El canto del cuco

Cuaderno gris de Abel Hernández

Mes: diciembre, 2018

NAVIDAD 2018

Un clamor se ha oído en Ramá,

Llanto y lamento grande:

Es Raquel que llora a sus hijos,

Y no encuentra consuelo,

Porque ya no existen.

(Jeremías, 31, 15)

 

II

 

El Ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto. Permanece allí hasta que te avise. Porque Herodes busca al niño para matarlo”. José se levantó. Aún era de noche. Tomó al niño y a su madre, y huyó a Egipto.

(Mateo, 2.13)

 

III

 

Este inquietante año que concluye es el año de las mujeres, que defienden la dignidad humana que nunca debieron haber perdido, en igualdad de condiciones con los hombres. Sigue el llanto por las mujeres violadas, sojuzgadas, maltratadas, despreciadas o asesinadas. Este ha sido en 2018 el gran grito de la humanidad. El grito de Raquel que viene de lejos. Y es el año de las grandes migraciones , que huyen del hambre, de la persecución  y de la guerra. Y se juegan la vida en el camino.

La primera felicitación de esta Navidad me ha llegado por watshapp. Es una estampa con tres figuras humanas  que van de camino. Me viene con un escueto y, hasta cierto punto, enigmático comentario: “La historia se repite; no aprendemos”.  Es de noche y, a pesar de eso, siguen de camino. El camino se adivina escabroso. No se distinguen los perfiles ni las orillas. Como si avanzaran trabajosamente entre la maleza. Hay luna llena, pero ello no impide que en el cielo brillen un montón de estrellas diminutas. Como se ve, todo es un poco naif.

El hombre y la mujer son jóvenes, morenos, de rostro agradable. Parecen hispanos. Él tiene bigote, un bigote fino, y lleva una visera barata. Viste vaqueros y una camiseta amarilla de manga corta. Calza zapatillas muy desgastadas. Lleva a la espalda una mochila. Con la mano derecha extendida parece que va separando obstáculos y con la izquierda, que pone delicadamente en la espalda de ella, trata de ayudarla. La mujer también viste vaqueros, calza chanclas y, colgado del hombro, envuelto en un chal morado, carga con el niño, que también es moreno y va descalzo. La madre porta en cada mano una pequeña bolsa de color naranja. Uno sospecha al verlos, sin miedo a equivocarse, que hace días que han salido de su casa y que en la mochila y las bolsas llevan todas sus pertenencias.

Mirándolos bien, parecen mexicanos; pero lo mismo podían ser guatemaltecos, hondureños o acaso venezolanos. Se ve a la legua que han dejado atrás su tierra y que tienen prisa por llegar. Si no, no caminarían de noche. Aunque también pudiera ser que  anden de noche para no ser localizados o para evitar el tremendo calor del desierto. Eso explica que vayan tan ligeros de ropa, sin abrigo. El rostro de la mujer desprende serenidad. Al hombre se le ve decidido, pero intranquilo y preocupado, como si les amenazara algún peligro. Puede que estén ya cerca de la frontera. Una luz misteriosa, a pesar del evidente desamparo, ilumina a los tres. Cada uno de ellos lleva detrás de la cabeza una aureola dorada y luminosa, como las que se ven en los iconos de las tablas bizantinas. En el centro de la aureola del niño figura una cruz de rojo intenso con las letras alfa y omega. Su identidad parece, pues, fuera de duda, sin necesidad de que nos enseñen el pasaporte. No llevan visado. Así que milagro sería que, cuando esta noche lleguen a la frontera, les dejen pasar los guardianes fronterizos.

¡FELIZ NAVIDAD A TODOS LOS SEGUIDORES DE «EL CANTO DEL CUCO»!

 

EL CHOPO

Yo tenía un chopo en mi jardín. Al atardecer estorninos y gorriones venían a dormir en sus ramas más altas, pregonando su secreto a los cuatro vientos. Por la mañana pronto, en el buen tiempo, las torcaces en celo se citaban en él, zureando entre el verde follaje. Más de un año las palomas bravías construyeron allí su nido elemental. El árbol servía, sobre todo, de tribuna privilegiada de los mirlos cantores en primavera. Las ruidosas urracas también hacían parada habitual y no era extraño observar en sus ramas bajeras al petirrojo, el pinzón o la curruca. Era un “populus simonii” de crecimiento rápido. Lo planté con mis propias manos hace algo más de un cuarto de siglo. Se había hecho gigantesco. Con sus treinta metros de alto, sobrepasaba ampliamente el tejado del vecino como si quisiera tocar con su copa las estrellas. En la corteza de su tronco, como huellas del tiempo, aún se notaban las señales que marcaban la estatura, cuando eran niños, primero de los hijos y después de los nietos.

El chopo era mi primera visión del día. Cuando me levantaba de la cama y me asomaba a la ventana, él estaba allí, enfrente, con una lealtad absoluta, esperando, como una llamarada de vida y esperanza. Aseguro que su verde y alegre visión me ayudaba a levantar el ánimo si andaba decaído. Cuando los hijos se fueron y la casa empezó a quedarse vacía, el árbol hacía compañía a su manera. Era como una invitación permanente a perderse en la Naturaleza. La Naturaleza salía al encuentro en la misma puerta de la casa. O mejor, dentro de casa, porque el árbol se había convertido en parte esencial de la casa y de su ecosistema. Él se ocupaba, sobre todo, de limpiar el aire. A mí me gustaba escuchar el rumor de sus hojas movidas levemente por el viento. Hacía que me reencontrara con mis orígenes rurales. Recreaba a su lado los chopos del ejido, los arces de la dehesa, los robles de los prados o los familiares olmos de las herrañes. Más de una vez, sin que me viera nadie, he abrazado su poderoso tronco. Y aún está, ahora mismo mientras escribo, el pequeño jardín cubierto de sus hojas caídas, que forman una espesa alfombra olorosa. Me gusta pasear sobre ellas y me estoy resistiendo a rastrillarlas.

Hace una semana, cuando me desperté y abrí la ventana, sentí un escalofrío. Un vendaval había desgajado de madrugada el chopo y la mitad del árbol aparecía caído sobre la valla del vecino. Estaba aún levemente colgado del tronco principal, como si se resistiera a morir. Aseguro que he visto estos días un inhabitual cortejo de pájaros sobre el ramón tronzado, como si quisieran despedirse del árbol. La parte del “simonii” que se mantenía en pie aparecía desequilibrada. Era un peligro manifiesto. Cuando lo vio el técnico arbolista, certificó su tala. Acudí al Ayuntamiento y solicité la autorización. Pagué la tasa correspondiente, y esta mañana los técnicos, en un espectacular ejercicio de equilibrio y precisión, han escalado hasta la copa y, `paso a paso, de arriba a abajo, lo han tarazado. Ha muerto de pie, herido por el viento, como tiene que ser. La operación ha durado cinco horas. Después se han llevado los despojos a un centro de tratamiento de residuos vegetales. Me asomo ahora al jardín y está vacío. Sólo me queda pasear esta noche sobre las hojas secas.