REGRESO AL PUENTE DE GARRAY

La cita familiar del otoño, hasta que murió mi hermano, era, como tengo contado aquí, en Garray, al pie del cerro de Numancia, junto al Duero, que este año baja menguado por la sequía, aunque ahora vuelve a llover con fuerza sobre los álamos de la orilla. En la popular tasca de “El Goyo” no faltaban nunca el sabroso picadillo, las setas de cardo, las alubias con chorizo y las chuletas de lechal.

 Desde niño me ha impresionado este lugar. Es un rincón en el que confluyen la historia, las aguas, los pájaros de paso, las aceñas y las merinas de la trashumancia, un paisaje singular envuelto en el machadiano campillo amarillento “como pardo sayal de campesina” y en la exuberancia vegetal que ciñe la austeridad del mítico y solitario cerro. “Y los llanos, abajo, -dice el poeta de la tierra, Fermín Herrero- de rastrojos y piezas recién labradas, lomas de encinares, cerros de ceniza e hileras de chopos  que fijan los riachuelos”. Y añade: “Que me quede con su pureza, y sople el viento y todas las recordaciones sean albergue y emoción, nunca holladas”.

Recuerdo mi asombro cuando, con ocho o nueve años, viajé por primera vez a Soria, en “La Exclusiva”, y contemplé, además de la luz eléctrica en la capital, que aún no había llegado al pueblo, el puente de Garray, donde el Tera se rinde y cede generosamente sus aguas al Duero, el río de Castilla. Me impresionó. En Sarnago no había río, sólo barrancos y riachuelos con pasarelas de piedras. Hasta entonces el puente más grande que había visto era el de dos ojos del Linares, apenas un hilo de agua recién nacido, cuando bajábamos al molino o al mercado de los lunes a San Pedro Manrique.

 En este vórtice se siente como en pocos lugares la confluencia de las civilizaciones. El mismo nombre de Garray, tan parecido a Garay, parece hacer referencia a un enclave vasco en el corazón de la Celtiberia. Cerca discurre el río Zarránzano, que lo confirma. Aquí se asentaron antes  las legiones romanas con Escipión al frente, y los pelendones numantinos prefirieron morir a rendirse, como se sabe. Eran tiempos en que la épica aún dominaba, para bien o para mal, la historia humana.  Al pie de la ladera, por si faltaba algo, destaca la ermita románica de Los Mártires, cargada de belleza y de misterio. Y en la salida del pueblo, donde se bifurca la carretera -una se encamina  al puerto de Oncala en mis Tierras Altas y la otra se encarama  al de Piqueras camino de Logroño- nos sorprende un dinosaurio de tamaño natural. Puede que aún quede alguno vivo por estas soledades.