OFICIO DE DIFUNTOS
De niño yo tenía miedo a los muertos. Me aterraba la muerte. Escuchaba temblando el tañido de las campanas -din…don…din…don…- tocando a muerto. Temblaba cuando mi madre me llevaba por la noche a un velatorio, en el que se rezaba monótonamente el rosario en la cocina con el muerto a dos pasos, amortajado sobre la cama en la salita de al lado. Me asustaba escuchar al caer la noche el canto fúnebre del “fanflorí”, el pájaro que anunciaba la muerte inminente de alguien. Esto adquirió carácter de certeza en mí cuando lo vi una noche posado en el tejado del tío Cayetano, el sacristán, la misma noche que murió. De monaguillo, me impresionaba sobremanera el sonido de la caja del muerto cuando golpeaba el suelo del hoyo recién abierto en el camposanto, depositada con cuidado, valiéndose de sogas, por los sepultureros, que eran vecinos del pueblo no profesionales. Toda la escena transcurría en silencio, un silencio exactamente sepulcral. El cura, revestido con sobrepelliz, estola negra y capa pluvial también negra, recitaba en latín el último responso, en el que se imploraba a los ángeles que salieran al encuentro, a recibir el alma del difunto, y que concluía con el “requiescat in pace”. Después rociaba por última vez con agua bendita el féretro sepultado ya en el hoyo, que a mí me parecía un hoyo muy hondo, antes de que resonara el ruido hueco de las paladas de tierra cayendo sobre él. “Sit tibi terra levis”, que la tierra te sea leve, murmuraba el sacerdote en voz baja, algo que nunca entendí entonces. ¿Cómo podía resultar ligero aquel montón de tierra sobre el muerto?
A la despedida del difunto no faltaba ningún vecino. Ni siquiera los que habían tenido con él en vida sus más y sus menos. “Que Dios le tenga en su gloria”, musitaban las mujeres, cubiertas con velos negros, a la salida del cementerio. “Salud para encomendarlo a Dios”, era la fórmula habitual del pésame a los familiares. “Ha pasado a mejor vida”, se consolaban unos a otros aquellos campesinos, entre resignados y esperanzados, conscientes de que la muerte no era más que el final natural de la vida perra que llevaban. El más allá engendraba dudas -nadie vuelve para contarlo, solían comentar-, pero al menos abría un resquicio a la esperanza y a ella se agarraban, por si acaso, como a un clavo ardiendo. Lo razonable era que al final se hiciera justicia. En esta vida, unos tanto y otros tan poco, no era desde luego justo. Al menos la muerte no hacía distinción entre ricos y pobres, lo que era de agradecer.
Rezar por las almas de los nuertos y honrar su memoria es una piadosa costumbre desde siempre en todas las culturas y religiones. Los druidas de los celtas y las religiones precristianas en América celebraban el Día de los Muertos, y sus ritos perduran en la actualidad. En el segundo libro de los Macabeos, el último del Antiguo Testamento, Juan Macabeo manda ofrecer sacrificios por los difuntos para que queden libres de sus pecados. Esa misma convicción arraigó en el cristianismo desde sus orígenes. En esa nueva dimensión misteriosa que se abre con la muerte, se supone que las almas, salvo las de los santos, pasan por un período intermedio, de purificación, que se ha venido en llamar purgatorio, antes de alcanzar su destino definitivo y poder gozar de la visión beatífica en el cielo. Para conseguir este objetivo es preciso ayudarlas desde aquí. Se consigue con sufragios: misas, especialmente misas de de requiem, limosnas, oraciones, indulgencias, etcétera. En esta comunicación invisible los vivos ayudan a los muertos a alcanzar su destino y de paso logran su intercesión, en una especie de trato de ultratumba. Es lo que popularmente se ha llamado “sacar las ánimas del purgatorio”. Un gesto solidario. Fue un monje benedictino francés, San Odilio, abad de Cluny, el que en torno al año 1000 instauró la oración por los difuntos en los monasterios de la Orden e inauguró el Dia de Difuntos el 2 de Noviembre, que fue aceptado por Roma. Desde entonces, los católicos rezan ese día por los muertos y llevan flores a los cementerios. La flor de ese día es el crisantemo, pero cualquier otra sirve.
En los ambientes campesinos de algunos países católicos se cree que ese día las almas de los muertos vuelven a la casa donde habían residido en vida y están presentes, aunque sea de manera invisible, en la mesa de la comida familiar. En Galicia no es extraño encontrarse en lo más cerrado de la noche con la Santa Compaña en un camino estrecho entre los prados cerca de una ermita solitaria. Las apariciones de los muertos forman parte arraigada en los pueblos de Castilla de leyendas y supersticiones, que se cuentan -o se contaban- junto a la lumbre de la cocina en las largas noches de invierno. Y así sucesivamente. Toda una riqueza cultural, nacida de la tradición secular, cada vez más desvaída, que nada tiene que ver con esa horrorosa carnavalada comercial de “haloween” que se ha introducido furtivamente entre nosotros, seguramente para espantar el miedo a la muerte.