DE FIESTA EN FIESTA

Dicen que en la mesa y en el juego se conoce a las personas. Pues en las fiestas, creo, se conoce a los pueblos. En medio del ruido festivo, cada vez más común, vulgar y cervecero, consecuencia de la invasión urbana, aflora tímidamente el alma antigua del pueblo, sus señas de identidad, que lo diferencian de los de alrededor. Es verdad que en muchos sitios esta peculiaridad se va desfigurando de año en año como los letreros a la entrada de los pueblos abandonados. Los tentáculos de la ciudad van apoderándose, cada año más, de la vida del pueblo, y llegan en verano hasta la última aldea. Los coches invaden las calles, las plazas y hasta las callejas por donde antes jugaban libremente los niños y por donde andaban los perros sueltos , cruzaban las piaras de ovejas o circulaban pausadamente las vacas en busca del pilón de la fuente. Nunca he olvidado lo que me dijo Julio Caro Baroja en su casa que daba al Retiro madrileño: “Un sitio es habitable cuando los niños pueden jugar en la calle”. Ahora veo que dice algo parecido el famoso psicopedagogo italiano F. Tonucci, partidario de que los niños vayan solos al colegio porque están, según él, más seguros en la calle que en casa. Una de las virtudes de las fiestas es que vuelve a haber niños, todos o la mayoría venidos de fuera, en las calles del pueblo.

Llegado a este punto, reconozco que he andado de fiesta en fiesta por esa verdadera periferia olvidada de España que son los pueblos de Soria. Eso ha hecho que haya faltado demasiado tiempo a la cita con los lectores en “El canto del cuco”. Un respiro para ellos y para mí, que nunca viene mal. Pero aquí estoy de nuevo. Primero he andado por Valdeavellano de Tera, en El Valle, la comarca soriana al pie de la Cebollera donde hacían la famosa mantequilla. Es mi cita obligada, desde hace cuarenta años, con las fiestas de la Virgen y San Roque. En este tiempo, todo menos las fiestas ha ido a menos, todo ha cambiado. Sólo han aumentado los vecinos del cementerio. Las escuelas, dedicadas a Enrique Tierno Galván, que tenía aquí sus orígenes, hace tiempo que cerraron. Durante el año no quedan niños ni apenas animales. ¡La gente ha huido del paraíso! En los días del largo invierno será difícil que te encuentres con un alma por la calle. Y después he acudido a Sarnago, mi pueblo, en las Tierras Altas, al pie de la Alcarama, que, como es sabido, está deshabitado, pero se resiste a morir. Allí he vuelto a vivir de cerca la fiesta de las móndidas y del mozo del ramo, posiblemente la fiesta más emotiva, sencilla y auténtica, de una belleza deslumbrante e incontaminada, que se celebra en España.

Cuando llegan las fiestas, todos los pueblos se esfuerzan, con mayor o menor fortuna, en sacar del arca de la tradición las viejas costumbres y mostrarlas a los forasteros, la mayoría hijos o nietos de los que se fueron. En Valdeavellano recuperan por un día las danzas antiguas en la procesión de la Virgen, la caldereta en el prado, que es una demostración de vino y fraternidad, y los partidos de pelota en el frontón, solitario durante el resto del año. La “gallofa” de los mozos recorre las casas con dulzainas y tamboriles, los mayores juegan a la tanguilla como entonces y hasta las mujeres sacan los olvidados bolos a la pista. Son los despojos de un pasado que no volverá, una representación nostálgica y un último gesto de resistencia. Los pueblos se mueren, a pesar del chispazo de vida de las fiestas, y los que sobreviven dejan, paso a paso, de tener vida propia. Acaban brillando bajo las luces artificiales de la ciudad. La civilización rural agoniza entre el ruido de los coches y el estruendo discotequero de la verbena hasta el amanecer.

Le preguntaban hace unos días al escritor John Berger, afincado voluntariamente en un pequeño pueblo, qué hemos perdido, qué es lo más importante que hemos dejado atrás, y respondía: “El sentido del pasado y el sentido del futuro. Lo que vivimos y lo que somos. Hoy el motor para vivir es el instante presente, que es el instante del mercado. Así que esa perspectiva que nos ofrece la visión del pasado, presente y futuro ha quedado enormemente reducida. Ya no sentimos, como se sentía hace muy poco, que los muertos están con nosotros ni que tenemos una deuda pendiente con los que aún no han nacido”.

Seguramente el mérito y la gracia de la fiesta de San Bartolomé en Sarnago es que aún no se ha perdido allí el sentido del pasado y del futuro. Es un reducto resistente a perder su identidad y a morir bajo las ruinas y el olvido. Las móndidas, en sus cuartetas desde el ventanal del Ayuntamiento, recordaron ese pasado y animaron a mirar hacia adelante. Este año, dos de ellas, Mireya y Sara, eran mis hijas, y en la puerta de mi casa, ay, cerrada, las mujeres del pueblo habían puesto cuando llegamos una mesita con rosquillos y moscatel, como antiguamente, en señal de hospitalidad, que es una de las señas de identidad del pueblo. Cuando acabó la función y aún sonaban a lo lejos en la plaza las dulzainas y los tambores, Sara dejaba su ramo de flores de móndida sobre la tumba de los abuelos en el humilde camposanto junto al ejido. Y el ramo de Mireya, la otra móndida de la familia, iría a parar al cementerio soriano de El Espino, donde reposa Margarita, mi madre. De esta forma quedaba bien afirmada la conexión con el pasado. El futuro no está escrito, pero, como dijo Mireya en una de sus cuartetas finales,

Nunca me creí la historia

de que el pueblo estaba muerto.

Que aunque se quede vacío

no es fácil matar a un pueblo.