TIEMPO DE TRILLA
Era la culminación del verano. En realidad, con la trilla culminaba el año agrícola. Después de la larga y azarosa espera, a merced de los vientos, el sol, la nieve, las nubes, la lluvia y las tormentas, por fin llegaba el tiempo de recoger la cosecha, de meter el grano en el granero y la paja, en el pajar. No es extraño que el campesino se pasara la mitad de la vida inclinado sobre la tierra y la otra mitad mirando al cielo. Colgado entre la tierra y el cielo como un Santocristo, así pasaba la vida, pendiente hasta el final, con el temor en el cuerpo, de la llegada de una mala nube que machacara la mies antes de acarrearla a la era. Pocos seres más indefensos que él ante el comportamiento de las fuerzas desatadas e imprevisibles de la Naturaleza. El inexorable ciclo de las estaciones era para él, con más razón que para los que ejercían otras profesiones menos pendientes de los meteoros naturales, el ciclo de la vida y de la muerte. Algo inexorable, ajeno a su voluntad, que condicionaba su mísera existencia y teñía su mirada de impasibilidad y escepticismo. Se lamentaba si venía mal año, pero no se exaltaba cuando había buena cosecha. “Pan para hoy y hambre para mañana”, solía decir. Y así, entre rezos y juramentos, pasaba la perra vida.
Estos días de finales de julio y principios de agosto, antes de la llegada de las máquinas, la vida del pueblo se desarrollaba en las eras, esos espacios empedrados y verdes, en bancales separados por paredes de piedra, que rodeaban el pueblo como una hoz, bordeados en gran parte por el ejido. Era el tiempo de la trilla. Y era digno de verse, en un día ardiente, en el que la mies clascaba fácilmente, el espectáculo de las parvas tendidas y las yuntas de machos, de caballos o de burros, que de todo había, arrastrando el trillo y dando vueltas y vueltas sin parar hasta que el grano se desprendía de las espigas y las cañas quedaban trituradas. Un alegre bullicio se extendía por todas partes y llenaba el aire, impregnado de blancas nubes de tamo. Cualquier viajero desprevenido que lo observara desde fuera por primera vez concluiría que aquel armónico ajetreo, aquella simultánea danza de los trillos, el difícil equilibrio de los que los conducían, el variado vocerío arreando a las yuntas y hasta el chasquido de los látigos formaban parte de una pintoresca fiesta, que bien podría llamarse “la fiesta del verano”, un espectáculo asombroso e inolvidable, de una especial plasticidad y belleza.
Esta fiesta de la trilla, culminación del año agrícola, estaba compuesta por varios ritos, que iban desde tender la parva quitando los vencejos de los fajos y esparciendo las manadas en el suelo, a recogerla, amontonarla, aventarla y cerner el grano. Los fajos provenían de la hacina, torre de mies que encabezaba la era y cuya altura indicaba si había sido buen o mal año. De una hacina alta y rumbosa era de las pocas cosas de las que el campesino se sentía visiblemente orgulloso. La trilla propiamente tal duraba varias horas, con un descanso a la hora de la comida. De cuando en cuando había que dar vueltas a la parva, primero con horcas de madera y después con palas, también de madera, cuando la molienda avanzaba. Una de las servidumbres obligadas consistía en recoger los cagajones que las caballerías soltaban con generosidad durante el monótono recorrido. La yunta arrastraba el trillo, unido con la bríncula a los tarrollos que rodeaban los cuellos de los animales. Aquellos viejos trillos artesanos, con sierras y piedrecillas cortantes, son hoy objetos de culto, como residuos de un tiempo pasado.
El lector observará que me he detenido con cierta minuciosidad en la descripción de esta fundamental tarea agrícola, recreándome en el nombre de las cosas. Lo he hecho precisamente porque es algo que no volverá, aunque sobrevivan los pueblos, y porque no pocos de sus términos -trillar, hacinar…- se siguen usando hoy en la sociedad urbana sin conocer su procedencia. En todo caso, es todo un rico lenguaje procedente del mundo rural y que ha servido de soporte a lo mejor de la literatura española, el que está a punto de perderse. Lo mismo que ciertas costumbres que rodeaban, sin ir más lejos, este rito de la trilla. Lo recuerdo muy bien. Es una de las escenas de la infancia que tengo más grabadas. Cuando a un vecino le sorprendía una tormenta con la parva tendida, a medio trillar, acudían presurosos a la era los demás vecinos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, sin que nadie los llamara, a echar una mano y, entre todos afanosamente, envueltos en una nube de polvo y con los primeros goterones de lluvia sobre el rostro sudoroso, ayudaban a amontonarla y entamarla para evitar que se “acorrease” la paja y que se naciera el grano. Difícilmente se encontrará una estampa de solidaridad más gráfica y convincente. En los pueblos, las eras abandonadas son hoy la muestra de un cambio de época irreversible.