UNA TARDE CON DELIBES

Este es mi homenaje a Miguel Delibes, en el centenario de su nacimiento. Me solicitó este trabajo el “Norte de Castilla” y deseo compartirlo con los seguidores de “El canto del cuco”. En él se comprueba mi cercanía al gran escritor castellano.

Ocurrió en el verano del 91, en el hotel Felipe II del Escorial. La Complutense, en su programa de los Cursos de Verano, rendía ese año homenaje a Miguel Delibes y su obra, bajo la batuta de José Jiménez Lozano. Recuerdo que entre los participantes figuraron un chispeante Rafael Alberti, acompañado de Rosa Chacel, los dos con el pelo blanco. También intervino, entre otros, el historiador inglés Raymond Carr, que confesó que Delibes era para él una fuente histórica, porque su obra reflejaba la sociedad española de su tiempo, sobre todo la burguesía castellana.

Después de comer, a la hora del sopor y el silencio de la siesta, nos quedamos él y yo solos en un salón recogido tomando café, hablando de lo divino y lo humano y esperando el final de etapa del tour de Francia en la televisión. Fue el año que irrumpió Indurain. Comprobé de cerca cómo vibraba Delibes con la llegada de los corredores a la meta. Supe que su afición al ciclismo le venía de lejos, desde que recorría, siendo joven, por carreteras escarpadas docenas de kilómetros para visitar a su novia, María Ángeles de Castro, que luego sería su mujer –“La mujer de rojo sobre (fondo gris”- y el sostén de su vida. Por si había alguna duda, apenas tres años antes acababa de publicar “Mi querida bicicleta”.

Fue una conversación distendida, como si fuéramos del mismo pueblo y nos hubiéramos encontrado allí de casualidad, o como si él fuera un tío mío que había venido del pueblo y se había quitado la boina al llegar, o, más propiamente, como si hiciéramos un alto en la  partida de caza para echar un trago y un cigarro y  comentáramos la putada de que el bando de perdices no había aguantado en el cabezo la muestra de los perros y había volado ladera abajo hacia los brezos. Nos entendíamos sin esfuerzo. Quiero decir que el recuerdo que me quedó de este encuentro a solas fue su cercanía y su naturalidad. No se daba importancia ni se hacía notar, todo lo contrario que  Cela o Umbral, que también andaban por allí y con los que pasé muchos ratos, algunos divertidos, esos veranos. Me parece que la sencillez era uno de los rasgos de su personalidad. Parecía indiferente , pero ponía el oído y no perdía ripio. Mostraba curiosidad y asombro, aunque sin aspavientos, por cosas aparentemente nimias.

Sin embargo, para mí aquel hombre sencillo es el escritor español más importante de su generación y mi principal referencia por múltiples motivos. Los que han querido ver huellas suyas en mis libros de la Alcarama no andan descaminados. De su mano he recorrido los campos de Castilla, he contemplado amaneceres y atardeceres andando por el raso y por el monte, he caminado con los arrieros, he estrechado la mano encallecida de muchos campesinos, he compartido con ellos  la petaca y el librillo de papel de fumar sentados en los poyos de la plaza  y he tomado nota de sus dichos, casi siempre sabios. A nadie se le oculta que también he descubierto con Delibes, además de la camaradería del cazador y su amor a los animales,  la liebre encamada en el aulagar, la belleza del vuelo bravío de la torcaz en el monte o la estampida inesperada del bando de perdiganas en el labrantío, cuando salen largas del otero y se van  a criar.

De él he heredado la preocupación por la decadencia de Castilla y la muerte de los pueblos. También en esto de la despoblación y la España vaciada fue por delante de todos nosotros, lo mismo que en la advertencia sobre los riesgos del progreso ilimitado y competitivo. He coincidido de lleno con él en la necesidad de recoger amorosamente, antes de que se pierda su memoria, las costumbres, los objetos, las canciones, las palabras y  los dichos, o sea, los despojos, de una cultura rural milenaria que se acaba. Es un hecho que los tentáculos de la ciudad se van apoderando  de los pueblos que sobreviven, hasta convertir sus ruinas en pintorescas y sus usos y costumbres, en irreconocibles.

Cuando Miguel Delibes se ocupa de Castilla, de sus campos y de sus gentes, es más fiable que escritores admirables como Azorín, Ortega, Machado o Unamuno, que también amaron esta tierra y quedaron subyugados por su belleza elemental y por su alma mística. Todos ellos vinieron de fuera, fueron viajeros de paso, mientras que el autor de “El camino”, “Las Ratas”, “La Hoja roja”, “Los santos inocentes” o “El Hereje” se ocupa de Castilla desde dentro, la vive como algo propio. Esa es la diferencia. Eso da a sus relatos  una pátina de autenticidad y hace más creíble su compasión por los seres más desvalidos, que él ha conocido de cerca en el pueblo, cada uno  con su mote característico. Me parece que en eso -a distancia sideral, claro- nos parecemos. Su patria está en Sedano, aunque nunca dejó de ser ciudadano de Valladolid; la mía está en Sarnago, aunque lleve más de media vida envejeciendo en Madrid. Los dos somos “de pueblo”, y eso se  nota a la hora de ser y de escribir. O eso creo.   

No oculto que, entre los rasgos más atractivos del personaje y de su obra, está para mí su defensa radical de la vida, desde el momento germinal, la integración del ser humano en la Naturaleza y, desde luego, el compromiso con la tierra y con sus gentes. Recuerdo que aquella tarde de julio en El Escorial, mientras tomábamos café, de lo primero que hablamos fue de la grafiosis, la maldita enfermedad que estaba en plano apogeo y que amenazaba con acabar con los olmos en España, esos árboles tan cercanos e insustituibles que han custodiado desde antiguo las viejas carreteras, han dado sombra en las herrañes y cobijo a los gorriones y a los tordos en los pórticos de las iglesias. Miguel Delibes observaba como un entomólogo la Naturaleza y a las gentes que vivían en ella. Comprendió enseguida su fragilidad y no tuvo más remedio que denunciar las amenazas y las trampas mortales del progreso.

Hay otras características suyas que concuerdan de lleno conmigo: su condición de periodista, que obliga a estar con los ojos y los oídos alerta, como la liebre encamada, y su condición confesada de cristiano conciliar. Esto segundo, la lealtad  a sus principios, tiene un mérito especial en tiempos de increencias, cuando la religión no se lleva, casi no es políticamente correcto mencionarla y hasta puede producir rechazo entre lectores jóvenes, que te considerarán seguramente -¡pobres!-una antigualla. Y eso que él fue siempre un cristiano crítico, de ventanas abiertas, como Juan XXIII, que también era campesino. Es significativo que su nutrida obra literaria se inaugure con “La sombra del ciprés es alargada” y se cierre con “El Hereje”. Como demostró en esta última obra, nada más contrario a su estilo que un arranque inquisitorial o una indebida  imposición dogmática. Defendió la tolerancia hasta la frontera  de la heterodoxia, pero sin abandonar la sombra del campanario. Hay en su obra, y no se disimula, un cierto latido teológico y un indudable rastro de humanismo cristiano, que le obliga a denunciar la opresión, el caciquismo y, en resumidas cuentas,  la injusticia ejercida contra los seres humanos más débiles.

En cuanto al periodismo, su escuela y su demostración de profesionalidad fue “El Norte de Castilla”. Esta histórica cabecera  llegó, con él de director, a la cumbre del prestigio en el archipiélago de la prensa. Se rodeó de profesionales de  talla como José Jiménez Lozano, José Luis Martín Descalzo, Manu Leguineche, Carlos Campoy o  Paco Umbral. Delibes entró en el periódico siendo muy joven, casi sin proponérselo, haciendo caricaturas, mientras estudiaba Derecho Mercantil, y se afincó allí más de cuarenta años. Como director condujo el periódico con talante liberal y tuvo que capear  la censura del régimen con mano izquierda. Hubo un tiempo, en mi inquieta juventud, en que yo coleccionaba el deslumbrante cuadernillo literario de este periódico como una joya. Él Impuso en la Redacción el sentido común, la verdad y la naturalidad, huyendo de toda afectación. Ese era su estilo: llaneza. De su experiencia periodística aprendió, según ha confesado, dos cosas: la valoración humana de los acontecimientos y el obligado ejercicio de síntesis; o sea, recoger los hechos con el mayor número de circunstancias y con el menor número de palabras. “Con ese bagaje -indica- pasé a la narrativa”. A mí, salvando las distancias, me ha ocurrido lo mismo.

Hay, en fin, detalles de su obra que reflejan prodigiosamente  mi propia vida. Por ejemplo, el caso de Daniel, el Mochuelo, en “El camino”, cuando la víspera de irse del pueblo al internado, comprende que pierde su infancia. A mí me paso lo mismo con once años cuando dejé Sarnago. Como contraste, la dureza del mundo rural, en “Las Ratas”, me recuerda vivamente las penurias de la posguerra en el pueblo -el racionamiento, los delegados…- y la desbandada de los 70. Pero hoy, con el tremendo drama de las residencias de ancianos y el miedo metido en el cuerpo por el  coronavirus, me quedo con “La hoja roja”, acompañando al jubilado don Eloy en su desamparo. Sería imposible no hablar de esto si nos volviéramos a encontrar los dos a solas, aunque fuera con mascarilla, una tarde de éstas en El Escorial.