El canto del cuco

Cuaderno gris de Abel Hernández

Mes: marzo, 2020

PRIMAVERA

(Dejo para la próxima semana la prometida entrada sobre la Romana de Valdenegrillos, esa mujer solitaria de las Tierras Altas, que tanto apreciamos aquí. Y voy a compartir con todos este artículo mío, recién salido del horno. Manda la actualidad cuando parece que el tiempo se para o el reloj retrocede y estamos  con el corazón encogido. Falta poco para que escampe y la vida recupere su ritmo, pero con la lección de la humildad bien aprendida)

Acaba de llegar la primavera con sus abarcas llenas de flores. Conviene avisarlo para que no pase inadvertida, encerrados como estamos en nuestra casa y en nuestros lúgubres pensamientos. Hasta los pájaros parecen este año extrañados de tanta soledad en las calles y tan abrumador silencio. No sé si creer en los presagios. Este año no cantan, a estas alturas, los mirlos en el jardín, y los huidizos gorriones, cada vez más escasos, tardan a venir a comer el pan que les pongo en la puerta. Hasta las torcaces han suspendido su canto amoroso. Es como si toda la vida estuviera, este enigmático año bisiesto, en suspenso, esperando el momento de la explosión gozosa al final de la pesadilla.

Me he acordado del pueblo, al que vuelvo siempre con el pensamiento , y más en estos momentos en que la ciudad está apestada y la muchedumbre asusta más que la soledad. De los pueblos abandonados huyen los pájaros. Lo tengo comprobado. El viajero que  se acercara hoy a Sarnago me daría la razón. He llegado a la conclusión de que también ellos -gorriones, mirlos, urracas, torcaces…- están en cuarentena. Creo que están desconcertados con tanto silencio y echan en falta nuestro ruido -hasta el horrísono chirrido de los soplahojas- y nuestra compañía.

Escribo el Día Meteorológico Mundial. Lo que parecía imposible se ha conseguido de golpe. La pandemia está limpiando el aire del mundo, parando la amenaza del calentamiento global. Esta es la fiesta de las isobaras, esos garabatos redondos en el mapa formando círculos concéntricos de borrascas y anticiclones. Es la fiesta de las nubes y el viento, de la escarcha y la nieve, de la luna llena y de las estrellas fugaces, de la lluvia mansa sobre los sembrados y del pedrisco asolador; es la fiesta de las úrguras, que son, como tengo dicho, las brujas blancas del invierno en las Tierras Altas, que ululan por las chimeneas en las largas noches de invierno. Y es, sobre todo, la fiesta del sol, al que rendían culto los celtíberos, mis antepasados, en la cumbre de los montes, encendiendo hogueras en el solsticio, y que, en julio, cae a plomo como un cuchillo ardiente sobre el páramo, poblado de polvo y de chicharras, cuando clasca ya la mies a la espera de la hoz.

Esta fiesta nos invita a mirar hoy al cielo agradecidos desde nuestra ventana. El cielo de Madrid ha amanecido cubierto. Mientras escribo, llueve mansamente. ¡Bendita lluvia primaveral!  “El cielo se ha despeinado, /su melena de cristal /se destrenza en los sembrados (Altolaguirre). Las gentes y los pájaros guardan silencio.

PRIMAVERA

RECUERDO DE LA MONJA JULIANA

 

(Ahora que estamos todos en arresto domiciliario y que parece, con la vida en suspenso y la muerte en los talones, que el tiempo se detiene, vamos a volver sobre nuestros pasos y pisar terreno conocido. Recreemos lo vivido. Me ha parecido que este relato, que acabo de publicar en “La Razón”, puede resultar entretenido para los antiguos seguidores de “El canto del cuco” -el reciclaje es un arte como otro cualquiera- y novedoso para los recién llegados. Advierto que, si cuento con su venia, en el próximo me ocuparé de la Romana de Valdenegrillos, otra heroica amiga de la soledad)  

Les contaré hoy para animar su reclusión obligatoria la historia de la monja Juliana, una mujer que prefiere la soledad de una cabaña a la compañía en los muros del monasterio. Más de una vez la visité en su casucha prefabricada, instalada en el rincón de un prado en Molinos de Razón, al pie de la Cebollera. Allí vivió veintiséis años largos, rezando, leyendo y escuchando música de Bach. Dormía en el suelo con la ventana abierta en el duro invierno soriano. No tenía calefacción. Mientras pudo, cultivó su pequeño huerto. Hasta que le fallaron las piernas, viajaba en su vieja bicicleta a Sotillo o Valdeavellano para oír misa o comprar suministros. Es vegetariana y necesita muy poco para vivir. Una nube le privó  de la visión de uno de sus ojos, que son azules como el cielo acerado de Castilla. Estaba  siempre alegre, abierta al mundo, con su pequeña radio a mano, y llena de curiosidad. Se echa en falta ahora  su frágil figura con el hábito azul del Císter y la cabeza cubierta, pedaleando por la carretera como  el vuelo (azul de una mariposa.

La monja Juliana, que llegó de Gante y se afincó en estas soledades,  se resistió lo que pudo a que la llevaran al monasterio. “¡Yo tengo vocación de anacoreta!”, clamaba. La primera vez que la obligaron, cuando empezaba a fallarle la cadera, resistió poco allí dentro. El cuarto de baño le parecía un lujo insoportable, y se volvió a su rincón solitario. Necesitaba vivir en medio de la Naturaleza. Eso decía. Pero la resistencia no duró mucho. La cadera no le dejaba andar ni estar de pie. Era mayo cuando vinieron a buscarla. Andaba ya cerca de los noventa. Casi no podía moverse. Los que fueron a despedirla la encontraron echada en el suelo – le habían eliminado ya su pequeño oratorio- al pie de la ventana, desde la que podía contemplar el monte, escuchando música clásica. “Juliana -le dijeron- ¿te ayudamos a hacer la maleta?”. Y ella se rio. ¡No tenía maleta! Se fue con lo puesto.

Sigue en el monasterio cisterciense de Toledo. No ha perdido el buen ánimo, según me cuenta gente que ha ido a verla. Habita una pequeña celda solitaria. Duerme en el suelo y por la ventana observa el cielo, las nubes y el vuelo de los pájaros. Pero no se olvida de su cabaña solitaria en la orilla del monte, al pie de la Cebollera. Eso me han dicho.