El canto del cuco

Cuaderno gris de Abel Hernández

Mes: octubre, 2014

OFICIO DE DIFUNTOS

De niño yo tenía miedo a los muertos. Me aterraba la muerte. Escuchaba temblando el tañido de las campanas -din…don…din…don…- tocando a muerto. Temblaba cuando mi madre me llevaba por la noche a un velatorio, en el que se rezaba monótonamente el rosario en la cocina con el muerto a dos pasos, amortajado sobre la cama en la salita de al lado. Me asustaba escuchar al caer la noche el canto fúnebre del “fanflorí”, el pájaro que anunciaba la muerte inminente de alguien. Esto adquirió carácter de certeza en mí cuando lo vi una noche posado en el tejado del tío Cayetano, el sacristán, la misma noche que murió. De monaguillo, me impresionaba sobremanera el sonido de la caja del muerto cuando golpeaba el suelo del hoyo recién abierto en el camposanto, depositada con cuidado, valiéndose de sogas, por los sepultureros, que eran vecinos del pueblo no profesionales. Toda la escena transcurría en silencio, un silencio exactamente sepulcral. El cura, revestido con sobrepelliz, estola negra y capa pluvial también negra, recitaba en latín el último responso, en el que se imploraba a los ángeles que salieran al encuentro, a recibir el alma del difunto, y que concluía con el “requiescat in pace”. Después rociaba por última vez con agua bendita el féretro sepultado ya en el hoyo, que a mí me parecía un hoyo muy hondo, antes de que resonara el ruido hueco de las paladas de tierra cayendo sobre él. “Sit tibi terra levis”, que la tierra te sea leve, murmuraba el sacerdote en voz baja, algo que nunca entendí entonces. ¿Cómo podía resultar ligero aquel montón de tierra sobre el muerto?

A la despedida del difunto no faltaba ningún vecino. Ni siquiera los que habían tenido con él en vida sus más y sus menos. “Que Dios le tenga en su gloria”, musitaban las mujeres, cubiertas con velos negros, a la salida del cementerio. “Salud para encomendarlo a Dios”, era la fórmula habitual del pésame a los familiares. “Ha pasado a mejor vida”, se consolaban unos a otros aquellos campesinos, entre resignados y esperanzados, conscientes de que la muerte no era más que el final natural de la vida perra que llevaban. El más allá engendraba dudas -nadie vuelve para contarlo, solían comentar-, pero al menos abría un resquicio a la esperanza y a ella se agarraban, por si acaso, como a un clavo ardiendo. Lo razonable era que al final se hiciera justicia. En esta vida, unos tanto y otros tan poco, no era desde luego justo. Al menos la muerte no hacía distinción entre ricos y pobres, lo que era de agradecer.

Rezar por las almas de los nuertos y honrar su memoria es una piadosa costumbre desde siempre en todas las culturas y religiones. Los druidas de los celtas y las religiones precristianas en América celebraban el Día de los Muertos, y sus ritos perduran en la actualidad. En el segundo libro de los Macabeos, el último del Antiguo Testamento, Juan Macabeo manda ofrecer sacrificios por los difuntos para que queden libres de sus pecados. Esa misma convicción arraigó en el cristianismo desde sus orígenes. En esa nueva dimensión misteriosa que se abre con la muerte, se supone que las almas, salvo las de los santos, pasan por un período intermedio, de purificación, que se ha venido en llamar purgatorio, antes de alcanzar su destino definitivo y poder gozar de la visión beatífica en el cielo. Para conseguir este objetivo es preciso ayudarlas desde aquí. Se consigue con sufragios: misas, especialmente misas de de requiem, limosnas, oraciones, indulgencias, etcétera. En esta comunicación invisible los vivos ayudan a los muertos a alcanzar su destino y de paso logran su intercesión, en una especie de trato de ultratumba. Es lo que popularmente se ha llamado “sacar las ánimas del purgatorio”. Un gesto solidario. Fue un monje benedictino francés, San Odilio, abad de Cluny, el que en torno al año 1000 instauró la oración por los difuntos en los monasterios de la Orden e inauguró el Dia de Difuntos el 2 de Noviembre, que fue aceptado por Roma. Desde entonces, los católicos rezan ese día por los muertos y llevan flores a los cementerios. La flor de ese día es el crisantemo, pero cualquier otra sirve.

En los ambientes campesinos de algunos países católicos se cree que ese día las almas de los muertos vuelven a la casa donde habían residido en vida y están presentes, aunque sea de manera invisible, en la mesa de la comida familiar. En Galicia no es extraño encontrarse en lo más cerrado de la noche con la Santa Compaña en un camino estrecho entre los prados cerca de una ermita solitaria. Las apariciones de los muertos forman parte arraigada en los pueblos de Castilla de leyendas y supersticiones, que se cuentan -o se contaban- junto a la lumbre de la cocina en las largas noches de invierno. Y así sucesivamente. Toda una riqueza cultural, nacida de la tradición secular, cada vez más desvaída, que nada tiene que ver con esa horrorosa carnavalada comercial de “haloween” que se ha introducido furtivamente entre nosotros, seguramente para espantar el miedo a la muerte.

HE VUELTO A VER LOS ÁLAMOS DEL DUERO

He tenido ocasión, siempre grata, de volver a Soria y de contemplar al fondo, mirando al norte, las sierras azules de la Cebollera y Oncala. La visita es ya un rito en estas fechas. Hemos celebrado en familia, como cada octubre, el cumpleaños de mi hermano en “El Goyo” de Garray, un restaurante popular junto al Duero con el solitario cerro de Numancia enfrente y a unos pasos del largo puente, ahora ampliado y modernizado, que tanto me impresionó de pequeño. Es el punto en que el Tera rinde sus aguas y confluye con el mesetario río de Castilla. Es éste, a mi parecer, uno de los rincones más amenos de Soria. Sobresalen, cerca del agua, los álamos dorados. Y aquí arranca el ancho campillo de Buitrago, sólo afeado por el estropicio inacabado de la Ciudad del Medio Ambiente y algunas urbanizaciones modernas de quiero y no puedo. Estos chalés urbanos plantados sin ton ni son, que desdicen de las construcciones tradicionales, son una demostración ostentosa de la contaminación urbana y de los pasados y turbios días de la abundancia. No se me quitará de la cabeza que la principal referencia, el centro espiritual y turístico, de este paisaje singular, tan cargado de historia y de belleza, debería ser Numancia, debidamente removida y promovida a lo grande, sin adherencias vulgares o innecesarias.

La mañana era limpia y soleada. Invitaba, antes de sentarnos a la mesa, a tomar el camino de Espejo de Tera y meternos en el pinar con la cesta en la mano en busca de los rojizos y apetitosos níscalos, sin descartar algún boletus suelto que viniera a mano. (Mi hermano encontró uno de estos “migueletes” que pesó tres cuartos de kilo). La orilla del monte parecía, de trecho en trecho, un aparcamiento de coches. No faltaban las furgonetas de los rumanos. El suelo húmedo por las pasadas lluvias propició, como digo, una espléndida cosecha en poco rato. No había que ser avariciosos. Llenar la cesta era suficiente. Además el aire del monte abría el apetito. Nos esperaba el alegre picadillo, los platos hondos de borraja con patatas y las imprescindibles chuletas de cordero, entre otros añadidos nada despreciables. Como de costumbre, el vino elegido fue “Silentium”, un excelente crianza de la tierra, con un nombre más que apropiado. Procede de Castillejo del Robledo, donde aún resuena los días de tormenta la voz desesperada del templario que mató a su superior y murió sin confesión fulminado por un rayo. Todavía puede encontrar el viajero en esta Soria callada algunos rincones de auténtico silencio, aparte del creciente y clamoroso silencio de los cementerios, que se siente sobre todo en los pueblos abandonados o semidespoblados, que son la mayoría. Es uno de los temas obligados de la sobremesa: “¿sabes quién se ha muerto?”, “¿te has enterado de que se ha muerto fulano?”. Y así. En estos páramos sorianos se impone, en los ecos de sociedad, la sección necrológica. ¿Qué se puede esperar de una sociedad rural cada vez más envejecida y menguante?, pienso para mis adentros.

En el café de la sobremesa era casi obligado repasar la suerte de algunos personajes singulares. “¿Qué se sabe de la Romana de Valdenegrillos?” “Estaba enferma y la han llevado al hospital”. ¡Vaya por Dios! Ella se había empeñado en vivir sola en el pueblo después de la muerte del Zacarías, su marido. Ha resistido hasta que ha podido o la han dejado. Era la última vecina, al pié de la Alcarama, en varias leguas a la redonda. Representaba un hilo de vida, una estampa de otro tiempo que no volverá. Su figura breve y enlutada es un señalado caso de interés humano. “¿Y Juliana, la monja belga?”. “Viajó a Gante, su tierra, requerida por la superiora de su convento cisterciense, pero ha vuelto y sigue en su cabaña”. La mujer, que ha superado ampliamente los ochenta años, con un ojo averiado y pocas fuerzas para seguir moviéndose por las carreteras en su vieja bicicleta, pasará el invierno sola, aislada en esa casucha, en la esquina de un prado, al pie de la Cebollera, rezando, leyendo, oyendo música clásica y cultivando su pequeño huerto. Se levanta a las cinco de la mañana para rezar maitines y, hasta en lo más crudo del invierno soriano, duerme siempre con la ventana abierta. Sor Juliana es tan tozuda como la Romana de Valdenegrillos y no hay quien la convenza para que vuelva con la comunidad al calor del convento y de los cuidados de las hermanas. Las dos han apostado por la soledad y por la libertad. El día que desaparezcan para siempre estas dos mujeres, hasta los álamos del Duero parecerán más tristes. A algunos, que las hemos conocido, nos pasará lo mismo y diremos como Heine: “No sé por qué estoy tan triste, / no puedo quitarme de la cabeza un cuento de los viejos tiempos”.

Después, con la tarde vencida, nos hemos acercado a Valdeavellano, donde, de un tiempo a esta parte, las campanas tocan solas, hemos dado un buen repaso al huerto del cura, despensa de productos naturales, y, sin más novedades, hemos emprendido el camino de vuelta a la capital.

EL SOPLAHOJAS Y EL SILENCIO

Esta mañana, Miguel, el jardinero de la urbanización, equipado con su uniforme verde-amarillo de trabajo, unas orejeras, un sombrero de paja, aunque el día ha amanecido gris, y un artilugio mecánico a la espalda, me ha sobresaltado. Llevaba en su mano derecha un tubo con el que iba soplando las hojas caídas. El soplahojas, ese maldito invento, símbolo del progreso, producía un ruido del demonio, un ruido monótono, molesto, espantoso, un ruido interminable, que erizaba los nervios y revolvía el estómago mientras preparabas la tostada del desayuno. Miguel, que no tiene la culpa de nada, que hace lo que le mandan y que seguramente se siente feliz con el juguete, que le ha librado del pesado trabajo del rastrillo, ese amable utensilio antiguo, veía cómo revoloteaban las hojas secas de los arces enfermos y de los prunos, cómo se revolvían en bandada movidas por las leves ráfagas de viento, como si se resistieran a abandonar la calle y el césped de la orilla. Parecía una protesta vegetal. No me extraña. Una protesta tan inútil como las ruidosas protestas humanas. El lugar natural de las hojas secas es el suelo. Pocos placeres otoñales tan agradables como pasear pisando la alfombra de las hojas caídas. ¿Por qué este empeño en ahuyentarlas, amontonarlas y apresarlas en un saco antes de depositarlas en el contenedor de la basura? ¡Qué culpa tienen las hojas! Hacen bien en resistirse. Y mañana seguirán cayendo. ¡Vaya otoño que nos espera! Si por mí fuera, declararía al soplahojas objeto “non grato”. Pero sólo tengo autoridad para maldecirlo desde aquí.

No han pasado muchos minutos desde que el bueno de Miguel ha concluido su ruidosa tarea de soplar hojas cuando un coche utilitario se ha detenido enfrente de casa, pegado a la caseta de la electricidad. Dentro se veía a un muchacho con larga melena y aspecto desaliñado, o quizá moderno, vaya usted a saber. Me he fijado porque del vehículo “tuneado” con las ventanillas abiertas, a pesar de que la mañana era fresquita, salía a todo volumen una música “haevy metal”, con un zum-zum-zum, que golpeaba el cerebro y las entrañas. El sobresalto en este caso ha durado poco, hasta que ha llegado el colega que esperaba y se han ido los dos con la música a otra parte. ¿Música? Para Milan Kundera, uno de los mayores desatinos del siglo XX es haber convertido la música en ruido. “La transformación de la música en ruido -dice Kundera en “La insoportable levedad del ser”- es un proceso planetario, mediante el cual la humanidad entra en la fase histórica de la fealdad total”. Puede que no le falte razón. En fin, cuando parecía que volvía el silencio a la urbanización, ha resonado la voz grave y aguardentosa del chatarrero, un visitante habitual. A través de su estruendoso altavoz recorre pausadamente las calles pregonando sus servicios: “Ha llegado el chatarrero a la puerta de su casa. ¡Señora! Se recogen todo tipo de objetos: lavadoras, televisores, camas viejas, bicicletas…El chatarreroooo”. Los fines de semana, a partir de las diez de la mañana, suelen coincidir, en dura competencia, más de uno de ellos, todos con su camioneta y su potente altavoz, y no es extraño que aparezca también, con los mismos instrumentos de convicción y haciendo el mismo recorrido, “el tapiceroooo”. Todos ellos se dirigen exclusivamente a las mujeres, a las amas de casa. Ni que decir tiene que vivo en una urbanización verde, alejada del ruido de la ciudad, y que podría considerarme un privilegiado. Pues ya ven.

Uno de los inconvenientes de la ciudad en relación con la vida en el campo, aunque se viva en la periferia, como yo, es el ruido. Ahí está la diferencia. A esa conclusión he llegado. La primera señal de que la cultura urbana, por llamarla de alguna manera, aunque bien podría denominarse la “incultura”, ha invadido los pueblos es que ha llevado hasta allí el ruido de la ciudad. Este destruye el silencio, uno de los índices indiscutibles para valorar la calidad de vida, y sofoca los sonidos tradicionales: el canto de los pájaros, el toque de las campanas, el balido y los cencerros de las ovejas, el cuerno del cabrero, la corneta del aguacil, el bullicio de los niños en el recreo, la música de siempre… Me acuerdo de aquellos bailes en la plaza de Sarnago. Ponía la música El Nino, con una guitarra que tenía, más de una vez, una cuerda rota, y que bastaba para bailar y estar todos alegres. Y, a este propósito, me vienen a la cabeza aquellos versos de Gerardo Diego, un poeta tan “soriano” como Machado y que no es valorado como se merece, y que vienen aquí como anillo al dedo:

“Habrá un silencio verde
todo hecho de guitarras destrenzadas”.

Pocos silencios verdes, o acaso grises o de cobre y rosa, como echarse al monte en una plácida tarde otoñal como ésta y pasear despacio escuchando esos silencios y pisando las hojas secas en la vereda, antes de que llegue hasta allí el malhadado soplahojas, que todo se andará.

¡QUE HAYA SALUD!

Escribo hoy bajo la conmoción producida por la noticia de la amenaza cercana del ébola, una especie de peste negra de la era tecnológica, una vuelta a la Edad Media en el mundo de la globalización y de las comunicaciones. El caso de la enfermera contaminada aquí, en Madrid, después de atender al misionero muerto, genera inquietud e indignación. Algo ha fallado en un asunto tan grave. En realidad, parece que ha fallado toda la cadena y todos los pomposamente llamados protocolos de seguridad. No hay más remedio que exigir responsabilidades. También políticas. Se ve que no se habían tomado todas las medidas necesarias para evitar el contagio. Y se comprueba que tampoco después se ha actuado con la diligencia médica adecuada cuando esta mujer, que debía estar en cuarentena y que se fue alegremente de vacaciones, con el siniestro virus dentro, se sintió mal el martes 30 de septiembre con los síntomas iniciales de la terrible enfermedad y no la dejaron ingresada en el hospital hasta cinco días después. Es el primer caso de contagio en Europa, lo que coloca a España en entredicho o bajo sospecha, esperemos que momentáneamente. Desde luego, esto no nos orgullece. Hasta el turismo, nuestra principal industria, puede resentirse si no se pone remedio pronto y sigue creciendo la actual psicosis enfermiza como el fuego en el ulagar. Incluso se observa ya, como efecto colateral, un aumento de la prevención hacia los emigrantes africanos, que en algunos casos -basta asomarse a los foros de los internautas- roza la xenofobia. ¡Hay que ver cómo embrutece el miedo al ser humano!

La noticia cierta del ébola llamando al picaporte de nuestra puerta nos baja, por lo pronto, los humos y demuestra nuestra vulnerabilidad. Confiábamos ciegamente en la ciencia y en el progreso, nos sentíamos dioses, absolutamente autosuficientes, que es la mayor muestra de imbecilidad, y resulta que un diminuto virus invisible, que viene de África, que procede de los murciélagos, esos que han alegrado el aire de los atardeceres de nuestra infancia, acaba en un instante con todas nuestras seguridades. Basta, según dicen, el roce de una mano o el sudor de otra mano en la barra del metro o del autobús para que nuestra vida penda de un hilo. Con esto no quiero ser alarmista, simplemente hago recuento de la fragilidad humana para que dejemos de ensoberbecernos y apreciemos con humildad el don precioso de la vida. No puedo menos que recordar aquí una curiosa historia de la infancia, casi olvidada. El caso del ébola me ha llevado a aquellas tardes en el pórtico de la iglesia de Sarnago -ahora, ay, derrumbada- donde jugábamos con los murciélagos. Había muchos. Se ve que estaban en su hábitat. Criaban en las rendijas. A nosotros no se nos ocurría nada mejor que meter la mano en las reclices, atraparlos y hacerles mil fechorías. La más cruel y divertida consistía en ponerle al indefenso animal un cigarro de hollejos en la boca, encendérselo y obligarle a fumar. Nunca imaginé que este curioso y beneficioso animalillo de las cinco vocales, de alas membranosas como el diablo, que se orienta por un misterioso radar y que se ocupa de dejar el aire limpio de mosquitos, podía llevar dentro un virus mortal.

Entre las gentes del campo, la salud adquiría, según mi memoria, categoría de valor supremo, y el médico, que llegaba a caballo del pueblo central de la comarca, era la persona más respetada, como si fuera el hechicero de la tribu. “Con la salud no se juega” o “la salud sólo se aprecia cuando se pierde”, los recuerdo como los comentarios habituales entre las buenas gentes, y la expresión que estaba siempre en la boca de unos y de otros era: “¡Que haya salud!”. Valía para cualquier circunstancia, lo mismo para un roto que para un descosido. Fuera el destinatario de este buen deseo un familiar: el cuñado al que se le había torcido el modesto negocio, el hijo que hacía la mili en África o la desconsolada hija mayor a la que había dejado plantada el novio de la noche a la mañana; o fuera el vecino de enfrente, al que se le morían las ovejas de basquilla, se había tronzado una pata el burro o se le había apedreado la cosecha, todas las desgracias podían superarse si había salud. Y lo mismo si el interlocutor había tenido suerte. ¡Qué sé yo!, un pequeño golpe de fortuna, la compra de un potrillo, unas botas nuevas, un buen día de caza o el nacimiento de un nieto. Entonces se añadía: “¡Salud para disfrutarlo!”. A la madre y al padre del recién nacido había que felicitarles con la fórmula habitual: “Salud para criarlo”. Siempre era así. Existía el convencimiento de que con buena salud podían vencerse todas las dificultades de la vida, pero que si fallaba la salud, todo se derrumbaba. Las cartas solían empezar invariablemente: “Me alegraré que al recibo de ésta te encuentres bien, nosotros bien, gracias a Dios”. La salud, entre los campesinos, tal como lo recuerdo ahora, tenía más valor, dónde va a parar, que el amor o el dinero. Y no sólo entre los campesinos. Saludar viene, como es obvio, de salud. El saludo significa originariamente, si no estoy equivocado, desear al otro buena salud. “¡Salud!”, saludaban los del Frente Popular y, para evitar decir “adiós”, se despedían, con el puño cerrado, diciendo “¡Salud!”. Los romanos, con el brazo extendido, decían “Salve” o “Ave”, que para el caso es lo mismo. El escritor judeo-español del siglo XIII, Jafudà Bonsenyor, dice que es “consuelo de hombre pobre” creer que “vale más salud que dinero”. Pues no anda desencaminado el hombre pobre. Pero, con ébola o sin ébola, también se mueren los ricos.