HACIENDO MEMORIA
Haré hoy el relato de estos días de ausencia. Los lectores del blog se lo merecen. He de justificar de alguna forma el retraso en la publicación de esta entrada, que hace la número 222. Cuando me pongo a escribir he consultado las estadísticas y he visto que “El canto del cuco” alcanza en este momento las 108.250 visitas, una cantidad abrumadora. La mayoría son de España, pero no pocas proceden de medio mundo. Así que lo menos que puedo hacer es dar una explicación a los que esperaban una nueva historia en el tiempo acostumbrado y se hayan sentido defraudados. Aquí estoy de nuevo con la pilas cargadas. No se vayan. He leído que un neurocientífico y bioingeniero llamado Theodore Berger trabaja en una prótesis cerebral que, instalada en el hipotálamo, puede recuperar y aumentar la memoria. Sería fantástico acabar con el tremendo drama del alzheimer y demás enfermedades mentales que borran o entorpecen los recuerdos. Como dice Jorge Luis Borges, “somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos”. Es decir, somos lo que hemos vivido, somos lo que recordamos, y acaso el mejor dispositivo cerebral o del corazón para recuperar la memoria de las cosas y revivirlas no sea otro que la vuelta a los lugares de la infancia. Es lo que yo he hecho en estos días de ausencia, cargados de estrépito político.
En menos de una semana he viajado dos veces a los campos de Soria, que están en su momento de esplendor. El paisaje se convierte por unos días en un tapiz primoroso que se va desplegando según vas andando, siempre el mismo y siempre distinto, como el mar. Por todos los caminos dominaban a la vista los verdes, mezclados con los dorados y tostados de la mies, que empezaba a madurar ya para la cosecha, y que contrastaban con los remiendos irregulares, rojizos y pardos de la barbechera, cuando la tierra descansa. Los orillos y ribazos eran un estallido de flores azules, rojas, amarillas, violetas… La mayoría no he sabido nunca cómo se llaman; pero lo que importa es que son las mismas flores de mi infancia. Y los mismos trigos, los mismos pájaros, los mismos escaramujos con rosas elementales de cuatro pétalos rosados, los mismos tomillares florecidos en la subida del castillo. Lo más parecido a un milagro, una explosión de vida en una tierra árida y fría de largos inviernos y anchas soledades. Contemplando el vistoso paisaje se me antojó una novia hermosa que se exhibe fugazmente en el balcón, vestida de fiesta, antes de que caiga la noche y se ponga otra vez las alpargatas negras y el pardo sayal de campesina.
En Sarnago ese día soplaba el aire de la Alcarama y se agradecía el abrigo. Comimos toda la familia en la escuela, en una larga mesa, con la estufa de leña encendida, como cuando entonces. José Luis, el pariente de Tudela, que subió para el reencuentro, se ocupó de alimentar el fuego. El humo de la estufa me devolvía a los inviernos de mi niñez. Y las viejas fotografías de las paredes, con tantos rostros antiguos, se hacían presentes de pronto en la celebración como apariciones del más allá. Y en cualquier momento podían empezar a tocar solas las campanas en la entrada, asentadas en el suelo del portal, donde jugábamos a las pitas. Y, como compendio de la memoria, el sencillo y auténtico Museo Etnográfico arriba, encima de la escuela, en la casa del maestro, en la que tantas horas pasé, solo, estudiando latín y francés en la mesa camilla del saloncito que da a la plaza. Abundaron las sabrosas y variadas fiambreras sobre la mesa y no faltó el buen vino que trajo mi hijo Rodrigo de su bodega de Extremadura, etiquetado para la ocasión con el nombre de la Alcarama y la fecha del encuentro. Después unos cuantos valientes, incluido mi nieto Roque, con tres años, subimos al cerro del castillo, como estaba programado. La subida, envueltos en el aroma de los tomillos florecidos, se me hizo más dura de lo que recordaba; pero valió la pena. Es un lugar mágico de la España celtibérica, cargado de historia antigua, una atalaya sobre el valle del Linares y sobre las Tierras Altas. Después de tantos años, para mí fue un descubrimiento. Nadie que suba al castillo de Sarnago un día claro lo olvidará jamás. ¡Esa luz, esa claridad, esa magia! La vista se pierde más de una docena de leguas a la redonda, en un paisaje circundado de montañas y sierras azules. En la cumbre azotaba el cierzo y en la bajada aseguro -no es un oportuno recurso literario- que oí cantar al cuco por el prado de los Rebollos o quizá por Bajorente. Era la primera vez que lo oía tras muchos años de ausencia.
Después viajamos toda la familia a Valtajeros, también en busca de los orígenes, y desde el campanar recorrimos la atalaya de la iglesia almenada. Estuve en la puerta de la casa donde viví de niño, los dos primeros años de mi vida, donde murió mi padre, y en la que no he vuelto a entrar nunca más desde entonces. Pero la puerta estaba cerrada y nadie en el pueblo tenía la llave. Confío en que un día pueda cumplir al fin este sueño, convertido en una necesidad interior. Así que tendré que volver. El otro viaje, la víspera de San Juan, fue a El Burgo de Osma, al reencuentro sesenta años después con compañeros de estudios. De pronto aquellos alegres muchachos, con los que compartí rezos, juegos y pupitres, eran ahora ancianos, cuyas identidades resultaba difícil descifrar entre los estragos del tiempo y las nieblas de la memoria. En momentos así es cuando uno se da cuenta de que la vida consiste en una gran dispersión, en la cual cada uno acaba, como una hoja seca, arrastrado adonde lo lleva el viento.
Estas y otras circunstancias que no vienen al caso son la explicación con las que intento justificar mi falta de puntualidad esta vez con los seguidores más fieles de “El canto del cuco”. Espero que estas historias mías sean algo parecido a una prótesis en el cerebro de los lectores, o en su corazón, que les ayude a recuperar la memoria. O sea, la vida.