El canto del cuco

Cuaderno gris de Abel Hernández

Mes: junio, 2017

EL PASO DEL FUEGO

Cuando cae la tarde y se acerca la noche de San Juan, una fuerza interior me traslada, quiera o no quiera, a las Tierras Altas de la Alcarama. Entre los imborrables recuerdos de la infancia figuran dentro de mí, de forma destacada, tanto como la emoción de la primera nevada, la contemplación del paso del fuego en San Pedro Manrique y las leyendas que contaban en casa esta noche poblada de misterios. Veo los troncos humeantes de la hoguera y a los encargados de preparar el pasillo de fuego moviendo sus largos horguneros. Escucho la alegre charanga y observo saltando a la bulliciosa juventud que sube por la calle hasta la plazuela de la ermita, donde tendrá lugar el acontecimiento a medianoche. Será entonces cuando los más valientes, entre los que suele figurar alguna mujer, pasarán la alfombra de brasas con los pies descalzos, cumpliendo una antigua tradición. Es un rito que se repite año tras año sin perder interés, aunque, convertido cada vez más, haciendo honor a los nuevos tiempos, en un espectáculo turístico y pagano.

Y aquí detengo el relato. Soy consciente de que he contado ya esta historia infinidad de veces de muy distintas maneras. Incluso arranco con ella las “Leyendas de la Alcarama”. (Me imagino ahora a mis personajes, Esteban y Gabriela, ella vestida de móndida, entre el humo de la hoguera. ¿Qué habrá sido de ellos?). Ha llegado el momento de pararse y reflexionar. La noche del solsticio de verano, en la que se encienden las hogueras y se realiza la purificación por el fuego, es una buena ocasión. Es verdad que el cuco canta siempre la misma cantinela y a nadie le parece mal. Los cuentos se repiten y las repeticiones agradan a los niños. El chatarrero que llega a la urbanización todos los fines de semana se anuncia siempre por el altavoz con las mismas palabras. Lo mismo hace el tapicero y el afilador. Se repiten la fuente y el río: siempre la misma canción, pero con distinta agua. Se repite el ciclo de las estaciones y las oraciones que aprendimos, la música que oímos, los saludos rutinarios y las expresiones amorosas. Puede decirse que la vida es una repetición de momentos, de palabras y de paisajes. Entonces ¿a qué viene este titubeo? A ver si me explico.

Llevo más de cinco años con “El canto del cuco”. Esta es la entrada 251 del blog, con 4.672 comentarios. En todo este tiempo me he esforzado por ser fiel a mi propósito de recoger las despojos de la cultura rural, que se acaba. He defendido los valores de la vida en los pueblos. He denunciado el abandono y la injusticia. He recorrido el ciclo de las estaciones. He contado lo que va de ayer a hoy. He presentado una galería humana de entrañables personajes: los últimos vecinos. He dibujado con la mayor fidelidad posible el escenario físico y humano de las Tierras Altas de Soria, -mi escenario vital y literario-, que se han convertido por desgracia del destino en el mayor desierto demográfico. Y, en fin, he procurado estrujar la memoria de mi infancia, casi hasta el agotamiento. Me parece que es el momento de hacer un alto en el camino, descansar, echar un trago y buscar la mejor ruta para no perderme, para no perdernos. El caso es que no voy solo. Miles de personas siguen este blog, según los datos que puntualmente me llegan. Son de España y de medio mundo. Sin este acompañamiento coral, “El canto del cuco” no tendría sentido. Voy a ser claro como el agua clara del manantial: necesito saber de los que me acompañan si empiezan a aburrirse de este paisaje áspero y monótono, que se repite y se repite y por el que caminamos . O, dicho de otra manera, si se cansan de mis relatos rurales y de los cristales rotos de la memoria. Espero sus sugerencias antes de continuar el camino.

Personalmente creo que queda terreno por explorar. Incluso me he animado leyendo “El suplicio de las moscas” de Elías Canetti. Dice que “el que ha aprendido bastante no ha aprendido nada”. Y, sobre todo, hace la siguiente observación, que me estimula: “Jamás llegará a ser un pensador, se repite demasiado poco”. Puede que no haya más remedio que repetirse y machacar la reja ardiente sobre el yunque, como en las viejas fraguas. Otra vez el fuego en la noche de San Juan. En realidad, este es mi paso del fuego particular.

NOSTALGIA DE LA TRIBU

Ocurre a veces que vas pasando rutinariamente las páginas de un periódico o de un libro, o viajas distraído en el autobús, o te encuentras con alguien desconocido, y te asalta una frase o una idea que te conmueve, te ilumina por dentro como un fogonazo de luz y te descubre de repente lo que presentías y llevabas tiempo buscando. Dices entonces: ¡Pues claro! ¿Cómo no se me había ocurrido? Y ves que esa revelación, tan sencilla en apariencia, tan al alcance de la mano, te explica, como ocurrió en este caso, tu empeño en recrearte en describir el final de la vida rural. Te das cuenta de que tu defensa de los pueblos y de la cultura milenaria que agoniza es más que un regreso al escenario de la infancia perdida -ahora que la casa está también cerrada, puede que para siempre-, un instinto de conservación o un impulso de compasión ante el desastre humano de la despoblación. Es todo eso, pero es, sobre todo, la nostalgia del clan y de la tribu, algo que tenemos innato, metido en las entrañas.

El que me ha dado razón de esto ha sido el escritor y periodista norteamericano Sebastian Junger, que ha escrito un libro titulado precisamente “Tribu”, en el que concluye que “estamos configurados, hoy y hace un siglo, para vivir en comunidades de cien personas”; es decir, para convivir en una aldea o en un pueblo pequeño. Recuerda, a este propósito, las dificultades que encontraban muchos soldados en la guerra de Afganistán, con los que él convivió, para reintegrarse a una vida normal en casa. “Querían volver al frente y seguir luchando -dice-, y ese lugar era totalmente tribal: vivían en una unidad de cuarenta hombres, absolutamente dependientes los unos de los otros”. Pensó en su tío Ellis, con sangre india, que le había advertido: “Si pruebas algo distinto de la sociedad moderna, no quieres volver a ella”. Está claro -reflexiona Junger- que “un país no es una tribu ni una aldea. El truco es cómo trasladar esos principios a escala mayor para mejorar la calidad de nuestras vidas”. Pues eso.

¿Y cuáles son esos principios? El primero de todos, el sentido de pertenencia a un grupo, en el que hay mucho en común. Esto lleva consigo la ayuda de unos miembros a otros, sin hacer trampas porque allí todos se conocen y todo se sabe, la dependencia mutua y la camaradería. La competencia o el conflicto con otro grupo exterior ayuda a la cohesión del clan. “En la sociedad tribal -dice Rubén Amón en “El País”- se comparte la pobreza, pero también el tiempo y las relaciones”. Por supuesto, el juego y el trato asiduo y cercano unos con otros. La comunicación permanente, casi sin secretos de familia. Y esa ancestral necesidad de pertenencia a un pueblo o a un grupo aumenta frente al individualismo moderno. Sí, ya sé, la perversión de este proceso tribal es la vuelta a los nacionalismos excluyentes, como ocurre, sin ir más lejos, hoy en Cataluña. Ese es el peligro. La vuelta a lo local rodeándose de paredes y quedando parapetados e incomunicados. Junger define a alguien de la tribu como aquel a quien darías tu comida. En realidad éste es también un rasgo característico, una aportación fundamental del cristianismo bien entendido, que además amplía la exigencia moral y obliga a dar también pan al que tiene hambre aunque no sea de tu tribu o pertenezca a la tribu enemiga.

A la luz de todo esto, he reflexionado sobre aspectos inolvidables de la vida en el pueblo que confirman su naturaleza de tribu o clan. Pertenecer al mismo pueblo marca para siempre. Y más aún si eres del mismo barrio -del barrio de arriba o del barrio de abajo- porque la convivencia es más estrecha. Cuando dos antiguos vecinos -del barrio de arriba o del de abajo- se encuentran de nuevo lejos después de muchos años incomunicados tras la dispersión de la emigración, se reconocen enseguida, se alegran y sienten especial afecto como miembros del mismo grupo, como de la misma tribu o familia. Cuanto más lejos ocurre el encuentro, más se amplia -a la comarca, a la provincia, a la región, al país- el espacio afectivo del clan. Lo mismo ocurre con los viejos compañeros de la mili o de la Universidad, o con los seguidores del mismo equipo de fútbol. Surge enseguida la camaradería. Las actuales hacenderas de Sarnago, llegando de fuera y trabajando unidos y desinteresadamente para arreglar el pueblo deshabitado son, en el mejor sentido, un buen ejemplo de comportamiento tribal. Cuando el pueblo estaba habitado, los vecinos eran convocados por el Ayuntamiento e iban “de caminos” realizando, juntos, trabajos comunitarios. Lo mismo hacían, en este caso, cada uno con su yunta, sembrando y recogiendo la cosecha en las rozas del común y trillando el centeno, todos juntos, en el ejido con gran algazara. Para mí, una estampa memorable.

Pero hay otras imágenes y otros comportamientos que reflejan mejor esta ancestral pertenencia a la tribu. He aquí algunos que me vienen ahora a la cabeza: El eterno pleito con el vecino pueblo de Fuentebella, que cohesionaba al pueblo; la costumbre de acudir todos, a toque de rebato, con cubos a apagar un incendio, o con horcas y palas de madera a recoger la parva del vecino cuando llegaba la tormenta; la obligación de dar posada “a reo vecino” al pobre que llegaba y no tenía cobijo; la decisión de ayudar entre todos a levantar el pajar o la majada incendiada; la costumbre ancestral de no desamparar a la familia cuando moría el padre y quedaba la cosecha sin recoger o la siembra a medias, y, en fin, el respeto silencioso con que todo el pueblo, en doble fila, acompañaba al vecino muerto hasta el camposanto. Estoy pensando que los que decimos ahora con orgullo “¡Yo soy de pueblo!”, en realidad estamos dando un grito tribal.