El canto del cuco

Cuaderno gris de Abel Hernández

Mes: septiembre, 2015

EL TIO QUIRINO

Cuando se enteró el tio Quirino de que había estallado la guerra, cogió a su mujer, la buena de la tia María, y a su media docena de hijos y huyó al monte. No había tiempo que perder. Se llevó consigo lo imprescindible: una manta, la escopeta y una hogaza de pan. Y se refugió en la espesura del Prado de los Rebollos, cerca del pueblo. Allí, a la intemperie, pasó la noche la familia procurando no hacer ruido. La noche se hizo larga, el día se hizo interminable, el pan se acabó pronto y los niños tenían hambre, así que, después de darle muchas vueltas, el tio Quirino, primer derrotado de la guerra, decidió emprender el camino de vuelta. Llegaron exhaustos a casa. La noticia había corrido por el pueblo como la pólvora. “Pero hombre, Quirino, -le dijo el primer vecino con el que se tropezó- ¿por qué has huido al monte?” “Por lo que pudiera pasar”, respondió, negándose a dar más explicaciones.

El tio Quirino es uno de esos personajes singulares de la infancia que se quedan grabados. Vivía en lo bajero del pueblo, en una casa lóbrega y pobre, escondida entre corrales, al fondo de un callejón, asomada a la calleja de las herrañes. Parece que lo estoy viendo. Era un hombre alto y flaco, de chispeantes ojos azules, calzado de abarcas y con la cabeza cubierta siempre por una pequeña boina descolorida. En su cara hinchada y enrojecida quedaba patente la característica huella de la pelagra que padecía, una enfermedad producida por falta de vitaminas. Tenía fama de ser un tanto infeliz, pero buena persona. Nadie le quería mal. Le gastaban bromas más o menos inocentes, pero él no perdía nunca el buen temple. Como la vez que unas vecinas del barrio de abajo colocaron una piel de conejo bajo unas ulagas en un ribazo del Villar y le convencieron de que era una liebre encamada. Observado por ellas desde la distancia entre risas, el tio Quirino disparó al pellejo.

Su vida tiene mérito, por eso la traigo a cuento. Si no me olvido de alguno, tuvo ocho hijos. Los dos últimos nacieron en la posguerra, cuando el racionamiento y la penuria. Fuimos a la escuela juntos. Eran rubios y listos, siempre con el pelo al cero, rapado en casa. En los más crudos días de invierno, nevando y con el termómetro bajo cero, los he visto tiritando con un pantaloncillo corto de mala tela, un jersey barato de borra, comprado en un tenderete de la feria, y unas alpargatas empapadas sin calcetines. Un día llegaron a casa y le dijeron a su madre que no tenían más que un catecismo -supongo que el del padre Astete- y que necesitaban uno para cada uno. La tia María, que a lo que se ve no le sobraban muchas luces y era algo sensa, encontró pronto la solución. Partió el catecismo a lo ancho en dos y le dio un trozo a cada uno: lo de arriba para uno, lo de abajo, para otro.“Arreglaos así”, les dijo. En casa no había dinero para comprar un catecismo.

Toda la hacienda del tio Quirino, para sacar adelante a tan numerosa familia, consistía en unos pegujales, un pequeño huerto en el Barranco, que cuidaba con gran esmero y donde habitaba el ruiseñor, un macho negro llamado “Muino”, un hatajillo de cabras, unas gallinas y una cochina paridera. Cazador furtivo y solitario, ponía cepos a los zorros en el raso y lazos a las liebres en las veredas del monte. Llenaba el zurrón con maguillas de la dehesa, y en la primavera y el otoño era de los pocos vecinos que se atrevía a coger setas para el condumio de la casa. Pero lo recuerdo especialmente como colmenero. Se dedicaba a amaestrar enjambres de abejas, a dividirlos y a meterlos en sus rudimentarias colmenas de mimbre forradas de boñiga de vaca. No olvidaré su estampa, con la cabeza protegida por un viejo tapabocas, haciendo sonar dos losas con las manos, como un mago o un viejo profeta, hasta conseguir que la nube de abejas bajara zumbando del aire y entrara poco a poco dócilmente en la colmena. Cuando conseguía cazar el enjambre, aun a costa de dejarle a él el cuerpo molido a picotazos, era el hombre más feliz del mundo. No era menos emocionante y peligroso verle desde la distancia sacar de la colmena, envuelto en humo, los panales de miel.

Así fue la vida del tio Quirino, mitad dulce, mitad amarga, como la de la mayoría de los seres humanos. A medida que los hijos fueron haciéndose mayores y dejando la escuela, cogieron el garrote de pastores o se contrataron de criados. Poco a poco la familia llegó a poseer una buena cabrada. La casa prosperó algo. Todos, uno tras otro, dejaron después el pueblo y se abrieron camino en la vida. El tio Quirino, hasta que murió, siguió cazando zorros con cepo y liebres con lazo y nunca renunció a cazar enjambres llamando a las abejas con sus manos.

OTRA VEZ SEPTIEMBRE

No falla. Septiembre vuelve siempre. Este año viene con música catalana. “¡Oh, qué alegría -canta en catalán Ángel Guimerá-. Hagamos el corro / sardaneando día y noche, / unidas las manos hombres y mujeres, / y los ojos clavados en el infinito”. ¡Qué aburrimiento! Pero muchos estaríamos dispuestos a aceptar la amable invitación y unirnos al corro si no fuera por la cargante y estridente música de la política, que sofoca el monótono sonido de la sardana y, lo que es peor, amenaza con alterar el plácido septiembre de España. No deberíamos consentirlo, ni los unos ni los otros. Sin embargo, esta ridícula pelea de familia aparece reducida a la insignificancia ante el tremendo drama de los millares de desterrados que llegan a Europa huyendo del hambre, de la guerra y de la persecución. Este es, por encima de todo, el septiembre negro de los desplazados que han tenido que dejar su casa y, rompiendo fronteras, nos piden desesperadamente auxilio y cobijo. Es la gran diáspora, ante la que no podemos permanecer indiferentes. Ellos también tienen derecho a poder disfrutar de este septiembre nuestro de siempre y de las esplendorosas puestas del sol, como si aquí no pasara nada.

Septiembre huele a lluvia y a higos. Septiembre es un dulce racimo de uvas recién vendimiadas. Es el silencio del bosque y la caída de las primeras hojas. Septiembre es el vuelo bravío de la perdiz roja en la ladera. En las eras solitarias y abandonadas de los pueblos castellanos habrán brotado ya los gallos o espantapastores, que anuncian la trashumancia, venida a menos, esa es la verdad, desde que la lana, que abasteció un día los telares de Cataluña, cayó por los suelos. (Hubo un tiempo en que los sorianos y los de otras tierras del interior hicieron su hatillo y se fueron, detrás de la lana, el lino y el algodón, a trabajar en las fábricas catalanas, lo que luego los de allí han llamado “hacer país”). Septiembre adelante, con el tempero, salen los tractores a la barbechera. Pero siempre representará mejor a septiembre la acuarela de los bueyes en el crepúsculo arando en la lejanía. Y el sol septembrino madura el membrillo. Por septiembre, dice el poeta Luis García Montero, se te llenan de humo los síes en la boca. (Los síes y los noes: buena metáfora para las urnas del 27 en Cataluña, entre barretinas y esteladas, envueltas esta vez en humo pestilente). En la ciudad, septiembre es la vuelta a casa tras la escapada del verano, el trabajoso regreso al tajo, el perezoso reencuentro con la oficina. Todo vuelve a empezar en septiembre, hasta los mítines y el morral de promesas. Empieza el nuevo curso y los niños estrenan mochilas de colores camino del colegio.

En mi pueblo y en centenares de pueblos de España nadie abrirá la escuela en septiembre. Nadie izará la descolorida bandera roja y gualda en la ventana que da a la plaza. Ni se escuchará desde la plaza el monótono recital de la tabla de multiplicar. Allí no empieza nunca el curso. El maestro ni está ni se le espera. Hace años que la escuela permanece cerrada. En muchos casos porque en el pueblo no queda un alma y en otros muchos, porque los niños son trasladados de madrugada en camionetas o “dekaúves” parecidas a las del reparto del pan -hace tiempo que tampoco huele a pan en el pueblo- al moderno centro escolar de la cabecera de la comarca o de la capital. Me lo pregunto siempre: ¿cómo se puede vivir en un pueblo sin niños y sin que huela a pan? Últimamente, con la falta de animales, también baja la nómina de los pájaros. Los niños que vienen huyendo de la guerra, los que consiguen sobrevivir, tampoco tienen escuela. Buena oportunidad ésta para acoger este septiembre en la provincia de Soria, que es, como se sabe, un desierto demográfico, a centenares de refugiados. Están llamando a la puerta familias enteras. ¡Hay que abrirles! Es un deber moral. Deben movilizarse ya, desde el obispo, siguiendo las instrucciones del papa, hasta el último alcalde. Es además una gran oportunidad. Va en la necesidad de los desplazados y en nuestro propio interés. Habrá que hacer de la necesidad virtud. A lo mejor la llegada de los niños obliga a reabrir algunas escuelas. A este propósito, nunca olvidaré la expectación que despertaba en el pueblo la llegada del nuevo maestro. Un año tardó más de la cuenta. Bien entrado septiembre, la escuela permanecía cerrada, y mi madre, para que yo no perdiera escuela, me mandó a La Ventosa con los tíos, a una legua larga de Sarnago, y allí pasé unos meses de mi vida. Tengo grabada la imagen de los bueyes sacando pesados troncos de entre la espesa maleza y la del rostro sereno, impasible del maestro. Se llamaba don Deogracias.

En septiembre, los pequeños pueblos, pasadas las fiestas y la marcha de los veraneantes, volverán a encerrarse sobre sí mismos. La soledad y el silencio sepulcral envolverán un año más el caserío. Apretará el frío en la madrugada. Volverá a salir humo de las chimeneas. La familia agrupada por la noche en torno al fuego o en la salita de estar contemplará en la televisión con hastío la movida política catalana -”lo de siempre, dirán los más viejos, no escarmentamos”- y mirará con compasión las imágenes terribles de los pobres desterrados. Las gentes del pueblo se sentirán cercanas a estos. En cierta manera, ellos también son unos desterrados en su propia tierra. Cuando llega septiembre y se quedan solos, esto se nota más. Fuera sólo se oye el rumor del agua de la fuente.