LA MONJA JULIANA
Anoche pregunté por Juliana, la vieja monja belga del Císter que prefiere la soledad de una cabaña a los muros del monasterio. “Ya no puede andar”, me dijo mi hermano. “¿Y entonces?” “Pues ahí sigue; algunas almas caritativas se acercan de vez en cuando desde el pueblo, le llevan alimentos y le ayudan lo que pueden”. La monja es tozuda y se niega a pasar lo que le queda de vida en compañía de sus hermanas de la comunidad, donde encontraría amparo y cuidado. No hay quien la convenza. Es irreductible. Cualquier día se la encontrarán muerta. Pero mientras tanto ella prefiere vivir sola en medio de la Naturaleza, acabar sus días al pie de la Cebollera, rezando, leyendo y escuchando música clásica, Mozart y Hendel mayormente, y, sobre todo, Bach. Hace mucho que superó los ochenta. Una nube le priva hace tiempo de la visión de uno de sus ojos, que son azules como el cielo acerado de Castilla en invierno. Ya no podrá viajar a Sotillo o Valdeavellano en su vieja bicicleta para oír misa o buscar suministros -ella es vegetariana-, ni cultivar su pequeño huerto. Desaparece así su frágil imagen de hábitos azules, con la cabeza cubierta, pedaleando por la carretera como una mariposa. Ha quedado confinada en las cuatro paredes de su casucha prefabricada sin calefacción, proporcionada generosamente por una conocida familia del pueblo cercano. Vive en una situación parecida, aunque aún más dramática, a la de la recordada Romana de Valdenegrillos.
Arrastrando el cuerpo, sigue su rutina. Se acuesta después de rezar Vísperas y Completas y se levanta a las cuatro de la mañana a rezar Maitines. Sigue durmiendo con la ventana abierta, lo mismo en verano que en invierno. No tiene cama. Duerme en un saco en el suelo. En el otro habitáculo ha montado un pequeño altar. Ahora se le echa encima el duro invierno soriano. Pero a ella no parece preocuparle el paso de las estaciones ni la llegada de la nieve. De las alturas nevadas del Urbión y la Cebollera baja ya un viento helador que corta el resuello en esos hermosos parajes de Molinos de Razón, por donde discurre, indiferente, el alegre Razoncillo entre pinos, robles y hayas y donde sor Juliana tiene, en el costado de un prado, su humilde morada. Parece una mujer de otro mundo. Puede que lo sea. Su figura contrasta vivamente con el ajetreo y el ruido de la ciudad moderna. Es un contrapunto viviente. Lo curioso, sin embargo, es que sor Juliana, como he comprobado personalmente en mis esporádicas conversaciones con ella, no vive abstraída ni ajena a la realidad del mundo y de la gente que conoce, ni de las grandes preocupaciones teológicas. Hasta podría decirse que está al día, abierta al futuro, con un alma progresista. Esa es su gracia. Le cae bien el papa Francisco, por ejemplo. Y no sería extraño que la sorprendiéramos leyendo al filósofo Kierkegaard o el último libro del teólogo rebelde Hans Küng. Es una mujer inconmovible, pero llena de curiosidad. Podríamos llamarla guzca. Cada rato escucha las noticias en la radio. Cuando la guerra de Irak ofreció a Dios su vida a cambio de que dejaran de tirar bombas. Ve pasar la vida en su entorno como el “santero de San Saturio” de Gaya Nuño, pero con más atención. Muchas personas acuden silenciosamente a visitarla, unas por curiosidad y otras a pedir consejo. Me parece, en resumidas cuentas, que la anacoreta monja Juliana es una mujer asombrosa, distinta de la mayoría, que no vive ajena al asombro que le causa lo que pasa fuera de su choza.
Hacía tiempo que quería ocuparme de ella. La noticia de su inmovilidad me ha empujado irresistiblemente a ello. No sé si hago bien. Pero he sentido la necesidad de rendirle este pequeño homenaje antes de que sea tarde. Me gustaría tomar un día de estos la carretera de El Valle, ahora yerto y callado, y acercarme a conversar con ella. No trataría de convencerla de que atendiera a razones y se dejara llevar al cobijo de su comunidad. ¡Quién soy yo para dar consejos a una persona tan singular! Me he acordado de Bécquer, que vivió en esta tierra y que se hospedó en el monasterio de Veruela. Dice en una de sus leyendas: “¿Viene a buscar la soledad? Imposible. La soledad es el imperio de la conciencia”. Así es, y esta monja belga, que ha buscado cobijo en los montes de Soria, lejos de la celda del monasterio y fuera del coro de la comunidad, lo sabe bien. Sólo se somete al imperio de su conciencia. Es lo más que se le puede pedir a un ser humano. Ella sigue el consejo de San Bernardo de Claraval: “El continuo silencio, y estar olvidados y apartados del estrépito de las cosas del mundo, hace que pensemos en las cosas del cielo”. Lo dijo en el siglo XII y parece que sigue vigente, como si nada hubiera cambiado desde entonces en Molinos de Razón, al pie de la Cebollera. Cuando rompa la primavera y yo vuelva a visitar El Valle, subiré una tarde a la cabaña de la monja Juliana, si aún vive, y le llevaré, en nombre de todos los de “El canto del cuco”, si os parece bien, un ramo de violetas.