LA NIÑA QUE FUE CAMBIADA POR UNA BURRA Y OTRAS HISTORIAS
Por unas horas no he podido asistir a la presentación del libro de poemas “La Gratitud” de Fermín Herrero, que ha sido galardonado con el Premio Jaime Gil de Biedma y el de la Crítica de Castilla y León como mejor libro del año. Algo tendrá el agua cuando la bendicen, decían en mi pueblo. Recibí la invitación y sentí de veras no poder, por razones familiares, adelantar un día mi viaje a Soria, donde espero pasar, como cada año, el triduo santo. Me excusé por ello y Fermín me contestó al instante agradeciendo el interés y quitando importancia, comprensivamente, a mi ausencia obligada. De paso me recordó en el mensaje que sólo dos sorianos, él y yo, habíamos recibido el Premio de la Crítica, y que él seguía mis pasos. De alguna forma, esto nos hermanaba. A decir verdad, hay más cosas en común. Los dos somos de las Tierras Altas, yo de Sarnago, él de Ausejo de la Sierra, a la vuelta de Oncala, y los dos estamos enraizados en una cultura rural que se ha perdido o que se está perdiendo. Los dos hemos sido niños yunteros y hemos pasado inviernos junto al fuego de la cocina, con la matanza colgada en el techo. Fermín Herrero, profesor de Instituto, que acaba de doblar el cabo de los 50, lo que le acerca a la época, más tardía que la mía, en que el tractor sustituyó a la yunta, es, me parece, el poeta castellano más importante del momento. Es un poeta auténtico, hondo, con el lenguaje justo, sin adornos inútiles, como la tierra que le vio nacer. Un poeta rural y virgiliano. Impresionan tantas concomitancias. También a él le conmueve el cambio de las estaciones, la primera nieve, el canto del cuco o la llegada de los vencejos o del petirrojo.
Escribo a la misma hora en que Herrero, heredero de Delibes, de Claudio Rodríguez y de las mejores plumas castellanas, presenta “La Gratitud” en el Salón Gerardo Diego del Círculo Amistad Numancia de Soria en la tarde del Martes Santo. Es una manera como otra cualquiera de unirme al homenaje. En la misiva que envió a mi “esmarfon” me adelanta, seguramente para picar más mi curiosidad, que en el libro hay dos poemas sobre una niña de Acrijos a la que sus padres, que no tenían para alimentar a sus hijos, la cambiaron por una burra. Quiero entender que la dieron en adopción. Prometo que seguiré investigando. Desde que lo supe no he parado de darle vueltas al caso, que ocurrió por lo visto en los años cincuenta, cuando yo era niño en Sarnago, el pueblo vecino. A nadie le oí entonces comentar tal cosa. ¿Será que en las penurias de la posguerra esto se veía como algo natural? Ahora Acrijos, cobijado en el monte, al pie de la Cabeza El Calvo, entre estepas, robles, gayubares y sabinos, es un pueblo deshabitado, casi fantasmal. Pero estuvo lleno de vida y de buena gente: labradores humildes, cabreros, pastores y leñadores. Don Matías Sáez de Ocáriz, que fue cura de Sarnago, Acrijos y Fuentebella por esas fechas y que era un sabio, descubrió años más tarde la partida de nacimiento de uno de Acrijos, que resultó ser una de las más antiguas de España de que se tiene noticia escrita, fechada, creo, en el siglo XV. O sea que hablamos de un pueblo, ahora muerto, que viene de muy lejos, como un río de sangre que se acaba.
Esto dice el poema de Fermín Herrero:
“Por una burra me vendieron, allá
sobre el año cincuenta, sólo le parecía
mal a la maestrilla. Y qué. En casa éramos
muchas bocas, demasiadas. En el pueblo
no queda ni una en pie, ahora, qué murria
cuando vuelvo. El destrozo y el desamparo estaban
ya entre nosotros. A mis padres, que en paz
descansen, no les guardo inquina, entonces era
así. Sé que lo hicieron por mi bien. Mis hijos
no me creen, los pobres, por una burra me cambiaron”
Por entonces, cuando ocurrió esta historia, sobre la que habrá que volver, llegó a Acrjos don Livino Arjona, un cura navarro virtuoso, recio y estricto, que se hospedó allí porque no encontró posada en otro sitio. Recorría los escabrosos caminos del monte corriendo y cantando a voz en grito. Era como un látigo, lleno de celo y exceso de autoridad, de lo que se arrepintió más tarde, y que acabó de cura-obrero sirviendo gasolina en una gasolinera de las afueras de Logroño. Los más viejos del pueblo, estén donde estén, guardarán con veneración su memoria. A él, un hombre austero y profundamente espiritual, no se le podía aplicar la coplilla que corría de boca en boca por la comarca:
“Acrijos y Fuentebella
comen en una gamella;
el cura y el regidor
comen en un gamellón”.
En alguno de mis libros he contado una terrible historia de la guerra que se desarrolla en estos pueblos montunos de Acrijos y Fuentebella. Dos hombres, Antonio Cabrero, alcalde de Pitillas (Navarra), y Valentín Llorente, maestro de Fitero, huyeron hacia las montañas cuando se declaró la guerra, para evitar la muerte. Se cobijaron en Acrijos, donde estuvieron más de un mes escondidos en un corral de ganado a las afueras del pueblo. Los pastores y algunos vecinos les dejaron unas mantas y les llevaban de comer. Pero las sospechas y los registros en las casas se sucedieron y el círculo fue cerrándose. Una noche deciden huir al pueblo vecino de Fuentebella. Allí se esonden en el corral de la era del Alonso, y un pastor les lleva cada día comida e información. Una mañana llegaron al pueblo los guardias, con sus tricornios de charol, escoltados por cazadores movilizados a punta de pistola, y, después de varias indagaciones, amenazaron de muerte al anciano padre del pastor, si éste no les revelaba el paradero exacto de los fugitivos. Así fue como Antonio Cabrero y Valentín Llorente fueron conducidos a Moscares, terreno escabroso, objeto de un pleito interminable entre Fuentebella y Sarnago, y allí, en su particular Viernes Santo, fueron muertos a tiros. Hace pocos años se ha levantado encima, en la cumbre de la Alcarama, un monolito a su memoria.
Hasta estos montes me ha conducido el libro de Fermín Herrero, llamado “La gratitud”, una de las virtudes más en baja en este tiempo, y, ya allí, no he podido evitar que se me remuevan por dentro algunas viejas historias.