El canto del cuco

Cuaderno gris de Abel Hernández

Mes: diciembre, 2014

RESUMEN 2014

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VILLANCICO DE LAS LETRAS

(En una carpeta que contiene viejos papeles amarillentos he encontrado una separata de la revista “Humanidades” de la Universidad de Comillas con media docena de villancicos mios, escritos hace más de cincuenta años cuando aún no había perdido la inocencia. La Navidad parece un tiempo propicio para que todos recuperemos por un instante la incocencia perdida. Es lo que pretendo con esta remembranza. He creído que este “Villancico de las letras”, que escribí cuando tenía veinte años, rodeado de sueños y de verdes prados junto al Cantábrico, bien puede servir de felicitación navideña a todos los seguidores de “El canto del cuco”, que está a punto de superar las 71.000 visitas. Con inmensa gratitud, ofrezco a todos lo que tengo).

(Pisa con cuidado las letras,
que son de escarcha y luna
y tú puedes romperlas)

¡NAVIDAD!

La “ENE” quiere decir “noche”:
una noche cualquiera,
con un carro de sueños
y otro carro de estrellas.
(Los pastores están durmiendo)

La “A” es…¡muchos ángeles!
Por eso está dos veces.
Primero, uno solo
que se llama Gabriel
y bajó a Nazaret
la mañana de los almendros.
Y luego todos en tropel
van diciendo…¡escuchad!
“Alegría, Aleluya…”
(Todo en “A”).

¡NAVIDAD!

La “UVE” quiere decir Virgen,
como una ánfora de oro
llena hasta los bordes de vino
oloroso
para darnos a todos.

La “I” es el “Invierno”
con aliento de nieve.
Y también una torre
con campanas a vuelo,
un nido de cigüeña
y un reloj en lo alto
dando las doce de la noche.

Y nos quedan dos “DES”.
Las dos lo mismo: “Dios”.
Porque la primera es,
como un capullito entreabierto,
Dios en el halda de la Virgen.
(¡Hala! Bésalo y vamos…)
Y la segunda…escucha
como cantan los ángeles:
“¡Gloria a Dios en la altura
y en la tierra paz!”.

¡NAVIDAD!

(Pisa con cuidado las letras,
que son de escarcha y luna
y tú puedes romperlas)

PAPÁ NOEL (Y OTROS PERSONAJES MÁGICOS)

A Sarnago no vino nunca Papá Noel en Navidad. Ni en Navidad ni en ninguna otra época del año. Allí en las Tierras Altas no habíamos oído hablar de semejante personaje, ni habíamos visto siquiera una imagen suya con esa característica vestimenta roja de abrigo con bordes blancos, el gorro a juego a manera de gorro de dormir con borla, las botas altas como las de Falange y la blanquísima y venerable barba. Es más, creo que si hubiera aparecido por allí con esa pinta estrafalaria, la guardia civil habría sospechado de él y lo habría detenido por rojo, extranjero, masón o estraperlista. No digo que nosotros los niños no nos hubiéramos alegrado al verlo y más si bajaba por el ejido desde el Cogote La Hoya montado en un trineo tirado por un reno. Habría resultado emocionante y habríamos corrido inmediatamente la voz de que habían venido los titiriteros. La llegada de estos ocurría muy de tarde en tarde y siempre nos alegrábamos con su presencia. Pero, como ya he dicho, Papá Noel, ese extraño personaje, que ahora aparece colgado de una escalera de cuerda en algunas ventanas de las casas de alrededor, a manera de muñeco ridículo, con un saco a la espalda, nunca se dejó ver por allí con regalos para los niños, a pesar de que éramos pobres. Por eso siempre me ha parecido un instruso, que no concuerda con nuestras tradiciones y que lo único que quiere es hacer la competencia desleal a los Reyes Magos, que son mucho más nuestros, dónde va a parar.

Observando su extraordinaria metamorfosis y sus vueltas y revueltas por el mundo, aumentan las sospechas de fraude. Ha pasado de San Nicolás de Bari, un obispo con mitra nacido en Turquía en el siglo III, que curó milagrosamente a unos niños heridos, a Santa Claus y, andando el tiempo, a Papá Noel. Sólo les une la imprescindible barba blanca y rizada cayendo sobre el pecho. Su trayectoria es sorprendente: de Turquía, a Holanda y de Holanda a Nueva York, llevado, como su santo patrón, por los holandeses que fundaron la ciudad, para acabar en Finlandia, Laponia, cerca del Polo Norte, donde, con la ayuda de los duendes, fabrica durante el año juguetes y otros regalos, que distribuye el día de Navidad, recorriendo el mundo en su trineo mágido volador, tirado por un reno, alimentado con una pócima de líquenes mágicos. Confieso que cuando, hace unos años, estuve en Finlandia, recorrí un camino helado por un bosque cubierto de nieve en busca de la casa-factoría de Papá Noel, que me habían asegurado que estaba cerca; pero no di con ella. Me volví desconsolado y muerto de frio con un puñado de liquen precioso en la mano, que tampoco resultó mágico, como a la vista está. Si acaso, puede que me haya ayudado, no lo niego, a fabricar y distribuir palabras en Navidad.

En Sarnago, los únicos personajes mágicos que recuerdo, aparte, claro, de los Reyes Magos, son el Tio Mañas, la Cotilla y las Úrguras, además del Sacamantecas, que asustaba a los niños en todos los pueblos y ciudades de España y que a mí me dió un par de sustos espantosos, uno en el camino de San Pedro y otro, en la entrada de la dehesa. Lo recuerdo como si fuera hoy. No me vean perdiendo el culo, huyendo de aquellos hombres maltrazados, desdentados y de aspecto horroroso -eso me parecieron- que me perseguían. El Tio Mañas era un hombre invisible y amable, pequeño y forzudo, que echaba una mano en los dias crudos de invierno para ayudar a subir la carga a las caballerías, cuando fallaban las fuerzas, no se sentían los dedos, ateridos, y resultaba una tarea imposible o heróica. La Cotilla era un ser perverso que traía las tormentas y las grandes nevadas. Los niños recitábamos en la plaza para echar a suertes: “Viene La Cotilla/ con su sabanilla. / Pajaritos del monte/ venid a casa/ que va a llover/ y nevar…” Y las Úrguras son como las brujas blancas del invierno en las Tierras Altas. Son la personalización de la cellisca, la nieve agitada por el viento, que en las noches oscuras, en torno a la Navidad, ululan por las esquinas de las calles, recorren los tejados y se asoman amenazantes por el hueco de las chimeneas. Las Úrguras son tan perversas que acaban con la vida del caminante perdido, sin un chozo a la vista, en descampado o en el monte. Son más temibles, como es natural, si te sorprenden en medio de la tormenta de nieve y te rodean en noche cerrada.

En estos días de Navidad, si viajas a los verdes valles vascos y navarros, te encontrarás con el “Olentzero”, un carbonero bonachón que baja del monte con un saco cargado de regalos. Si se te ocurre dar una vuelta por los montes de Vizcaya, no será extraño que te encuentres con los “Iratxoak”, unos duendecillos amables con gorros verdes de armiño. Si te acercas a Cataluña, es seguro que verás por todas partes al “Tió de Nadal” o “Cagatió”, que defeca regalos. Si vas a los verdes prados de Cantabria, no sería extraño que te tropezaras estos días en un camino del monte con “Esteru”, el leñador. Y, en fin, si tienes la fortuna de estar en Galicia el dia de Navidad no será difícil que veas al “Apalpador”, que ese día palpa las barrigas de los niños. A los niños flacos deja castañas para que engorden y a los gordos, carbón para calentar la casa.

(Aquí queda este acercamiento a la historia mágica, que es una historia interminable, tan real como la vida misma y tan interesante al menos e indescifrable como las nuevas tecnologías. ¿Qué diferencia hay entre la magia y ellas? Espero que los inteligentes lectores del “canto del cuco” continúen esta historia y, si es posible, la completen).

LOS MIRLOS

Llevo un tiempo desazonado porque han desaparecido los mirlos. Recorro la urbanización cada día, paseo por los jardines, observo detenidamente los caminos y los setos, y vuelvo a casa preocupado. No aparece ninguno de estos amables pájaros negros, con el pico amarillo-naranja, de canto melodioso, que formaban parte del paisaje habitual en el que vivo. Es como si se los hubiera tragado la tierra este otoño hasta ahora placentero, lo que impide echar la culpa al mal tiempo. He dado muchas vueltas buscando la razón de esta huelga de mirlos. He descartado enseguida que hubieran tenido que emigrar, ellos tan sedentarios, a lugares más cálidos en busca de alimentos. Hay comida de sobra. Otros años a estas alturas y más adelante, en lo más duro del invierno, eran los primeros visitantes de mi jardín por la mañana. Yo les dejaba pan y ellos lo compartían, a veces agresivamente, con gorriones, estorninos, torcaces y hasta con urracas. De año en año, la población de mirlos aumentaba en la urbanización, que tiene como principal virtud estar bien equipada de amplios espacios verdes, lo que la convierte en paraíso de los mirlos. Y desde que despuntaba la primavera alegraban la vida con un concierto permanente desde el alba hasta la noche. Su canto aflautado, repetitivo, rico en variaciones melódicas, es uno de los más gratos del universo pajaril. Mil veces me he acordado, al despertar, de los versos de Fray Luis de León: “Despiértenme las aves /con su cantar suave, no aprendido…” Había docenas, centenares. Estaban por todas partes. No hay un metro cuadrado del seto de hiedra de mi jardín en el que no hayan hecho nido, lo mismo que en el laurel del fondo. Pues han desaparecido todos por arte de magia.

Me he enterado de que son monógamos, leales a la pareja hasta la muerte, cosa poco acorde con los tiempos que corren. Pero tampoco eso parece razón suficiente para desaparecer sin dejar rastro. Además la hembra y el macho comparten el trabajo. El mirlo aporta el material y la mirla, menos vistosa, de pechuga más clara, que carece del color amarillo-naranja en el pico y del adorno del anillo ocular de su pareja, construye el nido primorosamente con raíces, pequeñas ramas, hierbas y musgo, y reborde de barro, y pone en esa perfecta y sólida copa cuatro huevos de color azul verdoso ligeramente moteados. Si al cuco se le ocurre poner su huevo en el nido del mirlo, la mirla lo detecta y lo arroja fuera. Los mirlos no tienen muchos amigos. Son aves solitarias. Parece que su nombre procede del latín “merula” (“quasi mera”: casi solo). Nunca van en bando. Defienden su territorio con cierta fiereza. Comen de todo: bayas, frutos rojos, lombrices, insectos, cerezas, semillas, pan, orugas… Las anomalías en el plumaje dan lugar a la leyenda del mirlo blanco, que haberlos, haylos. Estos pájaros viven cuatro o cinco años, y se han dado casos de más de veinte, una longevidad poco común. Pertenecen, en la escala de Lineo, al “turdus merula” como el zorzal, con el que a veces se confunden. En Sarnago se llamaban simplemente tordas; los tordos eran los estorninos. Allí, en el monte, en la dehesa y en las huertas, entre los sabinos, las mimbreras y los espinos, eran unos pájaros huidizos y desconfiados, apetecibles para el cazador por su carne muy apreciada. Más de una torda cacé yo -¡Dios mío!- en los cepos con el cebo de hormigas aludas, a las que se precipitaban como a una tentación irresistible.

Rastreando en Wikipedia, he visto que en Grecia lo consideraban un animal sagrado, pero destructivo, que tenía que morir si había comido la fruta prohibida del granado. He conocido que en Suecia es el ave nacional y que muchos países han emitido sellos con la efigie del mirlo en la portada. Refiriéndose a él, hay una popular canción infantil alemana que reza “Un ave quería casarse”. Y en el País Vasco el cantautor Mikel Laboa ha popularizado la canción “Xoxo beltza” (mirlo negro), que trata de la muerte de un mirlo en la jaula. En fin, Paul McCartney, de los “Beatles”, escribió la hermosa balada “Blackbird”, que dice:

“Mirlo que cantas en plena noche
toma estas alas rotas y aprende a volar.
Durante toda tu vida
sólo esperabas este momento para alzar el vuelo”.

No he podido contenerme y he preguntado a los vecinos: “¿Habéis visto algún mirlo?”. Nadie se había percatado de su ausencia. “Pues llevas razón -me respondía uno tras otro-, ahora que lo dices; este año mo hay mirlos”. Y cada cual buscaba explicaciones. “Son los pesticidas, los herbicidas y demás venenos -aventuraba uno-, que lo contaminan todo, también los gusarapos de los que se alimentan estos pájaros”. “Puede que los ahuyenten esos loritos verdes o cotorras exóticas, con sus agresivos y chillones vuelos en bandada, que alguien trajo de fuera y poco a poco están apoderándose del territorio”, sugería otro. “¿No será -indicaba otro vecino- que se esconden, asustados, del insufrible ruido de los soplahojas, que suenan sin parar este otoño en toda la urbanización?” ¡Cualquiera sabe! Volvía yo hace un rato a mi casa dando vueltas a estos oscuros pensamientos cuando ha sucedido el milagro: he visto inesperadamente un mirlo. Ha sido fugazmente. Estaba comiendo bayas rojas en un seto y ha huido de mí como alma que lleva el diablo. Ha sido un comportamiento extraño, como si tuviera miedo. Aseguro que no era un mirlo blanco, pero me ha alegrado como si se me hubiera aparecido un ángel.

LA ARQUETA DE LOS RECUERDOS

Hacía mucho tiempo que no abría la arqueta de los recuerdos, que ocupa un lugar privilegiado en mi despacho a la derecha de la mesa donde escribo. Es una especie de relicario de la infancia, situado entre las fotos encuadradas de mis padres y de los abuelos, rodeadas de libros antiguos traídos de la casa de Sarnago y sobre la que reposa el caballito de cartón, regalo de mis hijos y de hondas evocaciones, como saben los que han leído mis libros. Estos primeros días de diciembre tienen para mí una fuerte impregnación familiar porque me traen a la memoria la alegre y bulliciosa celebración del cumpleaños del abuelo Natalio y la abuela Bibiana, que hacíamos coincidir en la misma fecha aunque se llevaran unos días de diferencia y que servía para reunir a la amplia familia. Esa asociación de ideas y la contemplación detenida de su fotografía en la herrañe de los olmos -el abuelo de pie con boina y la gruesa cadena del reloj sobre el chaleco, y la abuela sentada, acurrucada a sus pies, con saya, toquilla y pañuelo oscuro en la cabeza- explica seguramente lo que me ha impulsado a abrir de nuevo la arqueta y sumergirme de lleno en el pasado. El marco de aquellos días claros de la infancia pueden imaginarselo: para entonces la cocina y la despensa estaban bien abastecidas con la matanza reciente, en la majada, envueltas en el cálido vaho animal, empezaban a parir las ovejas y las cabras -¡oh, aquellos calostros!-, se acercaba la Navidad que era mi fiesta favorita y caían las primeras nevadas que convertían al pueblo en un belén y que nos obligaban a agruparnos  todos alrededor de la lumbre junto a la chimenea. Sobre la mesa redonda con tapete azul de hule, junto a la vieja alacena, reposaba el porrón y no podía faltar la baraja, bien sobada.

La arqueta de pino, de unos treinta centímetros de largo por quince de alto y otros tanto de altura, está aquerada y lleva en el costado un remiendo que parece de chopo sobre el que alguien, con letra cuidada del siglo XVIII, ha escrito la palabra “BARCOS” repetida, ensayada con la “B” solitaria y con “BAR” en distintas posiciones. ¿Viajaría esta arquita desde América en barco? Eran tiempos en que buscar fortuna en América estaba a la orden del día. El destino principal era Buenos Aires. Confieso que a la hora de abrirla he sentido parecida emoción a cuando la descubrí no hace muchos años en un rincón del somero de la casa de Sarnago. He vuelto a encontrarme con el cuaderno azul que contiene el diario que me mandó escribir el abuelo en el otoño de 1948 y otros dos cuadernos con dictados y problemas de la escuela. He comprobado que don Florencio, el maestro calvo y devoto, que tenía una sobrina rolliza con trenzas, nos dictaba el evangelio del domingo, y don Juan, fragmentos del Quijote. Ha pasado casi toda una vida y al leer ahora esos cuadernos, escritos a lápiz o a plumilla, me reconozco en ellos, hasta reconozco la letra, lo que demuestra que, aunque cambien con el tiempo todas las células del cuerpo, hay algo en nosotros misterioso, conocido como el yo o la conciencia, que otros llaman alma, que no cambia y nos convierte en nosotros mismos, en lo que somos, unos seres únicos e irrepetibles, más o menos infelices, en constante devenir.

He vuelto a encontrarme con la foto original de todos los niños en la plaza con don Juan, el maestro; el sobre de una carta de don Juan Pérez, el cura de Huércanos, a mi madre, “Por Oncala”, con un sello de Franco de 50 céntimos, y que seguramente decidió mi vida; “Cordialidades”, una antología lírica infantil de Antonio Fernández, libro dedicado de su puño y letra como premio por el maestro -¡mi primer premio!-, la necrológica de mi padre, en la que aparece por primera vez mi nombre, con dos años, en letra de imprenta; “Los niños”, de Saturnino Calleja, el de los cuentos; el “Catecismo histórico” de Fleury, primorosamente ilustrado; una escritura de 1699 a favor de Pedro Ridruejo, un antepasado sin duda, con un sello de sesenta y ocho maravedíes; las “Nociones de Gramática histórica española” (cuarta edición) de Samuel Gili Gaya, “Breve historia de la Lengua Española (1942) del jesuita Luis Albarrán; la Enciclopedia Álvarez, varias fotos, algunos escritos sueltos e íntimos, el estuche de papel de una hoja de afeitar “Palmera plata” y el primer “Libro de Familia” a nombre de mi padre, después de la boda, en los comienzos de la guerra civil, emitido por la Dirección General de los Registros y del Notariado del Ministerio de Justicia y que costó 20 pesetas. Parecerá una exageración si digo que el valor de estos objetos para mí es mayor que si hubiera encontrado en la arqueta los doblones de oro del tesoro familiar con el que soñamos varias generaciones y que nunca apareció.