LA FIESTA
En Sarnago no hay crisis ni sube la prima de riesgo. Nadie escucha a los políticos ni a los tertulianos -los nuevos charlatanes- ni se preocupa del fondo de pensiones. Da lo mismo lo que diga Rajoy, Rubalcaba, Hollande, la señora Merkel o la madre que los parió. Reina el silencio. Sólo cantan las codornices en los sembrados, las cardelinas en los olmos y el cuco por Bajorente. Ni siquiera han oido hablar allí del Fondo Monetario Internacional y mucho menos del Banco Central Europeo, que manejan, por lo visto, los alemanes, ni saben, por tanto, que Europa vuelve a estar de rodillas ante Alemania como cuando entonces. Del único mercado que habían oído hablar era del mercado de los lunes en San Pedro, cuando los buhoneros poblaban los caminos, mercado que también ha desaparecido. Hace tiempo que no queda ningún pensionista y nunca nadie, que se recuerde, cobró en Sarnago el paro. Por no haber, en el pueblo no hay ni un alma desde la primavera de 1979.
Revolviendo en mis papeles me he encontrado con un escrito mio, con la tinta desvaída, casi ilegible, publicado en el “YA”, aquel gran periódico, el día 14 de marzo de ese año y que titulo dramáticamente “Salvar el pueblo”. Confieso en él que es la crónica más triste que he escrito en mi vida. Fue el acta de defunción o, estrictamente, el llanto sobre el difunto. Leo: “El Ayuntamiento está cerrado con llave para siempre. El último habitante, Aurelio, “el del tio Luis”, está en el hospital de Soria. Y no piensa volver a aquella dramática soledad. Pocos días antes habían salido los últimos “náufragos”: Tomás, el cartero, y el Lorenzo y la Clementa, los dos hermanos. Mi pueblo acaba de morir. Alguien, compasivamente, ha levantado el portillo de la pared del camposanto que da al ejido, antes de partir, para proteger un poco a los muertos. ¡Qué solos se han quedado los pobres bajo el viejo saúco a punto de florecer!”. El pronóstico se cumplió a rajatabla. El Aurelio, el último vecino, nunca más volvió. Murió un mes y una semana después en el hospital y nadie acudió a recoger su cadáver, que acabó, como ya he contado otras veces, en la sala de disección de la Facultad de Medicina. Y yo añadía entonces: “A uno le entran unas irreprimibles ganas de llorar sobre las viejas piedras, y mi corazón espera que ocurra el milagro. Tienen que volver a bailar en la plaza las mozas de la móndida y el mozo del ramo en la fiesta de la Trinidad. ¿Alguien está dispuesto a salvar un pueblo con una cultura y unas tradiciones?”.
Han pasado treinta y tres años de entonces, que pesan lo suyo a la espalda, más que la crisis y la dichosa prima de riesgo. Y el domingo es la fiesta de mi pueblo, la Santísima Trinidad, pero nadie barrerá la víspera las calles -cada vecino el trozo que le corresponde- ni llegarán al caer la tarde del sábado Los Patos de Cornago con su violín y su guitarra haciendo el alegre pasacalles, ni habrá volteo de campanas cuando aparezcan los mozos en la entrada de la dehesa con el ramo de arce en alto, ni olerá a rosquillos y magdalenas, ni repartirán a cada vecino pan y un cuartillo de vino en la Casa Concejo, ni habrá siquiera mayordomo, elegido a reo vecino. ¿Para qué iba a haber mayordomo de la fiesta si no hay fiesta? ¿Cómo iban a sonar las campanas si están en el suelo del portal de la escuela desde que se derrumbó la iglesia? ¿Quién iba a poner el baile en la plaza si el pueblo está vacío y poblado de ruinas y fantasmas a pesar de que ha estallado de lleno la primavera en los campos de alrededor? Puede, según dicen, que bailen si acaso los muertos en la plaza a la luz de las estrellas, al son de la guitarra del Nino del tio Casimiro, que tiene siempre una cuerda rota. Según este rumor verosímil, porque la fiesta es la fiesta, los muertos giran y giran en corro, con las manos entrelazadas, en un baile invisible, sin público y sin fin.
Al final del verano, por San Bartolomé, con un poco de suerte y gracias al meritorio esfuerzo de la Asociación de Amigos, habrá un remedo de fiesta para que no se borre del todo la memoria, con móndidas y mozo del ramo como señala la tradición, que viene de los romanos. Muchos de los supervivientes de los que un día dejaron el pueblo volverán con sus hijos y sus nietos y habrá comida de fraternidad. Sin comida, no hay fiesta que valga en las Tierras Altas. Recuerdo que cuando era niño, en la dura posguerra con crisis permanente, se mataba en la fiesta el gallo, un cordero o una oveja machorra, y no faltaban unas cuantas azumbres de vino para alegrarse un poco. Este año, como los anteriores, será una fiesta de la nostalgia y del alivio-luto. Pero menos es nada.