LOS VIEJOS
No son buenos tiempos para los viejos, esos trastos que se supone inútiles y costosos para la Seguridad Social, que habitan residencias apartadas en la ciudad o caminan renqueantes por las calles vacías de los pueblos, apoyados en su cachava, camino del ambulatorio, el rato que está abierto, que suele ser los miércoles por la mañana de 10 a 12, en busca de las recetas para la tensión, el reúma o el colesterol. Cada año quedan menos en el padrón muncipal y hay más cruces en el cementerio. Los que sobreviven esperan pacientemente su turno, como hacen en la fila del ambulatorio o cuando llega la camioneta del pan, del pescado o de la fruta. Se conforman, agradecidos, con la menguada pensión. Andan encorvados bajo el peso de los años. Pero lo que más les abruma es la soledad. Se han ido quedando solos poco a poco, como se podan las ramas del árbol hasta dejar el troco mondo y lirondo, indefenso, a la espera de su abatimiento definitivo. O como se arrancan las capas de la cebolla con los ojos llorosos. Apuran la vida pensando en los hijos y en los nietos, que son su único contacto con el inmediato porvenir, no siempre exento de inquietudes. Es de tontos hacer cuentas a largo plazo. La mayor parte del tiempo se vuelven, entrecortadamente, a los recuerdos. Así reviven un poco y van tirando. Con el frio que se mete ya en los huesos, a estas alturas del otoño, ni siquiera pueden ligar la hebra y compartir la petaca y los recuerdos con otros supervivientes, de su misma condición, sentándose al sol en los poyos de la plaza. Así que lo mejor es recogerse en el calorcillo de la cocina de la casa o adormecerse pasando las horas muertas ante el televisor.
Digo que lo viejo no está de moda. Sobra. Sin ir más lejos, al frente de los partidos hay que poner rostros jóvenes y apolíneos. Esta es la hora del cambio trepidante y de la mitificación de la juventud y de la belleza efímera. Se aportan razones de sobra. En cinco años la vida cambia ahora más que antes en un siglo. Es verdad. El valor de la experiencia se considera una rémora. Son otros tiempos, lo “viejuno” no sirve, qué saben ellos de los nuevos tiempos, se argumenta. No están al día ¡cómo van a estar! Son de otro mundo. Nada de lo anterior sirve, es más, hay que destruirlo, claman los más radicales. Como mucho, se admite la presencia del viejete -¡qué simpleza es ese circunloquio de la tercera edad!- como una aportación pintoresca si el viejo se adapta y adopa el lenguaje y el estilo de los jóvenes. En general, nadie escucha a los ancianos ni en su propia casa y pocos les ceden el asiento en el metro o en el autobús. Ya digo que estorban. Observo, por ejemplo, a la generación que ha traído la democracia a España, ahora jubilada. Se encuentran, de la noche a la mañana, con que dejan de agradecerles los servicios prestados, aquella titánica tarea, y hasta se multiplican los reproches como puñados de barro contra los rostros cubiertos de arrugas, que se les supondría, a estas alturas, venerables. Digo esto porque es un ejemplo patente de ingratitud a los mayores y, a mi parecer, de descarrilamiento.
Recojo aquí, a manera de entretanimiento y de curiosidad, acaso también de reflexión, un breve apéndice con algunas afirmaciones de personas sabias sobre la vejez, con el propósito no ocultado de animar a los lectores a que las completen con otras citas y ocurrencias. Lo que pretendo es rendir a la generación de los mayores la atención que merecen y evitar que la de los “jubilatas”acabe siendo una generación perdida antes de tiempo.
Para Azorín, la vejez es la pérdida de la curiosidad y un viejo es “un enfermo sano”. Camus se dio cuenta de que “cada año es una prórroga”. En cambio, según Canetti, la vejez “incrementa el valor de la vida”. Cervantes dice que “es amiga del sueño” y Chejov que “los viejos son como niños”. Para Groucho Marx, “un hombre es tan viejo como la mujer que ama” y, según Ortega, la vejez “ve la espalda de las cosas”. Rousseau se pone serio y asegura que “es el momento de practicar la sabiduría”. Shakespeare hace notar que “los más viejos han soportado más”. Unamuno se pone solemne y existencial: “De las nieblas salí, vuelvo a las nieblas”. El más optimista es Borges, para el que la vejez es el “tiempo de nuestra dicha”. Sin embargo, Schiller parece que ha leído mi comentario. Su juicio no puede ser más concluyente: “Lo viejo se derrumba”.