El canto del cuco

Cuaderno gris de Abel Hernández

Mes: enero, 2016

LA MONJA JULIANA

Anoche pregunté por Juliana, la vieja monja belga del Císter que prefiere la soledad de una cabaña a los muros del monasterio. “Ya no puede andar”, me dijo mi hermano. “¿Y entonces?” “Pues ahí sigue; algunas almas caritativas se acercan de vez en cuando desde el pueblo, le llevan alimentos y le ayudan lo que pueden”. La monja es tozuda y se niega a pasar lo que le queda de vida en compañía de sus hermanas de la comunidad, donde encontraría amparo y cuidado. No hay quien la convenza. Es irreductible. Cualquier día se la encontrarán muerta. Pero mientras tanto ella prefiere vivir sola en medio de la Naturaleza, acabar sus días al pie de la Cebollera, rezando, leyendo y escuchando música clásica, Mozart y Hendel mayormente, y, sobre todo, Bach. Hace mucho que superó los ochenta. Una nube le priva hace tiempo de la visión de uno de sus ojos, que son azules como el cielo acerado de Castilla en invierno. Ya no podrá viajar a Sotillo o Valdeavellano en su vieja bicicleta para oír misa o buscar suministros -ella es vegetariana-, ni cultivar su pequeño huerto. Desaparece así su frágil imagen de hábitos azules, con la cabeza cubierta, pedaleando por la carretera como una mariposa. Ha quedado confinada en las cuatro paredes de su casucha prefabricada sin calefacción, proporcionada generosamente por una conocida familia del pueblo cercano. Vive en una situación parecida, aunque aún más dramática, a la de la recordada Romana de Valdenegrillos.

Arrastrando el cuerpo, sigue su rutina. Se acuesta después de rezar Vísperas y Completas y se levanta a las cuatro de la mañana a rezar Maitines. Sigue durmiendo con la ventana abierta, lo mismo en verano que en invierno. No tiene cama. Duerme en un saco en el suelo. En el otro habitáculo ha montado un pequeño altar. Ahora se le echa encima el duro invierno soriano. Pero a ella no parece preocuparle el paso de las estaciones ni la llegada de la nieve. De las alturas nevadas del Urbión y la Cebollera baja ya un viento helador que corta el resuello en esos hermosos parajes de Molinos de Razón, por donde discurre, indiferente, el alegre Razoncillo entre pinos, robles y hayas y donde sor Juliana tiene, en el costado de un prado, su humilde morada. Parece una mujer de otro mundo. Puede que lo sea. Su figura contrasta vivamente con el ajetreo y el ruido de la ciudad moderna. Es un contrapunto viviente. Lo curioso, sin embargo, es que sor Juliana, como he comprobado personalmente en mis esporádicas conversaciones con ella, no vive abstraída ni ajena a la realidad del mundo y de la gente que conoce, ni de las grandes preocupaciones teológicas. Hasta podría decirse que está al día, abierta al futuro, con un alma progresista. Esa es su gracia. Le cae bien el papa Francisco, por ejemplo. Y no sería extraño que la sorprendiéramos leyendo al filósofo Kierkegaard o el último libro del teólogo rebelde Hans Küng. Es una mujer inconmovible, pero llena de curiosidad. Podríamos llamarla guzca. Cada rato escucha las noticias en la radio. Cuando la guerra de Irak ofreció a Dios su vida a cambio de que dejaran de tirar bombas. Ve pasar la vida en su entorno como el “santero de San Saturio” de Gaya Nuño, pero con más atención. Muchas personas acuden silenciosamente a visitarla, unas por curiosidad y otras a pedir consejo. Me parece, en resumidas cuentas, que la anacoreta monja Juliana es una mujer asombrosa, distinta de la mayoría, que no vive ajena al asombro que le causa lo que pasa fuera de su choza.

Hacía tiempo que quería ocuparme de ella. La noticia de su inmovilidad me ha empujado irresistiblemente a ello. No sé si hago bien. Pero he sentido la necesidad de rendirle este pequeño homenaje antes de que sea tarde. Me gustaría tomar un día de estos la carretera de El Valle, ahora yerto y callado, y acercarme a conversar con ella. No trataría de convencerla de que atendiera a razones y se dejara llevar al cobijo de su comunidad. ¡Quién soy yo para dar consejos a una persona tan singular! Me he acordado de Bécquer, que vivió en esta tierra y que se hospedó en el monasterio de Veruela. Dice en una de sus leyendas: “¿Viene a buscar la soledad? Imposible. La soledad es el imperio de la conciencia”. Así es, y esta monja belga, que ha buscado cobijo en los montes de Soria, lejos de la celda del monasterio y fuera del coro de la comunidad, lo sabe bien. Sólo se somete al imperio de su conciencia. Es lo más que se le puede pedir a un ser humano. Ella sigue el consejo de San Bernardo de Claraval: “El continuo silencio, y estar olvidados y apartados del estrépito de las cosas del mundo, hace que pensemos en las cosas del cielo”. Lo dijo en el siglo XII y parece que sigue vigente, como si nada hubiera cambiado desde entonces en Molinos de Razón, al pie de la Cebollera. Cuando rompa la primavera y yo vuelva a visitar El Valle, subiré una tarde a la cabaña de la monja Juliana, si aún vive, y le llevaré, en nombre de todos los de “El canto del cuco”, si os parece bien, un ramo de violetas.

 

 

 

LA SOBADORA (O SOBADERA)

Celebrando que esta es la entrada número 200 de “El canto del cuco” y de que este pobre blog dedicado a recoger los despojos de la antigua civilización rural está a punto de alcanzar las 100.000 visitas, superando el número de habitantes que viven hoy en la provincia de Soria, he creído apropiado e ilustrativo presentarles hoy un humilde objeto de otro tiempo, recogido en el somero de la casa de Sarnago y que representa, mejor que cualquier otro, el espíritu de aquella época. Les presento la sobadora. O, si prefieren, la sobadera, que es como yo la llamaba hasta que la consulta rutinaria y obligada al diccionario me ha torcido el juicio. Sobadera o sobadora, qué más da. Sobadera, según la Academia, es el sitio donde se soban las pieles. También significa molestia o fastidio. Y no sería forzar mucho el sentido aplicar el término también al manoseo en ratos de vino y rosas, sobre todo si la soba es colectiva, a media luz y con música de fondo. Sobadora, en cambio, es la máquina que se usa para estirar la masa mediante dos rodillos y otros artilugios que luego diré. El resultado es el bollo sobado o el sobado —o “sobao”— a secas: una pasta de harina, azúcar y manteca o aceite. Esta es la nuestra, sin descartar que el significado del término pueda aplicarse también a la sobona o mujer ardiente y puede que a la taimada. Pero esas son derivaciones que no hacen al caso.

Mi sobadera o sobadora era un curioso trasto de madera, aquerado, envuelto en polvo y telarañas, arrumbado en un rincón del somero y del que en toda mi vida había notado su existencia. En realidad, lo habría visto mil veces, tirado bajo la tronera entre otros cachivaches, enfrente de las escaleras de acceso al desván, sin que supiera lo que era ni me llamara la atención. Seguramente llevaba allí siglos. Un día, en una de las visitas al pueblo, lo vio mi hija Ruth, le llamó la atención, lo cargó en el coche y me lo trajo. Aquí no corrió mucha mejor suerte. Acabó en un rincón del garaje, que hace de leñera y de trastero. Su aspecto era bastante deplorable. En más de una ocasión estuvo a punto de ir a parar al “punto limpio” —que debería llamarse “punto sucio”—, a lo que me opuse siempre por razones sentimentales y porque el artefacto tenía gracia y todas las trazas de ser muy antiguo. Nunca oí de niño que mi abuela lo hubiera usado alguna vez. Nadie lo mencionó nunca en casa, que yo recuerde. Este dato lo situaba, con toda seguridad, al menos en el siglo XIX. Pero puede que tenga, a juzgar por los materiales y su estructura, unos cientos de años más. Acaso estuviera allí desde la construcción de la casa en el siglo XVII. Quién sabe si fue regalo de boda de alguno de mis antepasados. Esto convierte a la sobadora en una joya, digna de figurar en el Museo Etnográfico de Sarnago. Es, sin duda, obra de algún magnífico artesano local, una pieza única. La sobadora o sobadera representa la cultura del pan, componente fundamental de la civilización rural.

Hace unos meses la vieron Chiqui y Alfonso, mis cuñados de Toledo, y Alfonso, que además de sabio neurofisiólogo y amante de la Naturaleza es un manitas, se ofreció a llevársela e intentar repararla. A ello ha dedicado muchas horas perdidas, con infinita paciencia, hasta dejarla como nueva: las piezas ajustadas, repuestas las averiadas, libres de carcoma, barnizadas y brillantes. Lista para ser utilizada como en los viejos tiempos, cuando salió del taller del carpintero. Ruedan de nuevo sus dos cilindros macizos, puede que de arce, de regulación rápida y milimétrica. Están a punto sus dos volantes de giro, que sirven para emparejar el espesor de la masa. Y gira sin roces y armoniosamente la manivela. Ahí tengo, pues, a la sobadora, o sobadera, en lugar preferente junto a la chimenea del salón. Siempre que la veo me remonto a mis orígenes. La contemplo como un objeto amable que ha llegado de lejos. Veo en ella los campos dorados de trigo, dispuestos para la siega. Vuelvo a recorrer con el caballo cargado con tres medias de trigo el camino del molino del Rebote. Contemplo a mi madre amasando en la artesa con un pañuelo blanco en la cabeza. Me envuelve de nuevo el olor del pan recién cocido en el horno familiar. Y quiero hacerme a la idea de que esta sobadera (o sobadora) recuperada es un símbolo de la titánica tarea de recuperación del mundo rural que queda por delante.

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La sobadora (o sobadera) restaurada

SUEÑOS DE ENERO

Enero es la puerta de entrada al año. Ante nosotros se abre un paisaje desconocido, entre esperanzador e inquietante. En las montañas de mi infancia la nieve cubría estos días el pueblo, el campo, los cerros y los caminos. Primero, mientras caía, se adueñaba de nosotros una euforia salvaje, primitiva; pero no tardaban en llegar las amarguras, y la nieve sucia, los ventisqueros y el frío helador se apoderaban de la calle y nos metían en casa, a hombres y animales, al abrigo de la cocina y de la majada. “¡Ay qué blanca y qué negra es la nieve!”, nos advertían siempre los mayores, arrimados a la lumbre del hogaril. Como la vida misma. Para darles la razón, no tardarían en llegar las temibles úrguras a caballo del viento, y siempre había alguien que comentaba: “¡Pobre de aquel al que las úrguras sorprendan sin chozo y en descampado!” Otro añadiría: “Sobre todo, de noche; de noche no tiene salvación el caminante desprevenido. Se han dado casos…” Y aquí llegaban las historias tremendas de los desaparecidos en la nieve desde tiempo inmemorial. Por eso, recordaban, en lo alto del puerto de Oncala había desde siempre un campanillo y en las noches más crudas de invierno el ermitaño se ocupaba de tocarlo continuamente por si había alguien desorientado en medio de la tempestad.

Eso de “año nuevo, vida nueva” casi nunca se cumple. Los buenos propósitos tropiezan casi siempre con la dura realidad y con nuestra debilidad humana. Enseguida los hermosos sueños, como aquella nieve de la infancia, se desvanecen y comprobamos que el año nuevo es la continuación del año viejo. Tras la euforia del consumo navideño llega el tío Paco con la rebaja. Las rebajas de los grandes almacenes no aligeran, sino todo lo contrario, la pesada carga en la cuesta de enero. Proporcionan sueños efímeros a los afanosos compradores y sirven, si acaso, para mantener momentáneamente el empleo temporal de una bandada de jóvenes contratados, que pronto volverán en desbandada al paro. Pero eso no quita para que en este pórtico del año esté permitido soñar. ¡Qué se yo! No faltarán los que sueñen con que, por fin, uno de los currículos enviados le proporcionará un empleo estable. Muchos a estas horas soñarán con el hijo que nacerá en este bendito año bisiesto. (Yo mismo espero una nueva nieta para la primavera). Habrá quien sueñe con el primer amor o con un amor nuevo en estos tiempos de quita y pon. O con superar esa enfermedad, que se ha adueñado de su vida y de todos sus sueños, como la yedra se agarra al muro. Los hospitales son hoy el principal centro de peregrinación, de sufrimiento y de esperanza. Más que las iglesias. Como si, en los tiempos que corren, importara más la salud material que la espiritual. Los más ilusos soñarán con que España recobrará el pulso, los catalanes recuperarán el buen sentido, los partidos unirán sus fuerzas para salir del laberinto y se acabará esta estéril politiquería. Y los vecinos de los pueblos que agonizan en silencio ni siquiera tienen ya fuerza para soñar que alguien se acordará por fin de ellos este año que empieza.

Y luego están, al comenzar el año, los sueños ordinarios: rebajar la hipoteca, cambiar de casa, la esperada subida del sueldo, un alquiler asequible, terminar la carrera, casarse, ir al gimnasio, ponerse a régimen, dejar de fumar, un coche nuevo, aquel viaje soñado, plantar un huerto, adquirir un perro, reformar la cocina, comprarse un abrigo, escribir un libro y cosas por el estilo. No faltarán los grandes ilusos que, nada más pisar enero y comprobar que no han tenido suerte, como otros, en la lotería de Navidad ni en la del Niño, sueñen con que de este año no pasa: la suerte llamará cuando menos lo esperen a su puerta y serán ricos gracias a la primitiva, las quinielas o el euromillón. Una muchedumbre de aficionados al fútbol sueñan de día y de noche, cuando empieza la segunda vuelta, con ganar la liga, jugar en Europa o mantener la categoría. Para los equipos humildes mantener la categoría es el premio de consolación soñado. Para todos ellos, el sueño redondo del fútbol ocupa su cabeza. Como decía el escritor Vázquez Montalbán, uno puede cambiar de todo en la vida menos de equipo. En fin, quedan los viejos, que han pisado mucha nieve y han visto pasar muchos “añonuevos”. Notan que, de año en año, las fuerzas desfallecen y los recuerdos se comen a los sueños. A estas alturas se conforman con resistir un año más sin demasiados achaques y llegar hasta el próximo año nuevo. Sólo piden un año de prórroga. “¡Año alante!”, que decían en el pueblo, mientras veían nevar desde la ventana.

QUERIDOS REYES MAGOS

Queridos Reyes Magos: Como veis, no he podido resistirme. Bien sabe Dios que este año pensaba no importunaros con mis deseos y ocurrencias, que bastante tenéis con las peticiones de los niños y, sobre todo, con atender a las interminables caravanas de refugiados, que vienen, como vosotros, de Oriente huyendo del hambre, la persecución y la guerra. Ni siquiera hay una estrella que les guíe. En los míseros campamentos, entre alambradas y ateridos de frío, centenares de niños os esperan esta noche. No los defraudéis. También los desesperados que vienen por el mar en barcazas abarrotadas a las costas del Egeo y los que viven perseguidos y aterrorizados en vuestras propias tierras de origen, sobre todo en Siria y en Iraq. Árabes y persas andan a la greña. ¿Qué os voy a decir que no sepáis del desierto ensangrentado de Libia, de Yemen o de Palestina e Israel? En la explanada de Belén donde estaba el establo -¿recordáis?- hay esta noche hombres armados que vigilan la iglesia de la Natividad. A Baltasar no hará falta hacerle ver la muchedumbre de africanos que recorren, desarrapados, miles de kilómetros para intentar entrar en Europa en pateras o saltando alambradas. Seguro que más de uno de ellos representará esta noche al rey negro en alguna de las cabalgatas. Otros estarán de manteros en el centro de la ciudad. Todo esto no os pilla de nuevas. También vosotros tuvisteis que salir a uña de camello de Belén antes del amanecer para evitar los sanguinarios planes de Herodes, de los que no pudieron librarse, como sabéis, los niños recién nacidos, los inocentes de la comarca. No sé si estaréis de acuerdo conmigo, pero creo que, más de veinte siglos después, el número de los “herodes” se ha multiplicado en el mundo, se sigue matando en nombre de Dios, los niños continúan siendo las primeras víctimas de la guerra y la pobreza y me temo que, si no os hubierais convertido en invisibles, las barreras de todo orden os impedirían hacer hoy vuestro viaje siguiendo la estrella.

Quiero decir con todo esto que me parecía una frivolidad entretener vuestra preciosa tarea con mis ridículas peticiones. Por eso había decidido no interrumpir vuestro camino con impertinencias de viejo cascarrabias. Pero a medida que se acercaba la hora de vuestra llegada me he sentido removido por dentro y devuelto a la infancia. Un fuerte impulso interior me ha llevado de pronto a ponerme delante del ordenador a escribiros esta carta. Espero que no lo toméis a mal. Me hubiera gustado escribiros, a lápiz o con aquella plumilla que había que mojar en el tintero de la escuela, en una hoja del cuaderno azul que acabo de sacar de la arqueta de mis intimidades y que tengo ahora sobre la mesa. Don Juan, el maestro, escribió en la portada con tinta roja “Dictado y Problemas”. Lo abro y, en efecto, contiene dictados, con textos sacados del Quijote, y problemas debidamente corregidos. Abarca del 25 de septiembre al 7 de octubre de 1948. Me parece que fue el año en que os escribí la primera y creo que última carta de mi niñez. No sabéis la ilusión que me hacía escuchar por la noche vuestros pasos en el cuarto del reloj, completamente a oscuras -aún no había llegado la luz eléctrica- mientras fuera nevaba mansamente. Al otoño siguiente dejé el pueblo y salí a estudiar fuera. Al internado del seminario no venían los Reyes Magos. Nunca me dijeron por qué. Esa es la deuda que tenéis conmigo. Al dejar el pueblo, perdí mi infancia. Supongo que, escribiéndoos ahora, lo que pretendo es recuperarla.

No os pido nada. Ni pienso ver por televisión esas aparatosas caravanas comerciales, municipales y espesas que dicen que os representan. En algunas, supongo que os habéis enterado, mi siquiera figuran los camellos y en vuestro lugar desfilan, por eso del feminismo mal entendido, reinas magas, ¿qué os parece? Cada día hay más empeño, como habréis notado, en desfigurar la hermosa historia original, con copias horrorosas, realizadas por incrédulos y tontos de capirote. Pero no os desaniméis y seguid viniendo para contrarrestar esa caterva de “papanoeles”, equipados con los colores de la coca-cola y con ridículo gorro rojo, que intentan desplazaros, y llenad de ilusión el corazón de los que aún somos niños. Y cuando esta noche fría, supongo que bajo la nieve, lleguéis en silencio, como de costumbre, por el camino de Valdenegrillos, -no dejéis de deteneros allí en la casa de la Romana, que está sola con su gato- , crucéis el collado del Robledo, donde ha subido el pinar, bordeando la Alcarama y bajéis hasta Sarnago, os toparéis enseguida con las ruinas de la iglesia. Bendecidlas, si no es mucho pedir, y rogad a Dios que este año empìece por fin la reconstrucción. En el pueblo tendréis poco trabajo. No saldrá humo de ninguna chimenea y en ninguna ventana habrá unos zapatos esperándoos. En mi casa, la del balcón que da a la plaza, tampoco. Pero yo soñaré esta noche que me dejáis en el cuarto del reloj unas botitas nuevas, una manzana o un caballo de cartón. Gracias.