SEMANA SANTA EN EL PUEBLO
Me voy a Soria. Cada año, desde hace algunas décadas, dejo la ciudad y viajo por estas fechas a Valdeavellano de Tera, en la comarca soriana de El Valle al pie de la Cebollera. Allí paso la Semana Santa, disfrutando del silencio y de los oficios que se celebran en la iglesia, entre la gente del pueblo, cada vez venida a menos. Nadie canta saetas ni discurren las procesiones por las calles, con los hiperrealistas pasos a hombros de penitentes encapirotados, al ritmo de clarines y tambores. Aquí la piedad popular se desarrolla sin ruido. Es el antiespectáculo. Hasta las campanas enmudecen en señal de luto y de respeto al crucificado. Todo se repite milimétricamente año tras año, hasta los horarios. Uno se tropieza con los mismos rostros, el inevitable hueco de los ausentes, los saludos acostumbrados, el mismo olor a cera en el templo, las cigüeñas tableteando en lo alto de la torre, idénticos gestos litúrgicos y prácticamente las mismas siete palabras. Una bendita monotonía en un paisaje asombroso, que paradójicamente tiene la virtud de proporcionar paz y una pasajera felicidad especial.
Contrasta este recogimiento obligado sobre uno mismo con las tentadoras ofertas turísticas que airean las agencias de viajes para pasar unos días bulliciosos y divertidos en lugares exóticos. A medida que la sociedad ha ido descristianizándose, al menos en sus manifestaciones externas, la Semana Santa ha perdido su carácter sagrado para la mayoría de los ciudadanos. Lo mismo ocurre con otras fiestas religiosas, incluidos los domingos, convertidas en simple ocasión de asueto, compras y divertimiento sin referencia a sus orígenes o razón de ser. No arriendo la ganancia. Recuerdo aquellas Semanas Santas de la infancia en el pueblo. Aquel respetuoso silencio del triduo sacro -aún no había radio ni televisión-, en el que a nadie se le ocurría cantar por la calle ni mucho menos poner el baile en la plaza. Se habría considerado un escándalo y una verdadera profanación. Eran días en que se suspendían hasta las relaciones matrimoniales. Todo el pueblo pasaba por el confesionario para poder cumplir con la obligación de comulgar por Pascua florida. La iglesia, con un teatral monumento ocupando todo el presbiterio, era el epicentro vecinal. Los niños recorríamos las calles con las carracas y las matracas anunciando a gritos: “¡A los oficios!”. Con las campanas enmudecidas, pregonábamos también cuando llegaba el mediodía:
Son las doce,
el que no tenga pan
que retoce
Las mujeres acudían al templo enlutadas con el velo cubriendo la cabeza y los hombres vestidos de domingo, con la camisa blanca, la faja y la boina nueva. En el Viernes Santo sólo el zurracapote aliviaba el luto y la tristeza, y paliaba algo el ayuno y la abstinencia, que ese día no cubría la Bula de la Santa Cruzada. En San Pedro Manrique era de ver esa tarde “La Jura”: hombres con espadas custodiaban la urna del Cristo muerto. El Sábado de Gloria todo el pueblo participaba en el pórtico de la iglesia en el rito del fuego nuevo. El responsable de la cofradía de la Vera cruz pasaba lista: “Fulano de tal y mujer”. “Están”, respondían todos, hombres y mujeres, unos tras otros . Ardía el fuego sagrado. Cada vecino aportaba un tronco de roble, que colocaba en círculo, formando un sol en el borde de la hoguera. Después, a medio quemar, cada uno se lo llevaría a su casa. Tenía la virtud de ahuyentar pestes y males durante todo el año. Y el domingo de Pascua estallaba la alegría: volteaban las campanas, volvía el baile a la plaza y nostros, los niños, recorríamos las calles arrastrando al Judas, un grotesco muñeco de trapo y paja, que luego quemaríamos en las eras. En algún pueblo vecino no se conformaban con el Judas: quemaban también a la Judesa.
Una prueba de que la religiosidad, siguiendo el discurrir de los tiempos litúgicos, impregnaba entonces la vida de la gente en los pueblos constituyéndose en referencia obligada de una sociedad de subsistencia, son estas coplillas o recordatorios que nos recitaba cada año en estas fechas mi abuela Bibiana y que me han venido ahora, después de tanto tiempo, sorprendentemente a la cabeza.
El domingo de San Lázaro
cacé un pájaro.
El domingo de Ramos
lo pelamos.
El domingo de Pascua
lo eché al ascua.
El domingo de Quasimodo
me lo comí casi todo.
Y el domingo de San Isabel
me lo acabé de comer .
Lo dicho. Me voy a Soria, en busca de mí mismo, de las gentes del pueblo y de mis orígenes.