El canto del cuco

Cuaderno gris de Abel Hernández

Mes: febrero, 2012

EL AFILADOR

 

Ha sonado en la calle el chiflo del afilador. El inconfundible silbido agudo ha roto la modorra silenciosa de la mañana del domingo en la urbanización de las afueras de Madrid. He dejado el periódico sobre la mesa con el viacrucis de Iñaki Urdangarin en la portada y la pertinaz sequía -según el Servicio Meteorológico es el invierno más seco que se recuerda-, he abierto la puerta como un autómata y he saltado a la calle para salir a su encuentro, verle la cara y conversar con este trotamundos de otros tiempos, como hacía de niño cuando el afilador llegaba al pueblo. Ya me entienden. Es una forma como otra cualquiera de revivir aquellas viejas experiencias, que es tanto como volver a vivir. Pero enseguida he comprobado que ya no es lo mismo que entonces.

Por lo pronto, después del característico silbido, pregona por altavoz con voz grave: “El afilador en su propio domicilio. Se afilan cuchillos, tijeras, navajas, tijeras de podar y toda suerte de objetos”. Es un mozo moreno con el pelo ensortijado y ojos brillantes, metido en un coche de segunda mano, que recorre lentamente las calles solitarias y silenciosas sin que nadie acuda a solicitarle sus servicios. Yo pensaba que vendría en la vieja bicicleta y que sería de Orense como todos los afiladores que se precien. “No, yo no -me ha dicho-, mi padre era de Orense”. ¡Menos mal! No todo se ha perdido. Por lo menos, los hijos siguen la tradición de los padres, algo más modernizados, como es natural. A la fuerza ahorcan y la crisis aprieta. Por eso raro es el fin de semana que no resuena en las calles de la urbanización la voz de ultratumba de “El chatarrerooo” o la más cantarina de “El tapicerooo”, etcétera. Al afilador hacía tiempo que no lo oía. Son los últimos residuos de una civilización rural que se acaba.

El silbido del afilador sigue siendo parecido al del capador, que yo recuerdo de niño en el pueblo. Capaba, sobre todo, cerdos tetones de siete semanas, marciles y cochinas viejas cansadas de parir que se cebaban después para la matanza. Nunca olvidaré al “capador francés”, así le conocía todo el mundo, un misterioso personaje con fama de sabio, huido, al parecer, de Francia cuando la guerra -no se sabe si huyendo de los alemanes o de los aliados-, que se refugió en las escabrosas Tierras Altas de la Alcarama ganándose la vida con el chiflo y la cuchilla, y que a mí me curó por arte de birlibirloque mi tobillo destrozado al despeñarme por la pared de la era. Después de caer en la tentación con una moza de la sierra y de tontear con ella, el hombre de la chaqueta de rayas desapareció un día como por ensalmo sin dejar rastro. Era un buen capador, según la opinión general.

Con la crisis aumentan, a lo que se ve, los oficios andariegos, lo mismo que la vuelta romántica al pueblo. Los buhoneros -aquellos que recorrían los caminos con sus caballerías cargadas con la mercancía en los serones o en las alforjas- son hoy los transportistas, pero al “Transporte” de toda la vida, o “Portes”, como se decía entonces simplificando, se le llama ahora pomposamente “Logística”. Cosa de los tiempos. Yo me quedo con el Tuto el cacharrero de San Pedro, un hombre simple y bonachón, que pregonaba por las esquinas con voz suave “¡El cacharrerooo!” y que solía aclarar a todo el que quisiera oirle: “Lo mismo me da que me digan Tuto que Restituto”. Y me quedo con el tío Luis, el aceitero, de Fuentes, que recorría con sus machos todo el norte de España comprando huevos y vendiendo aceite, y que lo último que dijo antes de morirse con más de noventa años, como ya he contado en algún libro, fue: “Me cagüen mi vida, me cagüen el mundo, tener que morirme ahora cuando hay tantos adelantos”. Y retomo el periódico en casa mientras vuelvo a oir fuera, alejándose, el chiflo del afilador.

EL PASO DE LAS GRULLAS

 

Un ruidoso gru-gru que venía de fuera me ha obligado a salir de casa y mirar al cielo. Era verdad. Pasaban las grullas, primera señal inequívoca de que el invierno se acaba y se acerca la primavera. Aún hace frio en las madrugadas, pero, entrada la mañana, el sol brilla con fuerza. Este era el tiempo, en las Tierras Altas, en que volvían a salir tímidamente las yuntas por los caminos arrastrando el arado romano. Había que romper la tierra, aún helada en la sombra de los ribazos, abonarla, acarreando el ciemo en serones, y prepararla para sembrar los tardíos. Confieso que me he alegrado, como cuando era niño, al contemplar el bando en el cielo azul brillante de las afueras de Madrid, donde afortunadamente no alcanza aún la boina oscura que cubre la capital por culpa del persistente anticiclón, las calefacciones a todo gas y los tubos de escape de miles de automóviles innecesarios. Con tanto ruido, ¿quién puede oir el emocionante gru-gru en lo alto del cielo? Hasta las aves parece que orillan en su ruta el ruidoso núcleo urbano. Por lo visto este es el precio del progreso. Me pregunto cuántos madrileños se han percatado esta mañana del paso de las grullas y han mirado al cielo.

Allí, en Sarnago, donde los días se sucedían monótonamente sin que ocurriera nada, el paso de las grullas era un acontecimiento. La imaginación se desataba. “Son más grandes que ovejas”, afirmaba uno. “Mucho más”, exageraba otro. “Vienen de África, de más allá del mar, de la otra parte del mundo y recorren miles de kilómetros”, aseguraba otro. Ninguno las había visto de cerca porque por aquellas tierras frias solían pasar de largo, como las cigüeñas, aunque siempre había quien aseguraba que un pastor había sentido una grulla coja o herida que se había desprendido del bando y se había quedado sola en el monte, lo que desataba el instinto asesino de cazador que todos llevábamos dentro. Más de una vez salimos inútilmente en su busca con malas intenciones. Nadie, que yo recuerde, cazó nunca una grulla en el pueblo, un ave convertida poco menos que en un ser mítico. Cuando el bando se revolvía dando vueltas sobre su ruta rectilínea y el guión retrocedía, exclamábamos siempre: “¡Se han perdido!”. Con la oscura esperanza de que tuvieran que hospedarse aquella noche en nuestros bosques, lo que nos habría enorgullecido y habría sido un acontecimiento.

Yo acabo de verlas pasar muy altas sobre el cielo azul de Madrid. De pronto se han detenido y han empezado a dar vueltas, casi sobre mi cabeza, como si estuvieran perdidas. He pensado que seguramente han dudado al observar nevada la sierra madrileña o al sentir de frente una fuerte ráfaga de viento helado. ¿Será que las que encabezan el bando -un bando grande como de doscientos individuos- han creido que habían abandonado antes de tiempo las acogedoras dehesas, campos de labor y marjales de Extremadura donde invernan, según me he informado, el noventa por ciento de las treinta mil grullas trashumantes que aún sobreviven? Pronto he salido de dudas. El bando -ejemplo de gregarismo o de solidaridad de grupo- tras esos momentos de titubeo, que han hecho que aumentara notablemente el volumen del gru-gru, ha reemprendido con fuerza y con orden la ruta en flecha hasta trasponer por encima de la sierra madrileña. Me he quedado mirándolas como un bobo hasta que se han perdido en el horizonte. He admirado lo airoso de su vuelo y su figura esbelta a pesar de medir bastante más de un metro de longitud, dos y pico de envergadura y pesar cinco o seis kilos, o hasta siete según tengo entendido. Ahora, cuando concluya su trashumancia, como las merinas de la sierra de Oncala, y se acomoden en las tierras del Norte se lanzarán a la vistosa parada nupcial, una hermosa danza a base de saltos, vuelos, inclinaciones y despliegue de alas y resonará el amoroso gru-gru, un grito distinto del monótono canto que ha acompañado su vuelo en el largo viaje. ¡Ay el amor, remedio de todos los trabajos y calamidades!

 

 

LAS ÁGUEDAS, EL JUEVES LARDERO Y LA CENIZA

 

Por si no tuvieran para mí suficiente atractivo las viejas tradiciones rurales engarzadas en el paso de las estaciones, lectores como Javier Sainz Ruiz me incitan a ocuparme de ellas. Dice, por ejemplo, que en estas fechas, cuando se pasa el ecuador de la temporada del frio y los días alargan, celebraban los celtas la fiesta del Imbolc o del vientre de la tierra, que conserva la vida en espera bajo la capa helada. Es un canto a la mujer, que en la tradición cristiana se asocia en febrero con la Candelaria o purificación ritual de la Virgen en el templo y con la fiesta de las Águedas, en honor de Santa Águeda, virgen y mártir, a la que, entre otras torturas, le cortaron los pechos. Estos días en Soria y en otros lugares de Castilla aún se celebra la fiesta de las Águedas, adelanto del moderno feminismo, en el que las mujeres casadas mandan, se emancipan por un día y se divierten a su aire. Imposible no acordarse de aquellos versos memorables del zamorano Claudio Rodríguez, con el que compartí algún vaso de vino, en su “Don de la ebriedad”.

Para qué recordar. Estoy en medio

de la fiesta y ya casi

cuaja la noche pronta de febrero.

¡Y aún sin bailar: yo solo!

¡Venid, bailad conmigo, que ya puedo

arrimar la cintura bien, que puedo

mover los pasos a vuestro aire hermoso!

¡Águedas, aguedicas,

decidles que me dejen…! 

Y estamos en Jueves Lardero, fecha verdaderamente señalada para los niños de la posguerra, tiempo de miseria en aquella sociedad de subsistencia, tiempo de racionamiento, de los delegados y del pan negro. Muchas familias en el pueblo vendían los jamones para comprar tocino: Dos kilos de tocino por uno de jamón. Ese era el precio. Recuerdo la felicidad que nos proporcionaba la gran merienda de este día, con tortillas, chorizo, torreznos y lomo de la olla y, si se terciaba, un “bollo preñao” entre las manos. Era el atracón antes del ayuno y abstinencia de la Cuaresma, tiempo en que estaba prohibida la carne desde el Miércoles de Ceniza hasta la Pascua Florida. Ese miércoles los campesinos dejaban la yunta y acudían humildemente a la iglesia donde recibían en fila la ceniza en la cabeza -las enlutadas mujeres, en la frente- mientras el sacerdote les decía a cada uno en latín: “Pulvis es et in pulverem converteris”. O sea, eres polvo y en polvo te convertirás. Lo sabían ellos de sobra. Lo que no había entonces eran carnavales. Los había prohibido Franco. Y la obligación rigurosa del ayuno cuaresmal – “por la mañana la colación y por la noche, la parvedad”, recordaba la abuela- se suavizaba mucho, todo hay que decirlo, comprando la Bula de la Santa Cruzada. 

En fin, Javier Sainz sale en defensa del Calendario Zaragozano, “principal vestigio de los antiguos almanaques, ya casi en extinción, que recogían un poquito de todo el saber y que, me imagino, tanto acompañaron en las cocinas y en los hogares al amor del fuego”. El Zaragozano contiene, según él y puede que no le falte razón, “una filosofía sobre el tiempo perenne, en el que los santos caen como losas en su fecha, y los meses, las estaciones y los ciclos se suceden” invariablemente. ¡Me ha convencido! En lugar destacado de mi librería tengo un “Almanach de Gotha” de 1925, con adornos dorados en las tapas, una verdadera joya que encierra, en efecto, toda la sabiduría de la época, casi tanta como ahora internet.

NIEVE SOBRE LAS RUINAS

 

Dos personas caminan a duras penas por el camino que conduce al pueblo, bordeando el ejido y rodeando las eras. Sus pies se hunden en la nieve. Una de ellas va envuelta en un mantón oscuro. La otra camina a su lado con el cuerpo encogido y las manos en los bolsillos. Se adivina el viento helado azotando sus cuerpos, que resisten como los juncos. Sus figuras oscuras resaltan en el blancor del paisaje. Es la primera de una serie de veintinuna fotografías que ha publicado en facebook la Asociación de Amigos de Sarnago, dando noticia de que allí no para de nevar este año, para que luego digan que ya no nieva como antes. Basta con repasar esta galería de instantáneas para comprobarlo. La nieve se amontona en los abrigos, formando altos ventisqueros, que las húrguras modelan como modela el viento las dunas en el desierto. A mí esta heróica excursión fotográfica a Sarnago -hace falta valor para subir hasta las altas tierras de la Alcarama con este tiempo- me ha servido para sumergirme de lleno en aquellos durísimos inviernos de mi infancia y, sobre todo, para contemplar un prodigio: la nieve, que cubre piadosamente el cerro del Castillo, las piezas del Collado, el camposanto, las calles, las callejas, las placetuelas, la iglesia derruida y las casas hundidas, añade belleza a la parda aridez de los campos y a la belleza pintoresca de las ruinas. Su mágico poder igualitario confunde los corrales con los palacios.

En los tejados rojos que siguen en pie, con cenefas de blanco en las orillas y carámbanos en los aleros, no sale humo de ninguna chimenea. También faltan los bardales en los corrales, inevitables en el antiguo paisaje del pueblo. Pero lo que más se echa en falta es la presencia de los seres humanos y de los animales en las calles heladas. No hay ni rastro. Los ventisqueros aparecen intactos. Ni una pisada en la entrada de las casas, ni un hombre con una pala abriendo camino en la puerta. Ni un perro apedreado, con el rabo entre las patas. Ni el relincho de un caballo. Ni un balido. Ni un pájaro. Las urracas y los tordos, si aún queda alguno en estos parajes inhóspitos donde les resultará difícil encontrar comida, se refugiarán dentro de las ruinas de las casas o en los corrales de los cortinales o del horcajuelo, lo mismo que los zorros. Sólo se presiente el alarido del viento doblando las esquinas.

He repasado, una y otra vez, las fotografías. El misterioso cerro blanco del Castillo, con una alambrada hiriente y absurda en primer plano y el oscuro robledal al fondo; la nieve amontonada a la puerta de la escuela, donde jugábamos a las canicas, y de telón de fondo, las ruinas de la casa del tio Patricio, nuestro vecino; el callejón de la placetuela, con su entrada solemne; los Peñascales sobre las herrañes, donde pasé, ay, tantas horas de mi niñez y donde las mujeres se reunían en el buen tiempo con la cesta de la costura; debajo, el árbol que ha crecido por su cuenta en mi huerto de entonces, la majada hundida del tio Evaristo y los campos blancos hasta la sierra de Oncala. La casilla de la luz eléctrica, que emerge como un faro. En la era empedrada hay un enorme ventisquero justo en el lugar donde plantábamos el mayo cuando la fiesta . El pilón de la fuente se ha convertido en un témpano de hielo con los bordes nevados. Me impresiona, sobre todo, la foto de las ruinas de la iglesia, con el arco de la bóveda bien visible, el pórtico alfombrado de blanco, la puerta románica, intacta, la espadaña tronchada, y la nieve cubriendo amorosamente el suelo del templo, que albergaba o alberga todavía las tumbas de los antepasados. Algo hay de grandioso y misterioso en estas ruinas cubiertas de nieve, que no han perdido su magnificencia.

DIVAGACIÓN SOBRE EL TIEMPO

 

Como cada mañana, he caminado hasta “La Tortuga” a comprar el pan y el periódico, con tan mala fortuna que he resbalado en el hielo de la calle y casi me rompo la crisma. Aún tengo el costado maltrecho. Así que he leído las noticias y los comentarios con escaso entusiasmo, casi con rencor, como si el periódico fuera el culpable de mis desventuras. Que bien pudiera ser por lo cargante e insustancial. No me importa nada la lucha por el poder de los socialistas en su congreso de Sevilla, con su pan se lo coman; tampoco estoy muy interesado en las reformas financieras de Guindos y compañía, a mí nadie me va a sacar de pobre. Me quedo, si acaso, con el descubrimiento de la “Gioconda” del Prado -vaya revelación- que es más guapa que la del Louvre, dónde va a parar, y les confieso que también me ha interesado la inteligente necrológica de Szymborska, la gran poetisa polaca, a cargo de Fernando Savater, que concluye con estos geniales versos de la Premio Nobel:

Cuando pronuncio la palabra Futuro, la primera sílaba pertenece ya al pasado.

Cuando pronuncio la palabra Silencio, lo destruyo.

Cuando pronuncio la palabra Nada, creo algo que no cabe en ninguna no-existencia.

Y, desde luego, me he interesado por la información sobre esta ola de frio, que nos mete en casa y que a mí me ha costado un dolorido sobresalto. Los que tenemos alma de campesino nos interesamos sobre todo por la información meteorológica. Nunca me pierdo las noticias del tiempo en el telediario. Observo siempre las fases de la luna, contemplo cada noche clara, anticiclónica, las estrellas y los planetas en el desvaído cielo de Madrid y, durante el día, me paro a contemplar el paso de las nubes. Ahí está, enfrente de la mesa, mi telescopio mientras escribo. Ya saben, los campesinos se pasan media vida mirando al cielo y la otra media, doblados sobre la tierra. Por lo menos, así era antes. Hoy, al pisar el hielo en la puerta de la casa y al sentir en la cara el frío cortante como un cuchillo cabritero, me he acordado de Sarnago, cuando construíamos trampas en los ventisqueros de metro y medio que se formaban en la calleja, junto a las eras, trampas crueles para inacutos, y también me han venido a la cabeza las plataformas cuadradas de grueso hielo macizo que sacábamos del “Bebederillo”, y que nos servían de base para deslizarnos desde lo alto del ejido en una especie de trineo rudimentario.

En fin, no podía olvidar que ayer fue la Candelaria, con la bendición de las candelas taumatúrgicas, y que hoy es San Blas, con sus roscos y la leyenda de que este santo popular cura los dolores de garganta, tan habituales cuando el frio aprieta, haciendo la competencia, con escaso éxito, a las farmacias y los laboratorios. Y cómo podía olvidar el manoseado refrán de que “por San Blas la cigüeña verás, y si no la vieres, será año de nieves”, un refrán tan poco fiable como el Calendario Zaragozano. Mucho antes de esta ola de frio las cigüeñas, esos entrañables garabatos blancos y negros en los campanarios de Castilla, están ahí con una lealtad admirable. Será por el calentamiento global o por lo que sea, pero de un tiempo a esta parte las cigüeñas se quedan todo el año aquí, no emigran a África ni son el termómetro del invierno. Y, lo mismo que los antiguos poetas convencionales y admirados, las cigüeñas siguen sin traspasar el puerto de Oncala hacia las Tierras Altas donde el cierzo pasa por las gargantas como un dalle recién afilado. Al final me paro a meditar. ¿Será verdad, después de todo, que no existe el Tiempo como no existe en realidad el Futuro ni el Silencio ni la Nada?