El canto del cuco

Cuaderno gris de Abel Hernández

Mes: noviembre, 2014

LOS VIEJOS

No son buenos tiempos para los viejos, esos trastos que se supone inútiles y costosos para la Seguridad Social, que habitan residencias apartadas en la ciudad o caminan renqueantes por las calles vacías de los pueblos, apoyados en su cachava, camino del ambulatorio, el rato que está abierto, que suele ser los miércoles por la mañana de 10 a 12, en busca de las recetas para la tensión, el reúma o el colesterol. Cada año quedan menos en el padrón muncipal y hay más cruces en el cementerio. Los que sobreviven esperan pacientemente su turno, como hacen en la fila del ambulatorio o cuando llega la camioneta del pan, del pescado o de la fruta. Se conforman, agradecidos, con la menguada pensión. Andan encorvados bajo el peso de los años. Pero lo que más les abruma es la soledad. Se han ido quedando solos poco a poco, como se podan las ramas del árbol hasta dejar el troco mondo y lirondo, indefenso, a la espera de su abatimiento definitivo. O como se arrancan las capas de la cebolla con los ojos llorosos. Apuran la vida pensando en los hijos y en los nietos, que son su único contacto con el inmediato porvenir, no siempre exento de inquietudes. Es de tontos hacer cuentas a largo plazo. La mayor parte del tiempo se vuelven, entrecortadamente, a los recuerdos. Así reviven un poco y van tirando. Con el frio que se mete ya en los huesos, a estas alturas del otoño, ni siquiera pueden ligar la hebra y compartir la petaca y los recuerdos con otros supervivientes, de su misma condición, sentándose al sol en los poyos de la plaza. Así que lo mejor es recogerse en el calorcillo de la cocina de la casa o adormecerse pasando las horas muertas ante el televisor.

Digo que lo viejo no está de moda. Sobra. Sin ir más lejos, al frente de los partidos hay que poner rostros jóvenes y apolíneos. Esta es la hora del cambio trepidante y de la mitificación de la juventud y de la belleza efímera. Se aportan razones de sobra. En cinco años la vida cambia ahora más que antes en un siglo. Es verdad. El valor de la experiencia se considera una rémora. Son otros tiempos, lo “viejuno” no sirve, qué saben ellos de los nuevos tiempos, se argumenta. No están al día ¡cómo van a estar! Son de otro mundo. Nada de lo anterior sirve, es más, hay que destruirlo, claman los más radicales. Como mucho, se admite la presencia del viejete -¡qué simpleza es ese circunloquio de la tercera edad!- como una aportación pintoresca si el viejo se adapta y adopa el lenguaje y el estilo de los jóvenes. En general, nadie escucha a los ancianos ni en su propia casa y pocos les ceden el asiento en el metro o en el autobús. Ya digo que estorban. Observo, por ejemplo, a la generación que ha traído la democracia a España, ahora jubilada. Se encuentran, de la noche a la mañana, con que dejan de agradecerles los servicios prestados, aquella titánica tarea, y hasta se multiplican los reproches como puñados de barro contra los rostros cubiertos de arrugas, que se les supondría, a estas alturas, venerables. Digo esto porque es un ejemplo patente de ingratitud a los mayores y, a mi parecer, de descarrilamiento.

Recojo aquí, a manera de entretanimiento y de curiosidad, acaso también de reflexión, un breve apéndice con algunas afirmaciones de personas sabias sobre la vejez, con el propósito no ocultado de animar a los lectores a que las completen con otras citas y ocurrencias. Lo que pretendo es rendir a la generación de los mayores la atención que merecen y evitar que la de los “jubilatas”acabe siendo una generación perdida antes de tiempo.

Para Azorín, la vejez es la pérdida de la curiosidad y un viejo es “un enfermo sano”. Camus se dio cuenta de que “cada año es una prórroga”. En cambio, según Canetti, la vejez “incrementa el valor de la vida”. Cervantes dice que “es amiga del sueño” y Chejov que “los viejos son como niños”. Para Groucho Marx, “un hombre es tan viejo como la mujer que ama” y, según Ortega, la vejez “ve la espalda de las cosas”. Rousseau se pone serio y asegura que “es el momento de practicar la sabiduría”. Shakespeare hace notar que “los más viejos han soportado más”. Unamuno se pone solemne y existencial: “De las nieblas salí, vuelvo a las nieblas”. El más optimista es Borges, para el que la vejez es el “tiempo de nuestra dicha”. Sin embargo, Schiller parece que ha leído mi comentario. Su juicio no puede ser más concluyente: “Lo viejo se derrumba”.

LOS VIEJOS OFICIOS

La voz grave, aguardentosa e insistente del chatarrero, difundida en la urbanización por el poderoso altavoz de su camioneta -”señora, ha llegado el chatarrero; se recogen todo tipo de objetos y muebles viejos: camas, televisores, cocinas, lavadoras, bicicletas…”- resulta familiar y cargante. Suena siempre pasadas las diez de la mañana, más o menos a la misma hora en que, en los días cortos y frios de Noviembre, sonaba en el pueblo la cuerna del cabrero. Esto me lleva siempre a pensar en los viejos oficios, la mayor parte de ellos olvidados o en trance de desaparecer y que formaron parte esencial de una época lejana y de un mundo desaparecido. Muchos eran trabajos humildes y ambulantes de muy escaso rendimiento y poco reconocimiento social. Algo parecido a lo que ocurre hoy con el trabajo precario y mal pagado. El ser humano se agarra a lo que puede para sobrevivir. Reconozco aquí, en la ciudad, como herederos lejanos de aquellos oficios, el del afilador, que viene de vez en cuando haciendo sonar su chiflo característico por las calles, pero que ha abandonado la humilde bicicleta y viene en coche con altavoz; el del tapicero, que también va de puerta en puerta y que me recuerda al guarnicionero remendando tarrollos y albardas en la cocina de abajo de la casa, y, si acaso, el vendedor ambulante, que aparece sin hacer mucho ruido porque hay un letrero bien visible a la entrada de la urbanización que dice: “Prohibida la venta ambulante”, y los municipales pueden asomar en cualquier momento,

Haré un recuento, hasta donde alcance mi memoria, de aquellos oficios. Olvidaré las ocupaciones habituales, las que tienen que ver con el ganado y el campo: labrador, hortelano, ganadero, pastor, cabrero, dulero, leñador, etcétera, y las de los que formaban, de una u otra forma, el cuerpo del funcionariado estable: maestro, cura, médico, veterinario, boticario, guardia civil y secretario del Ayuntamiento, además de alcalde, juez de paz (que no cobraban un duro por su tarea) y alguacil, encargado de pregonar los bandos por las esquinas. Menciono de pasada otros oficios que formaban parte del paisaje rural estable: tabernero, tendero, herrero, molinero, panadero, albañil, esquilador, carnicero, barbero, peón caminero y verraquero, que era el encargado del verraco que fecundaba las cochinas de la comarca (nunca olvidaré el día que me encargaron bajar hasta San Pedro a llevar la cochina a macho)…, advirtiendo que tanto estos como los anteriores sólo se encontraban al completo en la villa central, que albergaba además el mercado semanal, al que concurrían las gentes de los pueblos y aldeas de alrededor. Esta circunstancia mercantil, que tenía su momento de máxima animación en la esperada y concurrida feria de final de primavera, estimulaba los oficios desarrollados en movimiento, que representaban una parte nada despreciable de la economía local: buhoneros, cochineros, aceiteros, hueveros, capadores, tratantes, cacharreros, fruteros, coleteros… Todos estos y otros más, uniformados algunos con negras blusas, poblaban los caminos todo el año a lomos de las caballerías hiciera sol o cayeran chuzos de punta.

Vienen luego los oficios que llamaré esporádicos: tejeros, campaneros, caleros, carboneros, pareteros, escoberos (magníficas y anchas escobas de morrenglos para barrer la era y el portal), bizmeros (oh, el tio Santiaguillo y la tia Romualda), gaiteros, mayordomos de la fiesta y cazadores furtivos. Pero los que, según recuerdo, animaban más el pueblo con su llegada y disparaban mi infantil imaginación, eran los titiriteros, los comediantes, los amolanchines, los quincalleros, los cesteros y los charlatanes, sobre todo los comediantes, que hacían comedias por la noche en la escuela a dos reales la entrada, y los titiriteros, de piel endrina, que recorrían las calles anunciando la función con un violín y un tambor.

Y llegado a este punto, sabiendo que he olvidado en este recuento otros muchos oficios, tan dignos como los demás, y confiando en que los lectores completarán la lista, he de rendir a todos ellos el homenaje que se merecen. Recurro para ello a la “Carta a Andrés Basterra” del vasco Gabriel Celaya, que nació el mismo año que mi madre y que, además de poeta, era ingeniero y tenía una carpintería. Andrés era un empleado suyo.

“…Tales son los oficios. Tales son las materias.
Tales son las dos manos del hombre, no ente abstracto.
Tales son las humildes tareas que precisan
la empresa prometeica.
Tales son los trabajos comunes y distintos;
tales son los orgullos, las rabias insistentes,
los silencios mortales, los pecados secretos,
los sarcasmos, las llamas, los cansancios, las lluvias…”

Y acaba así: “Tu mano, Andrés. Tu mano, medida de la mía”.

NOVIEMBRE

Como tengo dicho, Noviembre es mi mes. En Noviembre nací a la luz de un candil, en Sarnago, en el cuarto de afuera, el del reloj, de la casa que da a la plaza. Esos son mis orígenes. Aquel día nevaba y los españoles estaban en guerra. Es natural que sienta apego hacia este lugar y hacia este mes, bisagra entre el otoño y el invierno, que arranca con “los Santos, nieve en los altos” y se cierra con San Andrés, “nieve en los pies”, al que precede el día 25 Santa Catalina, con “nieve en la cocina”. Siempre la nieve, como santo y seña de los que venimos de las Tierras Altas, lugar de largos inviernos y soledades, con las chimeneas humeantes, la lumbre encendida, las ovejas empezando a parir en la majada, situada en los bajos de la casa, y las primeras úrguras amenazando a los que sorprendan desprevenidos en el monte o en el raso en una noche oscura. Y en medio, San Martín, el de la capa, que es cuando se siembran los ajos, y el cerdo es arrastrado hasta el banco de la matanza. Aunque la alegría de San Martín son las castañas, las nueces y el vino, según dicen. No creo en los horóscopos, pero por nacimiento me ha tocado ser escorpión, un animal peligroso al que no le tengo aprecio alguno. Siempre me acuerdo de la fábula de la rana y el escorpión. Este, como se sabe, después de muchos ruegos y zalamerías convenció a la pobre rana de que le pasara el río encima, y, cuando estaban en medio del río, el escorpión no pudo contenerse y clavó instintivamente su aguijón venenoso en la rana. Murió la rana y perecieron los dos bajo las aguas. El cuento me trae a la memoria lo que pasó en España cuando nací y lo que está pasando ahora mismo en Cataluña, sin olvidar otras amenazas bien visibles. Se ve que no escarmentamos y seguimos jugando con escorpiones.

Pero hoy he venido a hablar de mi Noviembre y del paso del tiempo. Las yuntas están ya paradas y ociosas, retozando en la dula. A mediados de Noviembre, si no has sembrado no siembres. El campo se oscurece. No sobra el tapabocas ni de día ni de noche y mucho menos de madrugada. Ya se fueron los pastores a la Extremadura y la sierra se ha quedado triste y oscura. Los pueblos se recluyen sobre sí mismos. Se agarran las nubes a la Alcarama. Los trujaleros preparan el hato para bajar al trujal, y las mujeres, el cesto y el carburo del trasnocho. El tiempo se para o lo parece. Cuando uno mira para atrás y observa que el camino se acorta vertiginosamente, no puede evitarlo y contrasta dentro de sí la estampa de entonces, que ya no volverá, con la de hoy. Siente que entonces, cuando uno era niño en el pueblo y llegaba Noviembre, el paso del tiempo era lento, hasta dar la sensación de inmovilidad, y, en cambio ahora, el nuevo cumpleaños te hace ver meridianamente que los años pasan a una velocidad de vértigo, como el tren de alta velocidad por las pequeñas estaciones, sin dar tiempo siquiera a leer los letreros. (Perdonen, pero dicen en casa, y puede que no les falte razón, que en estas fechas siempre me pongo filosófico y sentimental). Coincido de lleno con este texto de Mickel Ende: “Existe una cosa muy misteriosa, pero muy cotidiana. Todo el mundo participa de ella, todo el mundo la conoce, pero muy pocos se paran a pensar en ella. Casi todos se limitan a tomarla como viene, sin hacer preguntas. Esta cosa es el tiempo. Hay calendarios y relojes para medirlo, pero eso significa poco, porque todos sabemos que, a veces, una hora puede parecer una eternidad y otra, en cambio, pasa en un instante”. ¿Queda claro lo que quería decir?

Han pasado las grullas, he recogido los membrillos y ha vuelto el petirrojo. El jardín está cubierto de hojas secas. Llueve. He encendido la chimenea. Los comercios han inaugurado ya, sin esperar al Adviento, las luces de Navidad. Están a punto de poner su tenderete caliente las castañeras, y las loteras, sus tiras de lotería en la Puerta del Sol. Vienen dos nietas más de camino. Llega mi enésimo cumpleaños y estamos en Noviembre. Y me encuentro con un hermoso poema del vasco Bernardo Atxaga, que dice así: “Así fue como acabó el undécimo mes, Noviembre/ con el canto de las ocas salvajes/ que marchaban hacia el Sur. Y tú miraste hacia aquel cielo, para decir:/ Si tuviera alas, también yo me lanzaría/ en busca de nuevas tierras…” Yo también volaría, lo confieso, pero hacia el Norte, hacia la vieja casa de Sarnago, que da a la plaza, donde nací un día de Noviembre, cuando los españoles estaban en guerra y nevaba.

ESPAÑA 2018

Entre las ideas de los grandes hombres de negocios de España para crear dos millones y pico de empleos en cuatro años figuran algunas propuestas que pueden acabar con la leve esperanza de supervivencia o resurrección de centenares de pueblos y aldeas, que no se resignan, ¡pobres!, a estar muertos. O sea, la puntilla. El sesudo informe -se supone que muy bien pagado- denominado “España 2018”, que ese es el horizonte en que se mueve, está elaborado por el Consejo Empresarial para la Competitividad (CEC) del que forman parte las dieciocho mayores empresas españolas, las dueñas de la Bolsa y de la bolsa. Son los ricos, o sea, los que no saben contar el dinero que tienen, los que no tendrán tiempo ni curiosidad para leer este blog. ¿Cómo va a interesarles a ellos, tan ocupados en operaciones financieras, el canto del cuco? El ambicioso plan pretende ayudar a reducir drásticamente el paro, hasta bajarlo al once por ciento en cuatro años. ¿No es maravilloso? Aseguran que es perfectamente posible. Se trata de sacar de una vez a España del atolladero. ¡Qué bien! Es de agradecer el esfuerzo aunque tenga aspectos discutibles o preocupantes. Seguramente es una aportación realista y bien intencionada, realizada por expertos de primer nivel, aunque es imposible, tratándose de hombres de negocios, evitar la sospecha de que, en todo este trabajo extra, en apariencia eutrapélico, tendrán siempre delante sus intereses además, por supuesto, de sus patrióticos deseos de servicio a la comunidad. Que una cosa no quita la otra. Ya se sabe que los hombres de negocios no acostumbran a dar puntada sin hilo. Como dice Arthur Miller, “los que aman el dinero no lo regalan”. Pues eso.

La principal aportación que ofrecen al desarrollo rural, siempre pensando exclusivamente en la economía, claro, aunque sea una propuesta política, es aumentar el tamaño medio de los municipios para ahorrar seis mil millones de euros al año. A mí esto me suena a concentración de ayuntamientos, con apoyos y estímulos de todo tipo a las cabeceras de comarca, y liquidación de los pueblos y aldeas de alrededor. ¡Que descansen en paz bajo las ruinas! En realidad, nada nuevo. Es un impulso a lo que ya se viene haciendo. Los pueblos sobran. Acabemos de una vez con ellos. Esa es la consigna. Retiremos los servicios. Cerremos las escuelas. Liquidemos de una vez la milenaria civilización rural. En esos pueblos centrales, que van a sobrevivir, se impondrá, por fin, de lleno la cultura o incultura de la ciudad, que llamamos progreso. De eso se trata. ¿Qué valor tiene en Bolsa la tradición o el alma de un pueblo? ¿Cuánto pesa el alma de un pueblo, oculta bajo las ruinas? ¡Hay que globalizarse! ¡Sobran los localismos! ¡Hagamos un mundo homogéneo, ruidoso, divertido! Todo esto ocurre, ¡válgame el cielo!, justo cuando rebrota con ímpetu, precisamente ante el “tsunami” de la globalización, el valor de lo local, la vuelta a lo local, la recuperación de la naturaleza y la identidad perdida. Pero los grandes hombres de negocios no entienden de esto. Sólo entienden de dinero, de cuentas, de intereses. Se trata de extraer del mundo rural desfalleciente seis mil millones de euros más al año. Eso es lo único que importa.

La “España 2018” que se dibuja es una España de pueblos muertos o agonizantes, con los tentáculos de la ciudad apoderándose por completo del mundo rural, dominando de lleno las cabeceras de las comarcas. Uno podría esperar de tan sesudos expertos con visión de futuro un gran plan de reajuste demográfico, con la ayuda de Europa. El actual desequilibrio entre despoblación y superpoblación es insostenible política, social y económicamente. Son las verdaderas “dos Españas”. Esa es una de las causas de la actual desvertebración. Si aquí hubiera alguien con sentido de Estado se dejaría de zarandajas y se ocuparía de lleno de este gran proyecto nacional. Pero, claro, eso sobrepasa a los poderosos hombres del Consejo Empresarial de la Competitividad. (No puedo remediarlo: este “palabrón” de la “competitividad” me irrita siempre las tripas por su forma y por su fondo). Llegará un día, esperemos que antes del 2018, que surja un gobernante en España que se ocupe del futuro del mundo rural y del reequilibrio demográfico. Por soñar que no quede. Lo que nos ofrecen es una ancha España desolada.

El otro punto del informe que, en el mortecino mundo rural, avivará la inquietud de muchos es el de las medidas energéticas, entre las que sobresale, si no he entendido mal, el impulso decidido al “fracking” -la fractura del terreno para la extracción de gas- atrayendo empresas para la actividad exploratoria. ¿Se entiende? ¿Queda ya claro? Como decían en mi pueblo, malo es que la zorra ande a marros. “¡Oh fuente, oh monte, oh río! ¡Oh secreto seguro deleitoso!” ¡Pobre Fray Luis! Ya ves lo que planean. Esta es la España de 2018.