SAN MARTÍN Y LA MATANZA
por elcantodelcuco
Ha llegado San Martín, el de la capa y el veranillo. ¡Pobres cerdos! Por San Martín azotaba a las Tierras Altas el primer ramalazo de frío y se inauguraban en el pueblo las matanzas, que seguían hasta bien entrado el invierno, cuando la nieve envolvía el caserío y convertía las calles en intransitables. El sacrificio del cerdo, con toda la familia asistiendo en el portal, festivamente, al rito sangriento, hace tiempo que ha dejado de celebrarse. La sensibilidad animalista actual lo impide.
Los que asistimos de niños con naturalidad, sin el menor sentimiento de compasión hacia el animal ni de culpa, a semejante espectáculo, aún no habíamos perdido la inocencia. Eso explica aquel alegre comportamiento nuestro, del que no nos arrepentimos. En cada casa la matanza del cerdo con el añadido de la cachuela era una fiesta familiar y gastronómica. No recuerdo que la muerte haya sido nunca tan celebrada y popular, salvo quizás la del toro de lidia en la plaza. Y uno no está seguro, sino todo lo contrario, de que el nivel ético de la humanidad haya subido desde entonces.
Seguramente por eso sigue vigente entre el pueblo llano, con un punto de crueldad justiciera, el antiguo y extendido refrán de que “a cada cerdo le llega su sanmartín”. Este dicho, con leves variantes, es también popular en otros países, como Francia, tanto como la devoción a San Martín de Tours, el que, siendo soldado, partió su capa con la espada y le dio la mitad a un mendigo que estaba vestido de harapos y aterido de frío. Nadie ha derogado todavía esta extendida sentencia popular, confirmada rigurosamente por la experiencia, aunque todo se andará. No faltarán los que aleguen que destila odio bajo la capa de hacer justicia.
Puede ser; pero la frase es un pozo de sabiduría y sentido común. Se aplica con evidente fruición a los poderosos que abusan de su poder. Líbreme el cielo de señalar hoy a nadie. Que cada cual aplique el cuento. Quevedo los describe bien: “Tales son las grandezas aparentes /de la vana ilusión de los tiranos, / fantásticas escorias eminentes”. Recurren a este refrán, sobre todo, quienes sufren esos abusos y no tienen capacidad humana de evitarlos. La gente se consuela sabiendo que no hay mal que cien años dure. Hay que esperar pacientemente a que al abusador, al maltratador, al tirano, le llegue inexorablemente su sanmartín. Para eso, la imaginación popular, desde tiempo inmemorial, echa mano de la lustrosa imagen del cerdo bien cebado, que sale orondo y confiado de la pocilga y es apuñalado , indefenso, en el banco de matar, rodeado con alborozo por chicos y grandes . Ocurre siempre por San Martín cuando se recogen los membrillos aprovechando el veranillo breve, empieza un nuevo ciclo en el campo y pasan las cigüeñas por el cielo camino del Sur.
Por suerte era muy niña cuando se hacían las matanzas en nuestro pueblo andaluz y solo me quedan algunas ligeras pinceladas de aquél evento.
San Martín para mí representa el otoño y ese «veranillo» que lo acompaña así como la belleza de los frutos que nos dejan el granado y el membrillero con el recuerdo del deleite de esa «carne de membrillo». Asimismo, la floración del azafrán y el paso de las grullas.
Chiqui
Hola Abel, estoy investigando mi familia Ridruejo (por parte de mi abuela Felisa García) y he visto que conoces mucho sobre los vínculos entre toda la familia, especialmente con Dionisio Ridruejo, Felisa Ridruejo y Braulia Ridruejo. Me gustaría hablar contigo más a fondo. Te dejo mi correo y espero tu respuesta. Gracias.
Te he respondido a tu correo.
¡Qué bueno, que volviste… otra vez! Andaba yo despistado y duro de oído para escuchar el “canto del cuco” hasta que hace unos días, de repente y entre el “correo no deseado” apareció el cuco con tu último mensaje sobre San Martín y la matanza. Y ya me he puesto al día con tus envíos del mes de octubre sobre todo con el fraternal recuerdo del “huerto abandonado” y los gratísimos recuerdos que nos traen las endrinas, bizcobas y calambrujos como los tesoros del campo en otoño. Pero a mi, a estas alturas del mes de noviembre, lo que me vienen son efluvios de matanza con las connotaciones que le has puesto. Déjame que te envíe lo que escribí hace ocho o diez años porque me lo pidieron los de mi pueblo para contárselo a los jóvenes que solo lo conocían de oídas.
LA MATANZA
1. LA MATANZA. PREPARATIVOS.
Recuerdo que el año pasado cuando jugábamos aquí en el muro a aquello tan divertido de “Tú no eres de Pobar si…” mandé una participación sobre el tema de la matanza que rezaba así: “Tu no eres de Pobar si no has vivido una matanza completa, con su primer día el de la matanza, el segundo el del freje con el despiece del cerdo y el tercero el de los chorizos”.
La matanza era un acontecimiento sociofamiliar de los más importantes que anualmente sucedían en cada familia. No había duda de que en importancia estaba a la altura de las fiestas, la del Carmen o la de septiembre, únicamente que reducido al ámbito familiar. Era algo esperado por todos. Los mayores, las mujeres, sobre todo, sabían de la necesidad de reponer existencias en la menguada despensa, los hombres valoraban la necesidad de contar con brazos para esta tarea y qué mejor que los de la familia y para los jóvenes y niños suponía estrechar lazos al provocar la convivencia entre los primos. La larga familia Pascual ya había acordado dividirse en dos cuando yo tengo mis primeros recuerdos y así los Pascual-Cascante y los Pascual-Casas iban por su lado y entonces yo recuerdo las matanzas con los Pascual-Izquierdo y con los Crespo-Cuesta por parte de los Cuesta y en Valdegeña con los Gonzalo-Pascual y sus primos los García-Gonzalo.
En aquella economía de subsistencia implantada en las décadas del 40 y 50 del siglo pasado la agricultura suponía la principal fuente de cereales para el consumo familiar lo cual garantizaba el aporte necesario de hidratos de carbono. El regadío por otra parte aportaba con sus frutas, legumbres y hortalizas, el aporte de vitaminas necesario. Y por fin de la ganadería se extraía el aporte de proteínas y grasas necesario para completar una dieta mediterránea de lo más sana y variada. Es verdad que el cerdo aportaba una dosis excesiva de grasas. De aquellas piezas de tocino de 10 cm. de grosor salían unos torreznos que untados en las rebanadas de pan de hogaza y rociados con el vino del porrón hubieran provocado el infarto inmediato a los sedentarios urbanitas en que nos hemos convertido. Pero allí no ocurría esto. Es que los habitantes de allí no estaban gordos habitualmente. Claro, lo he pensado más de una vez, el manejo del hacha, de la azada, de la esteva en el arado o la vertedera, la postura para segar, escavar o aporcar, el trabajo al aire libre era la mejor dieta que se haya conocido para combatir la obesidad, pero, tranquilos, no la voy a patentar porque se seguro que nadie la va a seguir.
El cerdo, por tanto, base de la dieta, ocupaba un lugar importante dentro del complejo de la casa familiar. De los tres pisos que habitualmente tenían las casas, la más alta, el somero guardaba los cereales recolectados en el verano, de los cuales una parte no despreciable suponía la dieta, en grano o molido, del marzil o de la cerda de cría que ya unos meses antes habría sido elegido para ser sacrificado cuando le llegara su sanmartín. En la primera planta estaba la vivienda de la familia con sus habitaciones, su cocina y su despensa y en la planta baja la cuadra para los machos con su pajar anexo, las pocilgas (allí les llamábamos las cortes y no quiero entrar en profundidades) para los cerdos, un chivero para las cabras y el gallinero para las gallinas, animales todos ellos que prestaban grandes servicios a la vida familiar. Carne, huevos y leche estaban así garantizados.
Unos meses antes, como digo, se elegía el cerdo que sería sacrificado el día de la matanza con el fin de someterlo a una dieta especial para su engorde. A su condición de omnívoro (que consume absolutamente de todo) su dieta de patatas, remolachas, berzas… cocido todo ello en el caldero que sobre la lumbre pendía de los llares del hogar, era enriquecida con cereales en grano (cebada, cucos, guijas…) o molidos (el afrecho) a lo que habría que añadir todo tipo de sobras, restos o desperdicios, de tal forma que en un par de meses o tres el gorrino en cuestión habría transformado en lomos, costillas, tocino y jamones aquellas pasturas que recuerdo verlos zamparse con increíble voracidad.
Ahora también recuerdo aquella temporada en que se oía la “chufla”, el “firulí-firulón” del capador por las calles a la espera de que fuera requerido para esterilizar a los cerdos tanto a machos como hembras que se iban a destinar al engorde. Nunca me preocupé de saber la relación que existía entre la esterilización y el engorde e incluso hoy día tampoco sabría daros una explicación convincente, sé que la tiene y los viejos del lugar nos lo explicarían, pero sólo sé que se hacía así.
Y según evolucionara el engorde del gorrino y se agudizara la falta de productos de matanza en la despensa, se iba perfilando para él el día de su sanmartín. San Martín es una festividad que se celebra el 11 de noviembre en honor de Martín de Tours, siendo una fecha muy señalada en muchos pueblos de la geografía española pues es cuando tiene lugar la matanza del cerdo. Ya el refranero se ha encargado de recordárnoslo, citaré algunos: Por San Martín deja el cerdo de gruñir, Por San Martino, prueba tu vino y mata tu cochino, A cada cerdo le llega su sanmartín. En noviembre o diciembre llega la época de la matanza y se acaba con ellos cumpliéndose su destino: engordar para morir.
Para esas fechas el padre de familia ya se había encargado de acarrear un par de cargas de aliagas y ponerlas a secar para que estuvieran en buen estado de combustión para socarrar el cerdo y permitir su pelado (tanto de pelos como de piel). Tener preparados los instrumentos (entre otros las peladeras que eran de uso común y había que ir a buscarlas al último que las había utilizado) y afilados los cuchillos y en concreto el “matador” (cuchillo que sólo se utilizaba para estos menesteres y prohibido utilizarlo para otros). También recuerdo el día anterior, por la noche, cortar las sopas de hogaza con la garlopa, y si no había garlopa con cuchillo, ataviados de delantal, atacando con cuchillo afilado la media hogaza, dejando caer las finas sopas sobre la gamella que después eran humedecidas con un poco de agua y cubiertas con un trapo húmedo para que no secaran. Bueno, pues así todo preparado, vamos a dormir que mañana hay que madrugar, pues tenemos tajo.
2. EL DÍA DE LA MATANZA
Amaneció por fin el día de su sanmartín para el gorrino sentenciado. Podía haber helada, escarcha, nieve o blandura, era igual, a las ocho de la mañana habíamos quedado y ahí estaban los tíos y primos mayores de la familia puntuales a la cita, pero todavía había tiempo para remojar el gaznate con una copa o un lingotazo de la botella de anís (del Mono o Castellana, era igual) para comenzar a contrarrestar la “rasca” de frío que hacía fuera. Preparado el “gancho”, el banco y unas cuerdas para trabar al animal alguien (mejor que no fuera extraño) se encargaba de abrir la puerta de la corte por donde salía el animal hacia el portal. Dada la hora intempestiva y el horario desacostumbrado el animal avanzaba renqueante, pesadamente dada su gordura, como un poco sonámbulo. Alguien le animaba a avanzar ante las dudas y cuando llegaba a la altura del banco allí le esperaba el matarife con el gancho en ristre que aplicaba a la papada y un primer gruñido (chillido, guarrido) acompañado de un movimiento de marcha atrás era la señal para que los allí presentes se abalanzaran sobre él, lo tumbaran en el banco y lo maniataran para evitar que se pudiera levantar del banco (no siempre se conseguía). Aunque no os lo parezca, había tensión en el matarife y en los presentes, nadie decía nada, pero la tensión invadía el ambiente gélido mañanero.
Ya el matarife (el padre o un tío de la familia) había enganchado el mango del gancho en su pierna derecha aguantando los envites del animal mientras el resto sujetaba sus patas trabadas (si había algún chiquito le tocaba sujetar el rabo) y un certero golpe con el cuchillo “matador” seccionaba la yugular y la sangre (impulsada a borbotones por los movimientos del animal) caía sobre las sopas cortadas la noche anterior en la gamella que alguna mujer había colocado en el suelo y con un plato se distribuía la sangre entre las sopas para que no se cuajara. Entre gruñidos, alaridos y estertores cada vez más pausados finalizaba el primer acto de la matanza, la “matanza” del cerdo y una especie de suspiro hondo relajaba la tensión de los asistentes incluida, sobre todo, la del matarife. Y aquí no tengo más remedio que honrar la memoria de mi primo Román, el matarife que más veces y mejor vi actuar en aquellos años de mi infancia.
Tras la “matanza” venía el segundo rito, había que pelar el cerdo. Se sacaba el cerdo sobre el banco al corral porque las aliagas encendidas que se le aplicaban podían quemar el techo del portal. Con este sistema se socarraban los pelos, las cerdas del bicho y por otra parte la piel se ahuecaba endureciendo la corteza. Era muy fácil entonces arrastrar la piel con las peladeras, el morro, las orejas, las patas y los recovecos eran algo más complicados y con la aplicación de la aliaga ardiendo a las patas y antes de que se enfriaran era muy fácil a la media vuelta quitar las pezuñas (una de las pocas cosas del cerdo que no tenía aprovechamiento) y con la ayuda de agua caliente y las peladeras quedaba perfectamente lavado y limpio el gorrino.
Inmediatamente después se procedía al tercer rito de la mañana que consistía en el vaciado del animal. Cortada la tripera (“íntima” le llamábamos allí), extraído el “pijero” si el bicho era macho y colgado el animal boca abajo suponía ir desprendiendo todas las vísceras del vientre del animal. Aquí recuerdo con nitidez a mi padre que nos animaba a los niños y jóvenes que por allí estábamos a que nos acercáramos para ver en el cuerpo del cerdo lo más parecido, decía él, al cuerpo humano. Y aunque sí producía una sensación rara la contemplación de todo aquello que ahora no voy a detallar, recuerdo presenciarlo con naturalidad.
Más tarde llegué a entender el sentido pedagógico de aquel envite. No sé lo cierto de esta afirmación y me imagino que él lo repetía porque él a su vez lo habría recibido por tradición. “Abierto en canal”, que así se llamaba y limpio de vísceras, quedaba colgado del techo todo el primer día completo, para que se oreara, finalizando así el primer acto de la matanza, la “matanza” del cerdo.
Con estos ajetreos transcurría la mañana interrumpida por la comida que lo que tenía de especial era su carácter familiar, todos juntos alrededor de las viandas, eso sí, los mayores en una mesa y como no cabíamos todos los pequeños en otra, todos los primos juntos. Yo las recuerdo como gratamente novedosos, sólo nos juntábamos en estas ocasiones.
Y tras la comida comenzaba el segundo acto importante de la matanza: la elaboración de las morcillas. Ocupaba toda la tarde del primer día de la matanza y así como por la mañana la voz cantante la habían llevado los hombres, ahora, por la tarde y relacionada con las morcillas, las mujeres ocupaban el primer plano. Ya antes de comer o inmediatamente después las jóvenes (y aquí debo glosar la imagen de mi hermana Feli con quien en este aspecto tenía un lazo muy estrecho porque la acompañaba siempre a Valdegeña a las matanzas) habían ido a “lavar el menudo” (todas me entendéis) bien al Rio de La Calle o al Barranco del Cubo (entonces todavía no había agua corriente en las casas), pisando hielo, escarcha o nieve y dejándose, ¡las pobres!, las manos, en muchos casos ensabañonadas, en aquellos regatos y charcas que las más de las veces estarían heladas. Pero el menudo volvía limpio, sin embargo, aún recuerdo ver a mi hermana en una última actuación con aquella materia viscosa, armada con una horquilla grande, de aquellas negras de sujetar los moños, “raer los hilos”, eliminar por ese método las últimas trazas de flora intestinal de lo que iba a ser el envoltorio de los chorizos.
Y mientras unas “lavaban el menudo”, otra preparaba el “bodrio”. Retomando la gamella con las sopas y con la sangre de la matanza, añadiendo en proporción y en cantidad las especias, pasas, chichorras… según la receta que tradicionalmente se hacía en la familia bajo el control de la “jefa del tinglado aquel”, y amasando con las manos se formaba esa masa con las que las mozas, decía Alejandro, untaban a los mozos que por allí se acercaban y con la que se rellenaban trozos de tripa cosidos por una de sus aberturas para una vez rellenadas con el bodrio coser la otra y echarlas a cocer. Y cuando las tripas se acababan y sobraba bodrio la última labor que se hacía era la de “coser los tripos” hasta que el bodrio se acababa.
El rito continuaba con la colocación, sobre la lumbre y sobre unas grandes trébedes, de una gran caldera de cobre dorada y primorosamente cuidada, llena de agua. Recuerdo ver unas cabezas de ajo flotando en su superficie y en ella la abuela Anisia echando las morcillas para su cocción, de vez en cuando darle vueltas hurgando en aquel mondongo con una gran cuchara de madera.
La cuchara tenía agujeros y cuando ella creía que ya estaban cocidas las iba sacando una a una, dejaba que el caldo cayera por los agujeros y, si al tacto notaba que ya estaban cocidas, pasaban a engrosar el montón de las cocidas en la gamella correspondiente. La última en salir era la “cular”, la más grande.
Tras varias tandas repitiendo el rito, el caldo resultante de la cocción de las diversas tandas y de algunas que se reventaban debía ser algo tan valorado como para hacer partícipe de él a vecinas, conocidas, amigas y familiares que no estaban en la matanza. Oye, chiquito, diría mi madre (aunque esta denominación me suena más a mi padre que a ella), “hay que avisar al caldo” y ya se encargaba ella de hacerme la relación, sin dejarse a nadie, de a quien tenía que avisar para que se acercaran provistas de su puchero para llenarlo de caldo. Lo recuerdo como un acto bastante desagradable por culpa del perro suelto en las casas que tenían corral, si llamabas desde la puerta del corral no te oían, si entrabas a llamar a la puerta del portal allí te esperaba el perro con cara de pocos amigos. Al final se enteraban entre las voces y los ladridos del perro, pero del sofocón ya nadie te libraba.
Compartir con los primos los juegos de cartas, la cena, la cama y el cuarto en alguna ocasión (no se me olvidan las alcobas que daban a la sala en casa de los Crespo-Cuesta y compartir en Valdegeña cama y cuarto con los primos Gonzalo-Pascual) culminaba el primer día de la matanza.
3. EL DÍA DEL FREJE
El segundo día de la matanza se inauguraba con un almuerzo que se ha convertido en un clásico porque a cualquier pobareño que le preguntes lo que se tomaba en las matanzas el día del freje para almorzar te dirá que migas y sopas con higaditos y además casi podría asegurar que así se hacía en todas las casas del pueblo. Cortadas las sopas de hogaza, desmigadas, humedecidas y tapadas la noche anterior les esperaba una sartén grande (no hay que olvidar que en casa éramos ocho) con tres patas de 20 cm. cada una, colocada sobre las brasas del rimador. Una cucharada de manteca y unos ajos refritos esperaban a las migas que tras vuelta y vuelta con la rasera conseguían adquirir ese tono tostado característico de las migas bien cocinadas. Si a las migas les acompañaba una buena fuente de torreznos, rodajitas de solomillo y otros componentes cárnicos y eran regadas por el Rioja tempranillo en un “porrón que no pare” entenderéis porqué este plato se hizo clásico en las matanzas. El almuerzo se completaba con las sopas de ajo con higaditos. Yo creo, pero esto es apreciación personal, que tenía menos aceptación que las migas, pero, bueno, a lo mejor servía para desengrasar.
Respecto de las migas yo tengo un tema clavado desde hace tiempo y no acabo de aclararlo. Le tenía oído a mi madre que las migas las había introducido el abuelo Santos, su padre que es quien las hacía en su casa, las había importado de Extremadura fruto de los varios viajes que con el ganado trashumante hacían a esas tierras. Y yo, ¡borrico de mí!, (entonces no estaba interesado en estos temas) no indagué más sobre si las migas habían sido introducidas por él en casa o en Pobar, saber más sobre su actividad con la trashumancia y la época en que se produjo (supongo que última década del siglo XIX y primera del XX).
Pero el segundo día de la matanza viene determinado por lo que podemos llamar el despiece del cerdo, 24 horas después ya estaba suficientemente oreado. Una vez descolgado lo primero que se procedía a realizar era el pesaje, incluida la “íntima”. Un peso que podía acercarse a los 200 kg. había de hacerse con una romana especial. El pueblo adquirió una romana para uso de todos los vecinos y ahí tienes al “chiquito” de casa a buscar la «romana» del pueblo para pesar el cochino el día del freje en la matanza. Os imagináis las apuestas antes del pesaje entre los asistentes y las comparaciones con los cerdos de años anteriores, y todo el mundo tenía presente en qué casa se había alcanzado el peso máximo en ese año.
Y una vez pesado y descolgado comenzaba el despiece. Desgajada la cabeza alguien con buen pulso y buen tino, hacha en mano, se disponía a ir separando las costillas del espinazo alternando ambos lados para sacar el espinazo “mondo y lirondo” y sobre todo enteros los lomos. Cuchillo en mano terminaba la faena dejando dividido el cerdo en dos partes iguales. Una vez sacadas las costillas había que sacar los lomos que al principio podía hacerse sacándolos con las manos, al final había que utilizar el cuchillo pero procurando no meterse en la carne del lomo, ni bajar demasiado para no meterse en el terreno del jamón. Cada parte del cerdo quedaba para ser dividida en tres partes: la del brazuelo, la parte central como una buena pieza de tocino y la parte trasera la del jamón.
Tras el despiece venía la labor de “descarnar” que eso, cuchillo en mano, lo podía hacer cualquiera siguiendo las instrucciones que te daban los mayores. En esta labor había que separar claramente dos tipos de tejidos: las partes magras y las partes grasas, sin confundir la grasa con el tocino y los trozos sanguinolentos. Sacar la papada y la careta del cerdo solía hacerlo algún entendido, había que utilizar ágilmente el cuchillo para acercarse bien a las cajillas (las mandíbulas) o al testud. Diseñar los brazuelos y sobre todo los jamones exigía conocer un poco la anatomía del cerdo. Lo que se intentaba era conseguir la mayor parte de carne magra sin grasa, pero sin dejar limpios los huesos por ejemplo de las costillas, o del espinazo o quitarles carne a los jamones o a los lomos, porque esta carne es la que una vez picada es la que se iba a convertir en chorizos.
Acabado el proceso del “escarnado” había que proceder al proceso del picado de la carne. Y aquí recuerdo haberlo hecho muchas veces, atornillar la maquina picadora a la mesa y en los agujeros preparados al efecto era coser y cantar. Acoplarle las cuchillas previamente afiladas contra el filtro de agujeros que te indicaran para que el picadillo saliera del grosor deseado y comenzar a darle a la manivela con la derecha introduciendo con la izquierda por la bocana de la máquina los trozos de carne que otro te iba proporcionando cortando los trozos del tamaño apropiado para introducirlos en la máquina, era fácil y te turnabas con el proporcionador de los trozos y así todo el mundo participaba.
Y de este proceso resultaban dos gamellas muy distintas, ambas destinadas a ser convertidas en chorizos, pero ¡qué distintas!: los chorizos y las “güeñas”. La gamella con la carne picada de los chorizos tenía la mayor parte de la carne magra extraída de las diversas partes del cerdo, era la más abundante y ahí tengo muy nítida la imagen de mi hermana Feli, (se trataba del “adobado de los chorizos”), arrodillada delante de la gamella introduciendo las manos en aquella masa de carne picada dispuesta a recibir el majado de ajos con sal (que alguien previamente había limpiado, quitado la guía y machacado), repartirlo por encima de toda la masa y esperar a espolvorear unas cuantas cucharadas de pimentón de la Vera para comenzar a amasar, dar vueltas y revueltas para que el majado y el pimentón quedara repartido por igual y que toda la masa de modo uniforme adquiriera el color rojizo del pimentón y el aroma mezcla del ajo con el picante del pimentón. La gamella para las güeñas tenía menos cantidad, en ella figuraban los trozos de carne sanguinolentos, ciertas vísceras (los bofes, por ejemplo) que previamente cocidos eran pasados también por la maquina picadora y, a veces, carne procedente de otros animales eran tratados y amasados con ingredientes parecidos (ajos, pimentón y sal) y quizás algunos más. De esta masa saldrían las güeñas, chorizo especial que formaría parte esencial en los cocidos que a lo largo del año se irían produciendo.
Me queda por reseñar la parte lúdica y jocosa que nos deparaba el día del freje a la muchachada. Era costumbre que una vez descolgado el cerdo, en el lugar donde estuvo colgado (si allí no era posible se haría en la majada, en la cuadra, en el pajar o donde fuera) se montara un columpio con la soga de colgar y por una manta colocada como asiento iban pasando a reo vecino todos los componentes de la “calderilla” matancera, el resto empujaba el columpio y el tope (a veces temerario) era llegar al techo tras los sucesivos lanzamientos. Seguro que muchos tienen anécdotas, no siempre agradables, del columpio por el que todo el mundo tenía que pasar, los más intrépidos los primeros, los más tímidos después y a veces no siempre de buen grado.
La segunda actividad de la parte lúdica del freje lo constituían los “chomarros”. Se trataba de probar si el adobo de los chorizos había quedado al gusto del personal y para ello había dos formas de probarlo, una preparar una buena fuente de picadillo, dándole unas vueltas en la sartén y la gente lo probaba y reprobaba y advertía si un poco más de sal, ajo o de pimentón contribuiría a llegar al sabor deseado. La segunda consistía en preparar un cucurucho con papel de estraza relleno con picadillo y tenerlo unos minutos entre la ceniza y las brasas de la lumbre, esto se hacía más entre los críos. El “chomarro” o “chumarro” lo tenemos definido en el VOCABULARIO como “picadillo del cerdo envuelto en papel, asado, que se comía en la matanza del cerdo”. Aquello, no sé si por lo novedoso o qué, pero estaba ¡rico, rico! sin que nos importara mucho la sal o el pimentón.
4. EL DÍA DE LOS CHORIZOS
Recordáis que a la hora de “descarnar” había que hacer dos montones: las partes magras y las partes grasas. Las partes magras ya han quedado adobadas y ahí están en la despensa a la espera de ser embutidas. Ahora le tocaba el turno a las partes grasas. El cerdo y su carne sabéis que es excesivamente rico en grasas y ésto, que hoy no está considerado entre sus virtudes, entonces la grasa, la manteca en concreto la de cerdo era un bien muy preciado y estimado. Os puedo asegurar que el cerdo tiene grasa hasta en las pezuñas, entre las costillas, sobre, en y bajo la carne, el tocino de veta era muy valorado y sabroso, el “gordo” del tocino frito o cocido es pura grasa y los “entresijos” lo tenemos definido como ”manteca adherida al menudo del cerdo” y las “mantecas” ese tejido adiposo que se situa entre la tripa y el abdomen que puede tener varios centímetros de espesor y convertirse en la mayor reserva de manteca, de grasa del organismo (no os olvidéis del parecido que establecía mi padre del hombre con el cerdo cuando lo vaciaba).
La obtención de la manteca se decantaba por un método que debió ser tan antiguo como el hombre que tras descubrir el fuego vería cómo la carne animal, sometida al fuego desprende la grasa o manteca en forma líquida mientras que los tejidos en los que se sostiene siguen quedando sólidos. Claro, y ahora recuerdo cómo en una caldera de cobre dorada y primorosamente cuidada como la de las morcillas, pero más pequeña, puesta igualmente sobre el fuego, se iban echando trozos de tejido graso y poco a poco el fuego iba decantando la grasa que en forma líquida inundaba la caldera, mientras que los trozos de tejido en los que se apoyaba la manteca iban quedando cada vez más reducidos. Al final estos trozos, se les llamaba las “chichorras”, pasaban a ser consumidos, bien directamente (con pan y vino no estaban mal) o bien convertidos en subproductos y en concreto estoy recordando uno, “la torta de chichorras”, que todo el que la haya probado la recordará con nostalgia.
La manteca y su uso y consumo merecen tratado aparte. El consumo de manteca en los principales platos de aquella cocina castellana era inevitable. Aderezar las legumbres, rehogar las verduras (repollo que allí se consumía porque se criaba y bueno) era esencial. No me extenderé más en este tema porque no es mi fuerte ni me acuerdo. Pero hay una cosa relacionada con la manteca y su conservación que no puedo pasar por alto. El día del freje por la tarde en alguno de los bancos o sillas de la cocina, podías ver a alguien, normalmente chica o mujer mayor, que sobre una tabla en las rodillas inflaba con una caña una especie de globo de reducido tamaño al principio pero que por efecto de la presión y el frotamiento con ambas manos contra la tabla e insuflando aire con la caña, tras un buen rato, aquello iba adquiriendo un volumen considerable, era la vejiga del bicho que, para que veáis que nada se desperdiciaba, convenientemente lavada iba a ser llena de esa manteca oscura cuando era líquida, pero blanca cuando se solidificaba, que pasaría a adornar la fresquera (frigorífico casero) o colgar de los machones de la despensa. La manteca se guarda en tripa o en latas para el uso al que hemos hecho referencia. Creo, tengo entendido que ¿la manteca también se usaba para hacer jabón? Necesito que alguien me lo confirme.
Bueno, tras la comida a la que ya no solían asistir los invitados de los dos días anteriores llegaba el último proceso, el que le daba el nombre al tercer día de la matanza: El día de los chorizos. Preparada la gamella con la carne picada de los chorizos en adobo, preparados “los hilos”, trozos de tripa de más de medio metro de largo, atados por una punta, preparada la “máquina de hacer chorizos”, la misma que la de picar sin cuchilla y sin agujeros pero con un embudo donde alguien experto (seguiré recordando a mi hermana Feli con quien me tocó hacer esto muchas veces) introducía el trozo de tripa por fuera del embudo a la espera de que el que le daba con la derecha a la manivela e introducía el picadillo con la izquierda en la máquina comenzara su actuación para ir viendo cómo el picadillo iba llenando el hilo, pinchado en origen para extraer burbujas de aire, adaptando la forma del hilo según se iba llenando y atándolo al final. A esto se le llamaba “embutir” y a su efecto el “embutido” de donde ha tomado su nombre. Teníamos ya la primera vuelta de chorizos. la operación podía complicarse porque podía salir algún hilo roto, si se acababan los del cerdo había que echar mano de los comprados y “dónde iba a parar”, no “tenían ni color”.
Si todo iba bien pronto la gamella del picadillo se convertiría en gamella llena de vueltas pero sin achorizar, ahí estaba otro grupo de mujeres prestas a coger cada vuelta y con trozos de algodón ir haciendo choricitos de 10 cm. aproximadamente en cada vuelta. También tenía su aquel el achorizado, si no sabías hacer bien el nudo corredizo el algodón no corría, si apretabas mucho podías cargarte el hilo y de nuevo había que embutir.
Una vez achorizada la gamella de chorizos y también por este mismo sistema la de las güeñas solo quedaba, tras secarlos con un trapo para que no gotearan, colocarlos en la “varanda”, palo del que se cuelga la matanza para que se seque, según el VOCABULARIO y acompañar así a las morcillas que ya pendían de otra varanda y de otro machón de la cocina. Los lomos, las costillas, las piezas de tocino, el espinazo, la papada y la careta ya estaban bajo los efectos de la salazón y el adobo en la despensa a la espera de que, progresivamente y por turno, fueran apareciendo en el hueco de la chimenea para ir curándose con el calor y el humo de la lumbre.
Así terminaba la faena, que, después de la recolección, era sin duda la más importante en la economía de subsistencia allí implantada. Y la gente estaba feliz. A punto de afrontar el invierno estaban los graneros llenos y la despensa a rebosar. Si la tellada estaba llena ya podía arreciar el cierzo y ulular recio en las grietas de la chimenea, la nieve caer mansamente para que las úrguras la arremolinaran en los ventisqueros y si llovía copiosamente bueno sería para que en primavera y en verano las fuentes manaran copiosamente. La tranquilidad de tener cubiertas las necesidades básicas de subsistencia cincelaba un pequeño rictus de complacencia en los adustos rostros de aquella gente. Mi gente.
Yo me quedé muy satisfecho de este artículo. Me costó tiempo y esfuerzo el recordar la cantidad de detalles que aquí presento. La distribución y organización fue fácil, era seguir el rito de lo acaecido en esos tres días. Me gustó enmarcar este hecho en el régimen de economía de subsistencia en que vivimos nuestra infancia. Y pude recordar y revivir los lazos de familia y constatar que la mayor parte de ellos ya no están entre nosotros. Lo viví muchas veces y eso facilitó su escritura, pero ha pasado mucho tiempo y eso lo dificultó. Recibí felicitaciones varias, pero también las diatribas de algún vegano y animalista que no pudo terminar de leerlo.
Me alegra, Aurelio, que nos reencontremos aquí. Has hecho una verdadera historia sobre la matanza. Gracias.