El canto del cuco

Cuaderno gris de Abel Hernández

Mes: junio, 2012

DEFENSA DE LA ESCUELA RURAL

La forma más segura de matar un pueblo es cerrar la escuela. Y antes de matar un pueblo, el autor de tal desaguisado debería tentarse la ropa. No hay ninguna razón pedagógica que lo justifique. Los que hemos ido a la escuela en un pueblo sin luz eléctrica y sin agua corriente lo sabemos muy bien. Es un crimen irreparable. Ninguna autoridad tiene derecho a dejar a un pueblo sin niños, que es peor que dejar la fuente sin agua o decretar la muerte de todos los ruiseñores del término municipal. Al último lugar que deberían llegar los dichosos recortes educativos -si es que en este campo tiene que haber recortes, que lo dudo- es a los pueblos. ¡Bastantes recortes inícuos y bastante abandono han sufrido en el último siglo! La democracia, por la que tanto hemos luchado muchos, y la entrada en la Unión Europea no han servido para reparar esta injusticia histórica, sino todo lo contrario. ¡Cuánta decrepitud! ¡Cuánto sufrimiento callado! ¡Cuánta impotencia! ¡Cuánta resignación ante la muerte de los pueblos! Al campo y a sus gentes no se les ha agradecido siquiera los servicios prestados. Ni un triste homenaje póstumo a la milenaria cultura rural, ya más muerta que viva.

Y ahora quieren cerrar las pocas escuelas que quedan en las Tierras Altas. Supongo que se me nota el cabreo. No puedo disimularlo. En San Pedro Manrique y en Yanguas -las dos villas centrales de la comarca- ya obligaron a enviar a Soria a los niños de 13-14 años, y el curso que viene, si no hay quien lo remedie, las autoridades educativas -¿educativas?- pretenden que sigan el mismo camino los pequeños, los de 11-12 años. Son unos cien kilómetros entre ida y vuelta de mala carretera con el puerto de Oncala por medio. El viaje en el duro y largo invierno sería una temeridad, por lo que estas criaturas, acostumbradas a vivir en libertad, felices, en contacto con la naturaleza y con la familia, tendrían que quedar encerradas en un internado. Los de San Pedro se han rebelado: “Con los más pequeños no estamos dispuestos a aceptarlo; los padres se trasladarían antes a vivir a Soria”. ¿Lo ven? Así, así mueren los pueblos. En Yangüas recogen firmas a favor de las escuelas rurales. “¡No queremos que nos quiten a nuestros niños!”, proclaman. Es un grito angustioso del que me hago eco aquí y espero que los lectores de este blog se unan a él y lo difundan a los cuatro vientos. “Servicio que desaparece en los pueblos -constantan los yangüeses-, servicio que no vuelve… y pueblos que van muriendo poco a poco víctimas de la indiferencia de las autoridades”.

Creo que está más que justificado este alegato en favor de la escuela rural y de aquellos maestros todoterreno, que nos enseñaron a leer y escribir, el nombre de las nubes y el curso de las estaciones. Esto me ha servido para trasladarme con el pensamiento al precioso pueblo de Yanguas en los Cameros Viejos, junto al Cidacos niño, a la sombra del castillo. Todo el pueblo está declarado conjunto histórico-artístico, con sus iglesias de San Lorenzo y de Santa María, su plaza porticada, sus casas blasonadas, sus interesantísimo museo y su solitaria torre de San Miguel, a cuyos pies dicen que descansan los restos del rey astur Aurelio y de su padre, don Fruela. Cien veces he leido el capítulo XV del Quijote en el que Cervantes enfrenta al hidalgo de la Mancha con los yangüeses, arrieros que gozaban del privilegio real de estar exentos de portazgos. ¡Pues ahora les quitan hasta la escuela!

La villa de San Pedro Manrique también está cargada de historia y de signos de rico abolengo. Lo más característico era su mercado del lunes, que desapareció cuando murieron los pueblos de alrededor, que lo abastecían, entre ellos el mio, Sarnago, ahora asimilado a ese Ayuntamiento. Quiero recordar aquí una anécdota, que me parece que viene al pelo. Eran aún tiempos boyantes, en los que apenas había empezado la emigración rural. Los pueblos rebosaban de niños. En San Pedro iban a inaugurar un moderno y espectacular, para la época, centro escolar con varias aulas. Llegó a presidir la inauguración de las escuelas el gobernador, de cuyo nombre prefiero no acordarme, acompañado de toda la parafernalia de “fuerzas vivas”. Era por la mañana, lo que garantizaba que el personaje no había tenido tiempo de darle al güisqui, al que era por lo visto muy aficionado. O sea, que estaba despejado. Llegó el momento solemne. “Señor gobernador, ya ha llegado el arcipreste; tenemos que entrar”, le indicó su secretario. En efecto, arriba, en la puerta principal del complejo escolar, esperaba el arcipreste, vestido de sobrepelliz y con el hisopo del agua bendita en la mano. Pero el gobernador se hacía el retraído. Nadie comprendía por qué ofrecía aquel aspecto de disgusto, hasta que el hombre estalló mientras echaba a andar: “No sé, no sé, de mala gana voy, porque cuanto más sepan más guerra van a dar”. Esta prevención o desprecio del poder hacia la escuela y la cultura parece que no ha terminado.

LA BAJADA DE LA ALCARAMA

 

La mayoría, cuando caía la tarde, decidimos dejar de lado el carromato del Celorrio y emprender a pie el descenso de la Alcarama, unos por el bisel de la pista forestal y otros, los más lanzados, atrochando por la pendiente vertical del cortafuegos, hasta confluir los unos y los otros en el ramal principal, donde se ensancha y amansa algo el camino que a mano derecha se dirige a Sarnago y a la izquierda, a Navajún y a la famosa mina, o vaya usted a saber adónde. En el descenso, más de uno se llenó los bolsillo de pequeños cantalobos oxidados recogidos del suelo, lo que demuestra que la Alcarama tiene el corazón de hierro. Pero “La Mina” propiamente tal está en el término de Navajún, bajando por el pedregoso sendero que pasa por las viejas tainas de Casales y sigue por el barranco del Pedregal. El viajero penetra en un lugar tortuoso y desamparado caracterizado por las escombreras, que sobrevuelan los buitres y los alimoches. De niño la conocíamos por la mina de Valdenegrillos, que es el pueblo más próximo, que acaban de abandonar los últimos vecinos, el Zacarías y la Romana, y hasta allí, a legua y media de camino, nos llevó un día don Juan López, el maestro, para darnos una lección práctica de geología y ciencias naturales.

Lo cierto es que todos estos montes albergan, bajo la capa verde de las gayubas, los sabinos, las estrepas y la invasión reciente del pinar, veneros de agua subterránea y minas de hierro inexploradas . Aún recuerdo la emoción que me produjo un día la noticia de que reabrían “La Mina”, lo que se confirmó cuando una mañana fueron llegando a la plaza, junto a la escuela, reatas de caballerías cargadas de herramientas y unos hombres desconocidos, que todo el mundo dio por hecho que eran ingenieros que venían de la ciudad. Fué una esperanza efímera. La mina está en un lugar tan a trasmano e inhóspito que no era, por lo visto, rentable y pronto volvió a quedar abandonada, mucho antes de la despoblación general. Pero, por un tiempo, aquello alteró la vida del pueblo donde rara vez ocurría nada. Todos, desde el más pequeño al más viejo, supimos que era una mina de pirita de hierro, que procedía del tiempo de los romanos; y los que presumían de entendidos excitaban la fantasía del vecindario asegurando que los cantalobos, como siempre se han conocido allí los cubos en que cristaliza este mineral -lo mismo que se llaman pedolobos unos hongos como higos, cerrados y sin pié- contenían una aleación de plata. Rara era la familia que no disponía de alguno de estos cantalobos plateados como pisapapeles o como adorno en la salita de estar. Aún quedará alguno de estos humildes tesoros bajo los escombros de las casas abandonadas.

La tarde era nubosa y apacible. El cielo, al asomar al Prado de la Majada, encima de la dehesa, nos bendijo con un ligero asperges. El camino desde el collado del Robledo, donde arranca el ramal a Valdenegrillos, es mucho más transitable y ameno. Montones de troncos bien serrados se apilan a la orilla. ¿Adónde irá esta madera? El pinar desfigura aquí el paisaje pelado de mi infancia. Prolifera el sabinar y hay un jardín natural de bizcobos y calambrujos floridos. No tardarán en madurar las dulces magüetas, o fresas silvestres, entre la hierba, bajo los sabinos. Es ésta una de esas caminatas en las que lo que importa no es llegar sino el camino mismo. Y eso que el camino conduce a Sarnago, que aparece nada más coronar la loma, abajo, apretado en la ladera. Es imposible no sentir un pellizco dentro contemplando en primer término la iglesia derrumbada y las numerosas casas y corrales con los tejados hundidos. (Afortunadamente, no faltan casas rehechas con tejado nuevo, demostración gráfica de que el pueblo se resiste a morir). Entro en la casa donde nací. Han vuelto a entrar los ladrones. Han penetrado por la ventana del cuarto que da al corral, el cuarto del reloj en el que llegué al mundo, han revuelto las viejas arcas, buscando tesoros imaginarios, han sembrado el suelo de papeles y esta vez se han llevado la nasa, los candiles y las llares y hasta han intentado arramblar con la cantarera. ¡Lo poco que quedaba para animar la memoria y el sentimiento! ¿Puede haber mayor crueldad? En las calles no hemos tropezado con un alma. Hace tiempo que la fuente no da agua. Lo que más me ha chocado es que no hubiera un pájaro. Han huido los bulliciosos gorriones, que en estas fechas llenaban de nidos los tejados, los tordos y los alegres ocetes. Sólo queda el silencio de las piedras. A la salida, antes de subir al coche, me he asomado al camposanto y me ha alegrado ver que junto a la pared del fondo a la izquierda ha florecido un rosal, el saúco está esplendoroso y un alma caritativa ha limpiado la tumba de mis abuelos -oscura mina de mis sueños- y ha dejado sobre la tierra un ramo de rosas artificiales.

 

 

EL VIAJE A LA ALCARAMA

Subimos a paso de burro, saboreando el camino, acomodados desde Sarnago en el ruidoso carromato de Ángel Celorrio -un ángel dicharachero con bigote blanco-, capaz de vencer todas las resistencias del abrupto y empinado trecho final hasta la cumbre. El vehículo, acondicionado para catorce viajeros, pudo muy bien tomar parte en la segunda guerra mundial, trasladando combatientes y superando trincheras y casamatas. Ahora, dulcificado, ofrece un aspecto amable, de divertida feria de pueblo, como si fuera hermano de “La Exclusiva”, aquel legendario “Trece”, que hacía cuando yo era niño el servicio San Pedro Manrique-Huérteles. Ángel Celorrio posee otras “joyas prehistóricas” en una gran nave, rige la gasolinera del pueblo con su tienda correspondiente, posee la casa rural de Taniñe y, además de otras virtudes, oficios, juergas e ingenios, conoce la ruta como la palma de la mano.

Para mí este era un viaje muy especial, casi iniciático. Subía por fin al lugar de mis sueños, al acotado espacio de mi literatura, ascendía, transportado de golpe a mi infancia, acompañado de la familia, principal refugio cuando los años se acortan y queda más camino a la espalda que por delante. Hacía más de treinta años que no había vuelto a pisar -sólo en sueños- la cumbre de la Alcarama. Debía comprobar si en mis libros la imaginación, la loca de la casa que decía Santa Teresa, me había jugado una mala pasada o se había quedado corta. ¡Se ha quedado muy corta! Hasta llegar a Sarnago, los campos ofrecen una primaveral exhuberancia verde, que yo recordaba bien. Es el breve momento de esplendor en estas Tierras Altas. En los ribazos han florecido los calambrujos, rosales elementales de cuatro pétalos, los bizcobos y los espinos de flor blanca, y en los orillos de los sembrados el rojo de los ababoles combina con el amarillo brillante de las ulagas. Solo las manchas de pinos jóvenes, que descienden desde el Cubillo hasta las Piezas del Roble y por las Hoyuelas hasta la Lomba desfiguran y dulcifican el original paisaje pardo y mineral. En la espalda del pueblo, en la parte montuna que lo caracteriza, el pinar acompaña y rodea ya al viajero hasta lo alto de la sierra, impidiendo contemplar el telúrico espectáculo de simas y barranqueras, que se abre en el Collado del Robledo y baja hasta Castillejo. Hasta en la dehesa ha crecido un innecesario pinar. Tan innecesario como el parque eólico que profana el paisaje en las estribaciones de la Alcarama o en la sierra de Oncala. Menos mal que aún alfombra el camino el gayubar, se ensancha, libre de la cabrada, el sabinar y aroman el espacio las estrepas con los mocollos a punto de florecer. Solo por oler el monte vale la pena subir a la Alcarama.

Cuando el carromato del Celorrio renquea, se para y amenaza con recular peligrosamente a cien metros de la cumbre, el conductor lo frena como puede y nos tranquiliza mientras mueve nervioso la caja de cambios hasta que, tras cierta resistencia, el cacharro le obedece y arranca otra vez por la empinada cuesta: “¡Tranquilos, que este es capaz de subir por una pared!” Minutos después se exalta: “¡Mirad, un ciervo!”. En realidad son dos animales hermosos entre la maleza, que desaparecen pausadamente por la derecha hacia la espesura. Este monte de la Alcarama es buen escenario de cacerías. A lo largo de toda la subida pueden verse chozos con ramajes para palomeros o para los ojeos de caza mayor, ciervo y jabalí mayormente. Abajo suenan las sierras cortando madera. Por fin, alcanzamos la cumbre, un rústico helipuerto a 1.531 metros de altura. El espectáculo es grandioso a pesar de que el día está nublado e impide alcanzar a ver los Pirineos, que ,según dicen, se distinguen en los días diáfanos. Al pie contemplamos las tierras riojanas que riegan el Alhama y el Linares y adivinamos la Mejana de Navarra; de frente, hacia la salida del sol, la impresionante mole del Moncayo, frontera entre Castilla y Aragón. Al otro lado, emerge como un alfanje la Peña Isasa, sobre Arnedo, y más cerca, la Cabeza el Calvo, camino de Acrijos y Fuentebella, asomándose a Cornago. Abajo, mirando a poniente, se extienden las Tierras Altas, tan familiares para mí, donde Castilla pierde su nombre y donde pastaron un millón de merinas, con el Monte Real, la Sierra del Alba y la Sierra de Oncala de guardianes permanentes. Ahí, entre las cicatrices del torturado terreno, las laderas y costurones de estos montes fronterizos se cobijan hoy medio centenar de pueblos muertos.

Corre un vientecillo fresco que aconseja buscar un abrigo en el pinar para extender en un hueco el mantel del almuerzo, junto a las gayubas. Salen a relucir las fiambreras, bien abastecidas, y el pan del horno de Valdeavellano. Corre la bota de mano en mano. Abel, mi hijo mayor, ha querido celebrar aquí su cumpleaños, y Rodrigo, mi otro hijo, me sorprende con un regalo impagable: ha etiquetado unas botellas de buen vino del Duero con el nombre de la Alcarama. En la etiqueta ha estampado las fotos de César Sanz de las portadas de mis libros, y si aplicas el móvil al código QR dibujado en ellas aparece “El canto del cuco”. (Por cierto, al cruzar el ejido de Sarnago, aseguro que he oído cantar al cuco por Bajorente). A la fiesta familiar se ha unido, además de Ángel Celorrio, que ha llegado a emocionarse recordando a su amigo Alfonso Cura -¡cuánto habría disfrutado él aquí con nostros si viviera!-, Ana Carmen Domínguez, que ha llegado ex profeso con su marido, desde Durango, y que ha traído mis “Leyendas de la Alcarama” para que se las firmara. Así que en la cumbre de la Alcarama -algo completamente inédito- he firmado un libro y he bebido un vaso de buen vino, llamado “Alcarama”, que en árabe significa orgullo o dignidad. Cuando emprendemos andando la bajada, vuelan sobre nuestras cabezas un par de buitres leonados.

LA FÁBULA

Es de noche. Estamos perdidos en el bosque. Hace tiempo que hemos llegado a esa conclusión. Pero nos aguantamos. La esperanza es lo último que se pierde. Braceamos entre la maleza, esquivando precipicios, como buenamente podemos, mientras arrecia la tormenta. El estepar es cada vez más espeso. Los sabinos y rebollos se interponen en la vereda. Baja la niebla. La noche es oscura como boca del lobo. No se ve nada. Caminamos a tientas. Nos duelen los pies. Empezamos a tener miedo. Algunos están temblando. Se les nota en la voz trémula cuando abren el pico. Se escuchan las primeras protestas y algunos juramentos. El Guía dice que no nos preocupemos y, sobre todo, que no gritemos para no desmoralizar al grupo, no sea que ocurra alguna desgracia. Que la situación es grave, pero no desesperada, que todo va a salir bien. Que no es más que un contratiempo porque el anterior Guía emprendió tarde la marcha y equivocó el camino. Que la tormenta afecta también a los que están fuera del monte. Que es una tempestad que podría llamarse universal, o global, como queramos. Que él ha conseguido contactar con todos los otros Guías y que le han asegurado que están dispuestos a acudir en nuestro rescate. Pero que él sabe bien el camino y que no hace falta ningún rescate, que pronto va a escampar y que de otras peores hemos salido.

Pasan las horas. Seguimos a oscuras. Escasean los suministros. Hay que racionarlos. Falta el agua. ¡Bebed agua de lluvia!, exclama uno de los ayudantes del Guía. Apenas quedan dos o tres teas para alumbrarnos. Nos llegan noticias de que fuera del bosque ya ha amainado la tormenta y todo el mundo siente compasión de nosotros, los que estamos perdidos en la espesura. Compasión y miedo. No se habla fuera de otra cosa, según nos cuenta uno que ha logrado conectar por su móvil -aún milagrosamente funcionando- con el mundo exterior. Dice que nos consideran ya unos apestados y que temen que les contaminemos a ellos. Empieza a quedarse gente del grupo por el camino, en realidad una senda cada vez más escabrosa, una vereda de cabras que no parece conducir a ninguna parte. La tormenta arrecia. El Guía sonrie y, a la luz de la antorcha, su cara barbuda adquiere un aspecto cómico que da un poco de miedo. Insiste en que estemos tranquilos, que lo peor ya ha pasado y que lo que hace falta es que todos arrimemos el hombro, sobre todo los seguidores del Guía anterior. De pronto se para y se muestra eufórico. ¡Mirad! ¿No veis una luz allá lejos? No, no vemos nada. Es el reflejo de un rayo que ha caído en el monte. Eso es lo que es, le dice uno de nosotros. Se lo decimos todos al Guía cuando columbramos otro relámpago lejano.

Gastamos bromas para evitar el pánico. Hablamos de fútbol, mayormente de la Copa de Europa. Alguien dice: ¡La copa es lo único que queda de Europa! Alguien cae herido y empieza a llorar desesperadamente. El Guía ordena a su primer ayudante, apodado Guindos, que intente salir fuera a inspeccionar y a buscar suministros, a ver si da con la carretera, y repite que él sabe muy bien lo que hay que hacer. Deberíamos cantar todos juntos, como cuando era de día y bebíamos vino. El que canta -nos recuerda- sus males espanta. ¡Que no cunda el pánico! La tempestad arrecia. Estamos calados hasta los huesos.  Alguien sugiere construir un corralito. Cuando volvemos a estar al pie de un gran roble seco junto a una peña, que parece el árbol del ahorcado, nos damos cuenta de que por allí hemos pasado ya dos o tres veces. Alguien dice en voz alta: ¡Estamos perdidos! Los más jóvenes se rebelan, deciden hacer una sentada en un claro del monte al grito de ¡Así no podemos seguir! ¡Rescatan antes a los banqueros que a nosotros! ¡Democracia real, ya! ¡Queremos participar en las decisiones! El Guía jura y perjura, con su barba crecida que ha encanecido por momentos y los cristales de sus gafas empañados, que confiemos en él, que él conoce bien el camino, que tiene buenos asesores y buenos contactos, que los de fuera no nos pueden dejar solos en el bosque bajo la tormenta interminable y que el sacrificio valdrá la pena; pero todos los del grupo estamos ya convencidos de que no sabe dónde estamos ni adónde vamos. Es entonces cuando uno del grupo, que venía siendo asesor principal del Guía, grita: ¡Sálvese el que pueda!

Y así es como, en este punto, dejo el grupo y, guiado por mi instinto de la infancia, encuentro el camino de La Mata y doy con mi pueblo sin saber cómo ni por qué, pero allí no vive nadie, las casas y la iglesia están derruidas. Ando como un sonámbulo por las calles desiertas y siento con angustia que sigo perdido. En ese momento me despierto y oigo cantar a los pájaros en el jardín. Respiro aliviado: ¡Uf, qué pesadilla! Y me siento a contarlo ante el ordenador.