EL TIO QUIRINO
Cuando se enteró el tio Quirino de que había estallado la guerra, cogió a su mujer, la buena de la tia María, y a su media docena de hijos y huyó al monte. No había tiempo que perder. Se llevó consigo lo imprescindible: una manta, la escopeta y una hogaza de pan. Y se refugió en la espesura del Prado de los Rebollos, cerca del pueblo. Allí, a la intemperie, pasó la noche la familia procurando no hacer ruido. La noche se hizo larga, el día se hizo interminable, el pan se acabó pronto y los niños tenían hambre, así que, después de darle muchas vueltas, el tio Quirino, primer derrotado de la guerra, decidió emprender el camino de vuelta. Llegaron exhaustos a casa. La noticia había corrido por el pueblo como la pólvora. “Pero hombre, Quirino, -le dijo el primer vecino con el que se tropezó- ¿por qué has huido al monte?” “Por lo que pudiera pasar”, respondió, negándose a dar más explicaciones.
El tio Quirino es uno de esos personajes singulares de la infancia que se quedan grabados. Vivía en lo bajero del pueblo, en una casa lóbrega y pobre, escondida entre corrales, al fondo de un callejón, asomada a la calleja de las herrañes. Parece que lo estoy viendo. Era un hombre alto y flaco, de chispeantes ojos azules, calzado de abarcas y con la cabeza cubierta siempre por una pequeña boina descolorida. En su cara hinchada y enrojecida quedaba patente la característica huella de la pelagra que padecía, una enfermedad producida por falta de vitaminas. Tenía fama de ser un tanto infeliz, pero buena persona. Nadie le quería mal. Le gastaban bromas más o menos inocentes, pero él no perdía nunca el buen temple. Como la vez que unas vecinas del barrio de abajo colocaron una piel de conejo bajo unas ulagas en un ribazo del Villar y le convencieron de que era una liebre encamada. Observado por ellas desde la distancia entre risas, el tio Quirino disparó al pellejo.
Su vida tiene mérito, por eso la traigo a cuento. Si no me olvido de alguno, tuvo ocho hijos. Los dos últimos nacieron en la posguerra, cuando el racionamiento y la penuria. Fuimos a la escuela juntos. Eran rubios y listos, siempre con el pelo al cero, rapado en casa. En los más crudos días de invierno, nevando y con el termómetro bajo cero, los he visto tiritando con un pantaloncillo corto de mala tela, un jersey barato de borra, comprado en un tenderete de la feria, y unas alpargatas empapadas sin calcetines. Un día llegaron a casa y le dijeron a su madre que no tenían más que un catecismo -supongo que el del padre Astete- y que necesitaban uno para cada uno. La tia María, que a lo que se ve no le sobraban muchas luces y era algo sensa, encontró pronto la solución. Partió el catecismo a lo ancho en dos y le dio un trozo a cada uno: lo de arriba para uno, lo de abajo, para otro.“Arreglaos así”, les dijo. En casa no había dinero para comprar un catecismo.
Toda la hacienda del tio Quirino, para sacar adelante a tan numerosa familia, consistía en unos pegujales, un pequeño huerto en el Barranco, que cuidaba con gran esmero y donde habitaba el ruiseñor, un macho negro llamado “Muino”, un hatajillo de cabras, unas gallinas y una cochina paridera. Cazador furtivo y solitario, ponía cepos a los zorros en el raso y lazos a las liebres en las veredas del monte. Llenaba el zurrón con maguillas de la dehesa, y en la primavera y el otoño era de los pocos vecinos que se atrevía a coger setas para el condumio de la casa. Pero lo recuerdo especialmente como colmenero. Se dedicaba a amaestrar enjambres de abejas, a dividirlos y a meterlos en sus rudimentarias colmenas de mimbre forradas de boñiga de vaca. No olvidaré su estampa, con la cabeza protegida por un viejo tapabocas, haciendo sonar dos losas con las manos, como un mago o un viejo profeta, hasta conseguir que la nube de abejas bajara zumbando del aire y entrara poco a poco dócilmente en la colmena. Cuando conseguía cazar el enjambre, aun a costa de dejarle a él el cuerpo molido a picotazos, era el hombre más feliz del mundo. No era menos emocionante y peligroso verle desde la distancia sacar de la colmena, envuelto en humo, los panales de miel.
Así fue la vida del tio Quirino, mitad dulce, mitad amarga, como la de la mayoría de los seres humanos. A medida que los hijos fueron haciéndose mayores y dejando la escuela, cogieron el garrote de pastores o se contrataron de criados. Poco a poco la familia llegó a poseer una buena cabrada. La casa prosperó algo. Todos, uno tras otro, dejaron después el pueblo y se abrieron camino en la vida. El tio Quirino, hasta que murió, siguió cazando zorros con cepo y liebres con lazo y nunca renunció a cazar enjambres llamando a las abejas con sus manos.