EL AFILADOR
Ha sonado en la calle el chiflo del afilador. El inconfundible silbido agudo ha roto la modorra silenciosa de la mañana del domingo en la urbanización de las afueras de Madrid. He dejado el periódico sobre la mesa con el viacrucis de Iñaki Urdangarin en la portada y la pertinaz sequía -según el Servicio Meteorológico es el invierno más seco que se recuerda-, he abierto la puerta como un autómata y he saltado a la calle para salir a su encuentro, verle la cara y conversar con este trotamundos de otros tiempos, como hacía de niño cuando el afilador llegaba al pueblo. Ya me entienden. Es una forma como otra cualquiera de revivir aquellas viejas experiencias, que es tanto como volver a vivir. Pero enseguida he comprobado que ya no es lo mismo que entonces.
Por lo pronto, después del característico silbido, pregona por altavoz con voz grave: “El afilador en su propio domicilio. Se afilan cuchillos, tijeras, navajas, tijeras de podar y toda suerte de objetos”. Es un mozo moreno con el pelo ensortijado y ojos brillantes, metido en un coche de segunda mano, que recorre lentamente las calles solitarias y silenciosas sin que nadie acuda a solicitarle sus servicios. Yo pensaba que vendría en la vieja bicicleta y que sería de Orense como todos los afiladores que se precien. “No, yo no -me ha dicho-, mi padre era de Orense”. ¡Menos mal! No todo se ha perdido. Por lo menos, los hijos siguen la tradición de los padres, algo más modernizados, como es natural. A la fuerza ahorcan y la crisis aprieta. Por eso raro es el fin de semana que no resuena en las calles de la urbanización la voz de ultratumba de “El chatarrerooo” o la más cantarina de “El tapicerooo”, etcétera. Al afilador hacía tiempo que no lo oía. Son los últimos residuos de una civilización rural que se acaba.
El silbido del afilador sigue siendo parecido al del capador, que yo recuerdo de niño en el pueblo. Capaba, sobre todo, cerdos tetones de siete semanas, marciles y cochinas viejas cansadas de parir que se cebaban después para la matanza. Nunca olvidaré al “capador francés”, así le conocía todo el mundo, un misterioso personaje con fama de sabio, huido, al parecer, de Francia cuando la guerra -no se sabe si huyendo de los alemanes o de los aliados-, que se refugió en las escabrosas Tierras Altas de la Alcarama ganándose la vida con el chiflo y la cuchilla, y que a mí me curó por arte de birlibirloque mi tobillo destrozado al despeñarme por la pared de la era. Después de caer en la tentación con una moza de la sierra y de tontear con ella, el hombre de la chaqueta de rayas desapareció un día como por ensalmo sin dejar rastro. Era un buen capador, según la opinión general.
Con la crisis aumentan, a lo que se ve, los oficios andariegos, lo mismo que la vuelta romántica al pueblo. Los buhoneros -aquellos que recorrían los caminos con sus caballerías cargadas con la mercancía en los serones o en las alforjas- son hoy los transportistas, pero al “Transporte” de toda la vida, o “Portes”, como se decía entonces simplificando, se le llama ahora pomposamente “Logística”. Cosa de los tiempos. Yo me quedo con el Tuto el cacharrero de San Pedro, un hombre simple y bonachón, que pregonaba por las esquinas con voz suave “¡El cacharrerooo!” y que solía aclarar a todo el que quisiera oirle: “Lo mismo me da que me digan Tuto que Restituto”. Y me quedo con el tío Luis, el aceitero, de Fuentes, que recorría con sus machos todo el norte de España comprando huevos y vendiendo aceite, y que lo último que dijo antes de morirse con más de noventa años, como ya he contado en algún libro, fue: “Me cagüen mi vida, me cagüen el mundo, tener que morirme ahora cuando hay tantos adelantos”. Y retomo el periódico en casa mientras vuelvo a oir fuera, alejándose, el chiflo del afilador.