playa, en los tejados, en las acacias de la acera o en las antenas de la televisión. A partir de ahora, ya no podemos pasar indiferentes ante “don Gorrión”.

¿A qué viene tanto honor? Pues a que ha cundido la alarma: los gorriones se mueren y a este paso nos quedamos sin gorriones. En treinta años la población de gorriones en Europa ha caído un 63 por ciento, según los estudios de los expertos. En ciudades como Londres ya han desaparecido. En España, en los últimos diez años, hemos perdido diez millones de estas avecillas familiares. O sea, un millón al año. En los pueblos abandonados ya no quedan gorriones. No quieren vivir solos y acompañan a los campesinos en su emigración a la ciudad. Si no hay seres humanos ni ganados ni caballerías, ellos también se van, qué pintan allí, qué van a comer. Esta ausencia de pájaros entre las ruinas convierten el paisaje rural de la despoblación en un espacio mucho más desolador, silencioso y triste. Cuando yo era niño, con la entrada de la primavera, los tejados del pueblo, empezando por el de la iglesia, se convertían en una ruidosa pajarería. Ahora incluso en las zonas habitadas del mundo rural decrece visiblemente la población de gorriones por culpa de la mecanización del campo, el aumento de depredadores y los plaguicidas. Y en la ciudad, ellos que son ya tan urbanitas, no corren mejor suerte. Los coches, la contaminación, los herbicidas, la dificultad para hacer el nido en las modernas construcciones y para encontrar alimento en época de cría, sin contar la invasión de especies exóticas como la cotorra verde argentina, amenazan su existencia. Está pasando como con las abejas. No hay que calentarse mucho la cabeza. No es difícil ver a estas alturas gorriones en bandada cuando debían estar ya emparejados construyendo el nido. La degradación del hábitat natural, por mucha capacidad de adaptación que tengan estas avecillas o las dulces y laboriosas abejas, conduce a esto. Algo estamos haciendo mal los humanos.

Llegados hasta aquí, uno se acuerda de lo que dejó dicho Miguel Delibes, que tanto amó, aun siendo cazador, a los pájaros del cielo: “El hombre de hoy usa y abusa de la Naturaleza como si hubiera de ser el último inquilino de este desgraciado planeta, como si detrás de él no se anunciara un futuro”. El caso es que cada vez hay más coches y teléfonos inteligentes y cada vez hay menos gorriones. La abuela Bibiana nos diría si levantara la cabeza: “No os arriendo la ganancia”. Y se quedaría mirando con emoción y complacencia el vuelo de las primeras golondrinas anunciando la primavera.

DOMINGO DE RAMOS

En el atrio de la iglesia estarán las pobres mujeres vestidas con sayas toscas y el pañuelo en la cabeza. Se sentarán en los poyos de piedra con su cestillo o su platillo delante. “¡Que Dios se lo pague y que bendiga a su familia!”, dirán cuando dejes caer dentro una moneda antes de entrar en el templo, tratando de purificar un poco tu conciencia y desobedeciendo la recomendación que hizo un día el cura al acabar la misa, antes del “podéis ir en paz”, de no darles limosna. La razón del consejo eclesiástico, que a mí me sonó a poco evangélico, fue que eran víctimas de las mafias que las traían y llevaban a las puertas de las iglesias aunque cayeran chuzos de punta y que eran esas mafias las que se quedaban con la recaudación. La advertencia no tuvo mucho éxito, y allí siguen, haga sol o llueva, en todas las entradas, domingo tras domingo, recaudando un puñado de monedillas. El Domingo de Ramos cambia el habitual escenario de la mendicidad. La población mendicante se multiplica y se engallita un poco. A la nómina dominical de las mujeres rumanas se añadirán algunos hombres, que parecen de la misma estirpe. Es su día grande. Ofrecerán a los fieles que entran en la iglesia atadijos de olivo y de romero por “la voluntad” y las gentes se mostrarán algo más generosas y, después de alzarlos en la misa, como en el primer Domingo de Ramos -”¡Hosanna al hijo de David!”- se llevarán a casa los ramos bendecidos. Y quién sabe si el buen Jesús bendecirá con especial benevolencia a estas pobres mujeres, llegadas de lejos, que han abastecido en la puerta de la iglesia de ramos a la gente, como aquella mañana en Jerusalén cuando llegó Él montado triunfalmente en una borriquilla, aclamado con palmas y ramos de olivo por los niños y la gente sencilla, antes de morir. Que fue lo que dio origen a todo esto.

Cuando tengo en la mano el pequeño haz de romero y olivo me traslado siempre con el pensamiento a aquellos Domingos de Ramos de la infancia. Nosotros los monaguillos éramos los encargados por don Matías de traer el romero para la celebración. En Sarnago y en varias leguas a la redonda no había olivos, así que nos apañábamos con el romero. En el término municipal de Sarnago tampoco se criaban romeros, nunca he sabido por qué. Ni encinas. Así que teníamos que ir a los montes vecinos de la aldea de El Vallejo, a menos de media legua, y acarrear desde allí los fajos de romero al hombro. Desde entonces el Domingo de Ramos me huele siempre a romero y a incienso. Entonces sentía envidia cuando veía a alguien alzando ese día una rama de olivo traído de Navarra para la ocasión. El olivo era para nosotros una especie de árbol sagrado, símbolo de progreso. En toda la provincia de Soria sólo se criaban olivos en Villarijo, a tres o cuatro leguas de Sarnago, en la raya con la Rioja. En toda la comarca de las Tierras Altas aquello se consideraba un timbre de gloria y una garantía de futuro. Hoy Villarijo es, como casi todos los de alrededor, un pueblo abandonado y muerto. Y en Sarnago tampoco habrá este año procesión de los ramos. Las ruinas de la iglesia siguen igual y, según me dice José Mari Carrascosa, el obispo no da señales de vida.

Hoy me emociona más, en el ramo ofrecido por las gitanas rumanas a la puerta de la iglesia, el romero que el olivo. Es como volver a los orígenes. Y es entonces cuando vuelvo a acariciar la carraca y la matraca con que íbamos a recorrer alegres las calles, cuando enmudecían las campanas, anunciando “¡A los oficios!”. Y vuelvo a observar al tío Casimiro, que además de alcalde era guasón y habilidoso, montando el monumento en la iglesia, todo un acontecimiento, a golpe de martillo. El monumento, que adorna ahora la escuela, transformada en salón de actos, ocupaba el centro de la iglesia durante la Semana Santa y lucía en la fachada, lo recuerdo bien, dos temibles soldados romanos. Es lo único recuperado de la iglesia derruida, aparte de las campanas que se cayeron con la torre y descansan en el suelo del portal de la escuela, y de San Bartolomé que lo custodian en San Pedro Manrique y sólo lo sueltan y lo suben al pueblo el día de la fiesta. Veo a las mujeres enlutadas acudiendo a los oficios y a los hombres preparando el zurracapote del Viernes Santo, que era la única alegría permitida. En la Semana Santa estaba prohibido, en señal de respeto, el baile y la música. Y me acuerdo del abadejo, las migas canas, el “matapán” y el “hartaguitón”, platos típicos de estos días, y más si no disponías de la bula de la Santa Cruzada. Este año guardaré en casa el ramo de romero y olivo proporcionado por las gitanas rumanas y cuando pase el Domingo de Ramos, volveré a Soria e iré a visitar a la monja Juliana en su particular viacrucis, si sigue allí, en su soledad.

AQUELLAS MUJERES

Me pongo a escribir el Día Internacional de la Mujer y no tengo más remedio que remontarme a aquellas mujeres de mi infancia. Mujeres enlutadas, las mayores con la saya hasta los pies, el delantal, la toquilla, las humildes zapatillas y el pañuelo cubriéndoles la cabeza, sin que hubieran tenido, muchas de ellas, en toda su arrastrada vida, la oportunidad de pisar una peluquería ni de ver el mar. Mujeres campesinas, silenciosas e insatisfechas, estériles a la fuerza u obligadas a parir hijos, los que Dios quisiera, a realizar todas las tareas domésticas, limpiar la casa, lavar la ropa en el lavadero o en el río, acarrear agua de la fuente, cuidar los animales, hacer la comida y ayudar en las tareas del campo y en las labores de la huerta cuando se terciaba. Nadie les dio nunca las gracias, ni recibieron subsidio ni pensión. Nunca se ha valorado la esencial aportación de aquellas sufridas mujeres campesinas al mantenimiento material y espiritual de la familia y a sacar a España adelante en los difíciles años de la posguerra. En los breves ratos de distracción con las otras vecinas en un abrigo de la calle o en el carasol de las herrañes trabajaban con el huso y la rueca la lana de las ovejas, que ellas mismas habían lavado y cardado, y tejían jerséis, calcetines o bufandas en amor y compañía. Siempre con el cesto de la costura a mano. Hasta en los trasnochos del inclemente invierno a la luz de un carburo o un farol pagados a escote. Sólo el domingo tenían la oportunidad de vestirse la ropa de fiesta, con el pañuelo nuevo, y acudir a misa con el velo negro en la cabeza, y acaso jugar por la tarde con las otras vecinas una partida a la brisca.

Permítanme que honre hoy desde aquí a algunas de aquellas admirables mujeres de mi infancia, las que vivían cerca. La primera es la tía Higinia, la vecina de enfrente, a la que le picó una víbora escardando, una buena mujer discreta y silenciosa, casada con el tío Patricio, que fue madre de una parva de hijos -los más pequeños fueron mis compañeros- y que ayudó a que todos salieron adelante. Tengo un recuerdo vaporoso de la tía Milagros, madre, si no cuento mal, de siete hijos, algunos de los cuales sufrieron una enfermedad degenerativa, y que, además de la casa, llevaba el horno junto a la plaza cerca de la escuela, conocido por la “Amasadería” y que murió pronto. El Andrés, que vive en Calahorra, es quinto mío. Siempre asociaré a la tía Milagros con el olor a pan en los recreos. La tía Agapita, que un día, muy enfadada, dijo a los compañeros de su hijo pequeño: “¡Pues como le peguéis a mi Varis va a arder hasta la Virgen!”, y que no pudo resistir el hecho de dejar el pueblo para vivir en Pamplona y murió allí de mala manera. La tía María del tío Quirino, de la que ya he hecho mención aquí en otra ocasión y que fue la que más hijos trajo al mundo y más penurias pasó, la que no tenía dinero para comprar un catecismo y lo partió horizontalmente en dos para que se arreglaran así en la escuela los dos más pequeños. La tía Dorotea, sorda como una tapia, casada con el “tracamanda” del tío Marcos -gran tipo humano-, que vivía en la esquina de la plaza y que todo el mundo conocía por la “tía Sorda”, lista y laboriosa, que nunca se metió con nadie y a la que había que hablarle a gritos. La tía Engracia, subiendo hacia la fuente, una mujer bondadosa, con una casa relimpia, en cuya cocina, junto al fuego, pasé algunos ratos con mi madre. La estoy viendo con su pañuelo en la cabeza, su cara enrojecida y su amable mirada húmeda. La tía Prudencia, en el barrio del medio, que hacía honor a su apellido, discreta mujer inteligente y piadosa. Y no quiero olvidarme en este breve memorial, de las tres mujeres de la familia, de las que guardo una memoria permanente: la bendita abuela Bibiana, Margarita, mi sufrida y valerosa madre, y la tía Martina. Las tres, pero especialmente la abuela y mi madre, cuyas virtudes, aguante y laboriosidad viví de cerca, forman parte fundamental de mi existencia.

Tendría que seguir el recorrido por el barrio de arriba, pero basta por hoy con estos ejemplos cercanos que hago extensivos a todas las demás mujeres de Sarnago. Mi propósito, en el Día Internacional de la Mujer, es honrar a las mujeres campesinas de una época difícil de nuestra historia, que sufrieron la guerra y la dura posguerra sin ninguna recompensa más que el amor de los suyos, caso de que no se quebrara, y la cercanía solidaria de los vecinos, cuando la hubo. Y de paso homenajear también a todas las mujeres, jóvenes y viejas, que, por necesidad o por libre elección, siguen en los pueblos, como últimos testigos del final de la cultura rural y del comienzo de otra época. ¡Honor a las resistentes! Son las depositarias de lo que queda de esperanza, de renovación y de reconocible en los pueblos. En fin, por si no hubiera razones de sobra para el agradecimiento, he de reconocer que lo más imprescindible del libro de mi vida ha sido escrito por mujeres.

LA TABERNA

En la casa de Sarnago teníamos la taberna. Había que cruzar la entrada, con el horno a la espalda y el corral enfrente, empujar la puerta del portal, que siempre estaba abierta, y entrar en un pequeño reducto a la derecha con tres o cuatro mesas bajas y unos taburetes. En la mesa principal había una vieja balanza de hierro, con platillos dorados y pesas negras, en la que se pesaba, sobre todo, el racionamiento. El pequeño local recibía luz por una ventana que daba al corral. Al fondo había una chimenea ennegrecida y abandonada, con llares colgando, que nunca vi con lumbre, pero que justificaba el nombre con que la familia conocía el establecimiento. En casa los mayores la llamaban siempre la “cocina de abajo”, lo que daba a entender que hubo un tiempo en que allí se encendió el fuego y se cocinaba. En una estrecha trastienda, con un ventanillo que daba a las ruinas del “casalón”, donde más de un año fabricaron sus panales las abejas, estaba la tienda propiamente tal, con unas docenas de productos varios, los cajones del estanco y, en un rincón, el imprescindible pellejo de vino. El fuerte olor de los arenques secos se mezclaba con el del tabaco de picadura y todo lo envolvía el agridulce aroma del vino.

Este escenario formó parte de mi infancia. El hecho de haber vivido en una casa abierta, en la que entraba y salía gente, tanto los vecinos del pueblo como los que venían de paso de Valdenegrillos, con sus cargas de cabritos o de la vega del Alhama con sus cunachos de fruta camino del mercado de San Pedro Manrique, creo que pudo influir poderosamente en la formación de mi carácter. Lo pienso ahora con la perspectiva de los años. De ordinario por este espacio multiuso pasaba la gente sin detenerse mucho. Llegaban, hacían el recado y se marchaban. El único sitio que no era lugar de paso era la taberna. Los que entraban permanecían allí dispuestos a echar la tarde. Esto ocurría las tardes de los domingos en el buen tiempo, menos cuando apretaba la recolección de la cosecha. Las mujeres nunca aparecían por allí. Nadie se lo prohibió, pero todo el mundo daba por sentado que la taberna era cosa de hombres, un espacio libre, de esparcimiento masculino, prácticamente el único reducto de diversión del que disponían aquellos sufridos campesinos. Envueltos en el humo del tabaco de petaca y en los divinos efluvios del vino, que suelta la lengua al principio y la traba luego, allí se jugaba a las cartas en pareja, normalmente al guiñote. (No sé cuándo se levantará en las Tierras Altas un monumento al guiñote). Los que perdían la partida, siempre a varios cotos interminables, pagaban el jarro de vino. El vino se bebía en chatos, o sea, en vasos pequeños de culo gordo. El tío Co, que era el tabernero de ocasión, acostumbraba a sentarse a una de las mesas a jugar como uno más de la partida y de este modo se daba el caso de que era a la vez tabernero y jugador.

La taberna, tal como aquí se describe, ya no existe. Los bares modernos son otra cosa. También en esto los tentáculos de la ciudad se van apoderando de los pueblos, no sé si para bien o para mal. En estos bares modernos no huele a vino, y no puede faltar un televisor encendido, a todo volumen. Pero, con las peculiaridades y las necesidades de cada época, me parece un espacio imprescindible. En un pueblo es casi tan desolador que no haya taberna como que no haya escuela. La taberna tiene una función social. Y viene de lejos. El nombre es estrictamente latino. La que rigió en mi tierra y la que yo considero taberna propiamente tal es la “taberna vinaria”, es decir aquella en que se sirve vino. Si no, es otra cosa. En aquellas tabernas romanas se ofrecía también comida. Y se siguió haciendo. He encontrado en internet el siguiente anuncio que figuraba en la entrada de una taberna romana: “Habemus pullum, piscem, pernam et panem” . (O sea: “Tenemos pollo, pescado, carne y pan”). Y por supuesto, vino, que, no en vano, alegra el corazón de los hombres, como dice la Biblia, y no entristece el de las mujeres, digo yo. Ya sé que el lenguaje tabernario no tiene buena fama; pero no la tienen mejor los tertulianos o los programas-basura de la televisión. Ni se trata aquí, por supuesto, de considerar la taberna y los modernos bares como espacios que elevan necesariamente el espíritu humano. Hago el elogio de aquella taberna del pueblo, que era casi el único espacio para el esparcimiento y la camaradería.

En ese sentido, concluyo con los conocidos versos de Baltasar de Alcázar:

“Grande consuelo es tener

la taberna por vecina.

Si es o no invención moderna,

vive Dios que no lo sé,

pero delicada fue

la invención de la taberna.

Porque llego allí sediento,

pido vino de lo nuevo,

mídenlo, dánmelo, bebo,

págolo y voime contento”