El canto del cuco

Cuaderno gris de Abel Hernández

Mes: enero, 2021

EL HOCETE VUELVE SIEMPRE

Voy a ocuparme  hoy  de los vencejos, que  Unamuno llamó criaturas celestes, a los que les basta con las alas. Avanzada la primavera, cuando la pandemia esté en franco declive, agitarán el aire de la tarde con su alegre algarabía. En mi pueblo los llamábamos hocetes, sin dar cuartos a la Academia, seguramente por la forma de hoz que tienen en el vuelo, con sus largas alas puntiagudas, de entre 42 y 48 centímetros de envergadura. El término vencejo lo reservábamos para el lazo de bálago humedecido con que se ataban los haces de mies. Traigo hoy a consideración al hocete o vencejo, aunque aún no haya vuelto de su invernada, porque acaba de ser  declarado ave del año y porque es una preciosa especie amenazada, como las abejas o los gorriones,  que nos acompaña, como ellos, desde antiguo en pueblos y ciudades.

La singular característica de este pájaro insectívoro, de color oscuro, casi negro, es que vive en el aire. Sólo se para para anidar. Nunca se posa en el suelo porque desde el suelo tiene muchas dificultades para levantar el vuelo con sus patitas cortas. Carlos Linneo -zoólogo y botánico sueco, creador de la clasificación de los seres vivos o taxonomía- lo llamó “golondrina sin pies”.  Se pasa meses seguidos volando sin descanso. Come, duerme y copula volando. Es incansable y muy veloz. Acostumbra a volar en grupo y de forma ruidosa. Emite un chillido breve y agudo –“suiii”, las hembras; “sriii”, los machos-  mientras el bando traza alegres arabescos en el aire.  De noche se remonta hasta dos mil metros de altura. Cuando duerme, su aleteo baja de diez a siete movimientos  por segundo.  Se alimenta de insectos -es el mejor insecticida natural- que atrapa con su ancha boca abierta. Anida en los riscos, en las grietas de las paredes y en el hueco de los tejados, con una sola puesta por temporada de dos o tres huevos. Las crías abandonan una mañana  súbitamente el nido, sin haber ensayado antes, y ya no vuelven más.

No hace falta advertir que el vencejo u hocete –“apus apus”- es un ave protegida, como su pariente la oscura  golondrina de Bécquer. Nos presta un servicio impagable y nos alegra la vida. Según la Sociedad Española de Ornitología SEO/BirdLife, que lo ha elegido ave del año 2021, su población ha sufrido en España en doce años un declive de más del 27 por ciento. Se debe a la destrucción de sus nidos, a la mecanización y despoblación del campo, a la falta de hábitat en las ciudades  y a los insecticidas. Pero siempre vuelve. No me olvido de las fechorías que le hacíamos de niño. Estoy viendo a Marcelino, El Chispas, y a Guille, El Tirachinas, obligándole a fumar, poniéndole en su bocaza abierta al pobre animal caído al suelo en el pórtico de la iglesia, un cigarro encendido, entre risas, como instrumento de tortura. Pero, descontadas aquellas infames travesuras, para muchos de nosotros el hocete o vencejo es el dulce pájaro de nuestra infancia.

HÚRGURA

Entre la sierra de Oncala y la sierra de la Alcarama gritan estos días, desaforadas, las úrguras, las brujas blancas del invierno, mientras danzan por los caminos y  se asoman a las chimeneas en las noches de invierno, cuando arrecia el temporal y se cortan las piernas y se hiela el aliento si andas en descampado.

Ahora que casi todo viene de China, desde el coronavirus a las mascarillas, Fermín Herrero, el mejor poeta castellano de su generación, ha publicado un libro, que se titula precisamente “Húrgura”, compuesto por poemas breves, en estrofa de cuatro versos, a imitación de los “juéjù” de la literatura china de hace una docena de siglos. Ahí va una muestra, que además  viene al pelo por los efectos de la pandemia y la callada aceptación de la tragedia:  “En las noches más largas hacer de la mirada/ agua clara, que pasa, un silencio que acompaña./ La rima de la especie sin poso de rencor. / Estoy hablando de los muertos, soy de ellos”.

Pero hoy quiero pararme a considerar el título del libro. “Húrgura” es una preciosa palabra silvestre, no cultivada en el huerto de la Academia, que florece sólo en las Tierras Altas de Soria, a un lado y otro de la sierra de Oncala. De aquellos páramos somos Herrero y yo. He aquí una muestra de  aquel paisaje: “Acotar unos metros del ribazo y decir, / sin tocarlas: neguillas, cabezuelas, gordolobos, /  visnagas, candilejas, malvas, vezas, / mielenrama, lechetreznas y arvejas. Respetarlas”. Hoy el viento helado de la Alcarama y la cellisca arrastrarán los cardos  por lomas y barrancas.

Dice Fermín Herrero que “húrgura” es una palabra que le fascina por su oscura eufonía alternativa, aparte de que le recuerda los días criminales de invierno en aquella tierra nuestra tan desolada. A mí me pasa lo mismo. Somos los dos, yo en un libro mío -Historias de la Alcarama- y el ahora en éste,  los que hemos dado curso  a esta hermosa palabra. Él dice que debe de proceder de hurgar, en cuanto a batir, remover o agitar. Yo la escribo sin hache y siempre en plural y sostengo que es onomatopéyica. Lo explico en el epílogo del libro: las  “úrguras” son  la personalización de la cellisca, la nieve agitada por el viento, que en las noches oscuras, en torno a la Navidad, ululan por los esquinas, recorren los tejados y entran amenazantes por el hueco de las chimeneas. Son temibles si te sorprenden en noche cerrada, perdido en el raso o en el monte, sin un chozo a la vista. “¡Que vienen las “úrguras”!” , nos asustaban a los niños en las noches de invierno.

Recuperar una palabra como “Húrgura”  tiene su mérito. Fermín Herrero y yo estamos orgullosos. Es tan importante, me parece, como salvar el último ejemplar superviviente de un pájaro, una planta o un insecto casi desconocidos.

QUERIDOS REYES MAGOS

Ésta es mi carta a los Reyes Magos en este año tan peculiar:

Nunca olvidaré el caballo de cartón con aparejo de carne de membrillo que me dejasteis de niño en la ventana del cuarto de afuera. Y eso que yo nunca le di al cartero del pueblo, el tío Tomás, “El Sordo”, ninguna carta para que os la hiciera llegar. Fue el regalo inesperado que más ilusión me ha hecho en la vida. Desde entonces, no lo toméis a mal, os trato con confianza y familiaridad. Por eso os escribo hoy cuando ya estoy al cabo de la calle. Y lo primero que os pido es que observéis con compasión mi tierra vaciada, esta noche heladora y con nieve.  Fijaos en la desolación de las Tierras Altas, el mayor desierto demográfico de Europa, cuando bordeéis la Alcarama y descendáis a Sarnago por el camino de Valdenegrillos. Os toparéis con la iglesia derruida y no encontraréis zapatos ni abarcas en ninguna ventana, ni humo en ninguna chimenea.

Pero, como comprenderéis, el motivo principal de esta carta es la peste que no cesa y que,  con las fiestas, rebrota y se expande peligrosamente. Os pido que dejéis carbón a los criminales que se ríen de las normas. Y, sobre todo, ¡que funcionen las vacunas!,  que arrinconemos al maldito virus, que recuperemos la libertad y los abrazos, que volvamos a sonreír sin mascarilla, que queden libres las ucis y que  las funerarias dejen de hacer horas extra. Os pido especialmente que alegréis a los mayores de las residencias y a los que están solos. La pandemia está convirtiendo, como sabéis, a los viejos en la generación liquidada. No parece que sea mucho pedir que los abuelos supervivientes  vuelvan a juntarse un rato con sus nietos a cara descubierta. Tampoco estaría mal que ayudarais a reconstruir el tejido social y el de los pequeños negocios  destrozados por la pandemia. Y que  cambien las  tornas: que los ricos del mundo sean menos ricos, y los pobres, menos pobres, lo contrario de lo que está pasando.

En fin, os suplico que echéis una mano a España, que anda desvencijándose, que recuperemos el buen sentido de la Transición y dejemos de convertir al adversario en enemigo, que este año cambie el Gobierno y que los gobernantes dejen de mentir al pueblo. ¡Ah! se me olvidaba: que el rey Juan Carlos, vuestro colega, que hoy cumple 83 años, vuelva a casa y reciba el respeto y la gratitud que se merece.