NUMANCIA

Veo que se ha estrenado en Soria con éxito una sinfonía, que, en tiempos de aridez, desarmonía y estridencia general, no es pequeña aportación. Otros sacan estos días banderas de división a la calle. La sinfonía se llama nada menos que “Numancia”, como el lejano drama de Cervantes, y de entrada suena a vuelta a los orígenes, regreso a la Celtiberia, búsqueda de identidad. Está bien. Puede que no corran buenos tiempos para la lírica. Por eso, empezando por Cataluña, en España, y desde luego en Castilla, parece que regresamos a la épica original, desempolvando las hazañas bélicas y glorificando las derrotas históricas y los enfrentamientos tribales. Basta asomarse hoy a los balcones estelados de Barcelona, poblados este verano hasta ayer, en sus barrios populares, de borrachos y libertinos jóvenes ingleses, y a las tertulias, los foros y las series nocturnas de éxito en las televisiones. Es ésta la primera sinfonía de J. Vicent Egea y ha sido interpretada por la joven orquesta “Lira Numantina”, que conjuga en el título la épica y la lirica, una conjunción extraña, aparentemente contradictoria, y, sin embargo, armoniosa. La lira, como se sabe, es más bien romana, traída por la potencia invasora. Por una vez el sonido de Soria es numantino, más que machadiano, lo cual es un respiro. En el abarrotado Palacio de la Audiencia, donde el reloj da siempre la una, sonaron las trompas, el carrasclás y las flautas de los pelendones, mis ancestros.

Don Antonio Machado, para mí tan querido y tan cercano, pero que no traspasó el puerto de Oncala ni se asomó a las Tierras Altas, sólo al Duero, a las colinas de alrededor y al “alto llano numantino”, cometió el desafuero de llamarnos a los sorianos “humildes ganapanes sin danzas ni canciones”, y se ensañó, él, señorito andaluz, cuando nos calificó de “palurdos y gañanes” sin distinción alguna. Se pasó. Seguramente fue en un momento de cabreo, y le perdonamos. No se enteró del “árbol de la música” en la Dehesa, desde cuya copa frondosa daba conciertos los domingos la banda mucipal. Como hacían los pájaros en primavera, en diálogo amoroso al amanecer, y en otoño en bandada bulliciosa al anochecer. El “árbol de la música” es un símbolo de Soria tan valioso como la fachada románica de Santo Domingo. Y mucho menos podía imaginar el poeta y profesor de francés la excelencia reconocida del Conservatorio de Soria, que está aportando a la música universal concertistas jóvenes extraordinarios. No sé qué hubiera dicho viendo al soriano Carlos Garcés, de 28 años, dirigir, el otro día, de memoria y magistralmente a la orquesta en el estreno de los cuatro movimientos de la sinfonía “Numancia”. Ya es hora de decirlo: el amor por la cultura, incluída la música, es una de las características sorianas. Desde niño he observado en el pueblo, incluso antes de llegar la luz eléctrica, la veneración por los libros y el ansia de saber. Es la provincia que se ha preciado desde siempre de tener menos analfabetos por habitante. Los campesinos que yo he conocido y los que conozco, de palurdos, nada. Ahora mismo, no tengo más remedio que insistir en que lo más importante que está pasando en la provincia de Soria, entre la indiferencia de los poderes públicos y de los medios de comunicación, es la proliferación espontánea de asociaciones culturales en los pueblos, que se resisten a morir. Una serie de escritores y poetas -Avelino Hernández, Fermín Herrero, José Ángel González Sáinz, Mercedes Álvarez, yo mismo…- acompañamos en el empeño y en plena sintonía por nuestra cuenta. Asistimos, sin ayuda de nadie, a una verdadera resistencia numantina. Hasta en Sarnago, oficialmente borrado del mapa, se ha estrenado este verano una suite con el nombre del pueblo. Para que luego digan. Por fortuna, no sólo de Machado vive Soria.

Siempre que puedo acudo a Numancia, al cerro de nuestra gran epopeya, que siempre me parece un lugar mágico, solitario y silencioso, a pesar de los pequeños grupos de curiosos que recorren con un guía mal pagado sus ruinas, sus antiguas calles, sus aljibes, sus redondas piedras de moler y la casa celtibérica reconstruida con el tejado vegetal. ¡Qué diferencia con Massada, “la Numancia de Israel”, en el desierto de Judea, cerca del Mar Muerto, que visité un día! Allí hay siempre una multitud de turistas y peregrinos. Aquí sólo te encuentras muchos días con el sonido del viento afilado, que arrastra cardos y yerbajos. Numancia es un monumento callado al abandono por falta de presupuesto. Podría ser el centro espiritual y cultural de Soria. ¡Y turístico! Pero hasta ahí llega la desidia, mientras debajo, en el mismo término de Garray, al otro lado del Duero, se despilfarran y entierran en el soto millones de euros en la paralizada Ciudad del Medio Ambiente, cuya cúpula sin terminar, a un tiro de piedra de Numancia, es una metáfora inquietante de esta Soria de nuestros pecados. He leído cien veces el ensayo de Ortega y Gasset en el que, acompañado de Pepe Tudela, visita Numancia. Es uno de los mejores ensayos de “El Espectador”. “El cadáver milenario de Numancia -escribe- yace sobre un cabezo de empinadas laderas que impera a un magnífico valle castellano”. Desde ese cerro mítico Ortega remonta el vuelo y va recorriendo las diversas civilizaciones, hasta desembocar en una crítica despiadada a la sociedad urbana. “En su intimidad -opina- las almas urbanas viven hoy desmoralizadas”. Y concluye, con su lenguaje florido y barroco, mostrando su envidia por la decisión de su amigo, un intelectual prestigioso, que había abandonado la capital y se había vuelto al pueblo. “Este amigo mío, soriano, Pepe Tudela, vuelve a educar su persona en la eterna y fecunda ley del campo. Con vaga desazón de envidia le entreveo que trashuma en los prados serranos, bajo la comba faz de lo azul, detrás de sus merinas, que avanzan dando corcovos por las viejas cañadas de la Mesta, guiadas por los moruecos y los solemnes carneros adalides”. ¡Ay, don José, ya ni eso, ya ni eso! La Mesta se acabó. Habrá que volver los ojos a Numancia y escribir otra vez en los muros de la vieja y arrumbada estación de ferrocarril “¡Viva Soria libre!”.