DEFENSA DE LA ESCUELA RURAL
La forma más segura de matar un pueblo es cerrar la escuela. Y antes de matar un pueblo, el autor de tal desaguisado debería tentarse la ropa. No hay ninguna razón pedagógica que lo justifique. Los que hemos ido a la escuela en un pueblo sin luz eléctrica y sin agua corriente lo sabemos muy bien. Es un crimen irreparable. Ninguna autoridad tiene derecho a dejar a un pueblo sin niños, que es peor que dejar la fuente sin agua o decretar la muerte de todos los ruiseñores del término municipal. Al último lugar que deberían llegar los dichosos recortes educativos -si es que en este campo tiene que haber recortes, que lo dudo- es a los pueblos. ¡Bastantes recortes inícuos y bastante abandono han sufrido en el último siglo! La democracia, por la que tanto hemos luchado muchos, y la entrada en la Unión Europea no han servido para reparar esta injusticia histórica, sino todo lo contrario. ¡Cuánta decrepitud! ¡Cuánto sufrimiento callado! ¡Cuánta impotencia! ¡Cuánta resignación ante la muerte de los pueblos! Al campo y a sus gentes no se les ha agradecido siquiera los servicios prestados. Ni un triste homenaje póstumo a la milenaria cultura rural, ya más muerta que viva.
Y ahora quieren cerrar las pocas escuelas que quedan en las Tierras Altas. Supongo que se me nota el cabreo. No puedo disimularlo. En San Pedro Manrique y en Yanguas -las dos villas centrales de la comarca- ya obligaron a enviar a Soria a los niños de 13-14 años, y el curso que viene, si no hay quien lo remedie, las autoridades educativas -¿educativas?- pretenden que sigan el mismo camino los pequeños, los de 11-12 años. Son unos cien kilómetros entre ida y vuelta de mala carretera con el puerto de Oncala por medio. El viaje en el duro y largo invierno sería una temeridad, por lo que estas criaturas, acostumbradas a vivir en libertad, felices, en contacto con la naturaleza y con la familia, tendrían que quedar encerradas en un internado. Los de San Pedro se han rebelado: “Con los más pequeños no estamos dispuestos a aceptarlo; los padres se trasladarían antes a vivir a Soria”. ¿Lo ven? Así, así mueren los pueblos. En Yangüas recogen firmas a favor de las escuelas rurales. “¡No queremos que nos quiten a nuestros niños!”, proclaman. Es un grito angustioso del que me hago eco aquí y espero que los lectores de este blog se unan a él y lo difundan a los cuatro vientos. “Servicio que desaparece en los pueblos -constantan los yangüeses-, servicio que no vuelve… y pueblos que van muriendo poco a poco víctimas de la indiferencia de las autoridades”.
Creo que está más que justificado este alegato en favor de la escuela rural y de aquellos maestros todoterreno, que nos enseñaron a leer y escribir, el nombre de las nubes y el curso de las estaciones. Esto me ha servido para trasladarme con el pensamiento al precioso pueblo de Yanguas en los Cameros Viejos, junto al Cidacos niño, a la sombra del castillo. Todo el pueblo está declarado conjunto histórico-artístico, con sus iglesias de San Lorenzo y de Santa María, su plaza porticada, sus casas blasonadas, sus interesantísimo museo y su solitaria torre de San Miguel, a cuyos pies dicen que descansan los restos del rey astur Aurelio y de su padre, don Fruela. Cien veces he leido el capítulo XV del Quijote en el que Cervantes enfrenta al hidalgo de la Mancha con los yangüeses, arrieros que gozaban del privilegio real de estar exentos de portazgos. ¡Pues ahora les quitan hasta la escuela!
La villa de San Pedro Manrique también está cargada de historia y de signos de rico abolengo. Lo más característico era su mercado del lunes, que desapareció cuando murieron los pueblos de alrededor, que lo abastecían, entre ellos el mio, Sarnago, ahora asimilado a ese Ayuntamiento. Quiero recordar aquí una anécdota, que me parece que viene al pelo. Eran aún tiempos boyantes, en los que apenas había empezado la emigración rural. Los pueblos rebosaban de niños. En San Pedro iban a inaugurar un moderno y espectacular, para la época, centro escolar con varias aulas. Llegó a presidir la inauguración de las escuelas el gobernador, de cuyo nombre prefiero no acordarme, acompañado de toda la parafernalia de “fuerzas vivas”. Era por la mañana, lo que garantizaba que el personaje no había tenido tiempo de darle al güisqui, al que era por lo visto muy aficionado. O sea, que estaba despejado. Llegó el momento solemne. “Señor gobernador, ya ha llegado el arcipreste; tenemos que entrar”, le indicó su secretario. En efecto, arriba, en la puerta principal del complejo escolar, esperaba el arcipreste, vestido de sobrepelliz y con el hisopo del agua bendita en la mano. Pero el gobernador se hacía el retraído. Nadie comprendía por qué ofrecía aquel aspecto de disgusto, hasta que el hombre estalló mientras echaba a andar: “No sé, no sé, de mala gana voy, porque cuanto más sepan más guerra van a dar”. Esta prevención o desprecio del poder hacia la escuela y la cultura parece que no ha terminado.