MI ADIÓS A ADOLFO SUÁREZ

por elcantodelcuco

 

Vengo de la emocionante despedida en la madrileña plaza de la Cibeles a Adolfo Suárez. Confieso que me acerco al ordenador con los ojos húmedos. Hoy no puedo escribir de otra cosa. Los honores de los militares de los tres Ejércitos y de la Guardia Civil y los aplausos del pueblo asomado a las aceras me han parecido el desagravio a un político que tanto sufrió, siendo presidente, por la incomprensión de unos y de otros. Yo estuve cerca de él, y me siento orgulloso de haberle apoyado y defendido cuando casi todos lo despreciaban y lo maltrataban. Le abandonaron los mismos que ahora lo glorifican. Al final estaba solo. La “encerrona” con los militares levantiscos en la Zarzuela significó el empujón definitivo, pero fue la soledad -una soledad pavorosa- la que le obligó a dimitir. Lo que más le dolió fue la ingratitud de muchos y la pérdida de la confianza del Rey. Y el pueblo, que fue el centro de sus preocupaciones políticas, se contagió del ambiente general y dejó de votarle. Y eso que él, un castellano de pueblo, un “chusquero” de la política, con los que se encontraba verdaderamente a gusto era con “los de la boina”.

 

Aquí se me amontonan los recuerdos personales: La larga escena del sofá -en la distancia corta Suárez era un seductor, un encantador de serpientes- en su despacho de la calle Antonio Maura para convencerme de que dejara todo y fuera de candidato del CDS por Soria. Me resistí lo que pude, pero, al final, acepté porque me impresionó su soledad. Alguien conocido, y creo que respetado entonces, del mundo de la prensa tenía que acompañarle en aquella aventura frente a tanta incomprensión, tanta miseria humana y tanta injuria. Confieso que nunca me pareció más grande Adolfo Suárez que una mañana fria y desapacible de octubre de aquel año 1982 cuando le esperé en una cafetería casi vacía de la orilla de Ágreda. Nadie se acercó a saludarle. Tuvo que acercarse él a la gente. Tomó un café. Se fumó un “ducados”. Subimos juntos al coche, seguido por el de los escoltas. Nada más. Ni unos guardias de la carretera por si necesitaba algo. Estaba solo. En el coche me dijo que tenía fiebre y se tomó una aspirina. Nunca olvidaré aquella sensación de desamparo. Luego en Soria poco antes de iniciar el mitin electoral en el cine Avenida propalaron el falso rumor de que iba a estallar una bomba para que no acudiera la gente. Yo hacía de telonero. Me rogó que no explotara en mi intervención su imagen del 23-F sentado en su asiento del Congreso cuando sonaron las metralletas y todos los demás se arrojaron al suelo. No quería sacar ventaja electoral de aquel gesto singular porque consideraba que no había hecho otra cosa que cumplir con su obligación defendiendo ante los golpistas la dignidad del presidente del Gobierno.

 

Nunca le oí en público hablar mal de nadie. Siempre buscó el entendimiento y la concordia. Tenía una irresistible vocación política, pero nunca fue un hombre de partido. Luchó por el bien general. Fue un patriota. Desbordaba generosidad con sus adversarios políticos. Creyó que la mejor forma de consolidar la democracia y la Monarquía era con la llegada del PSOE al poder, y apoyó a Felipe González cuando éste estuvo en dificultades en su propio partido, a pesar de que Felipe y los suyos habían ejercido contra él desde 1979 un despiadado acoso y derribo. Ya apartado de la política activa, con la desgracia enseñoreada de su casa y con los primeros síntomas de su enfermedad neurológica, escribimos un libro entre los dos, publicado en Espasa en 1996 -él puso los textos y yo el contexto- que se titula “Fue posible la concordia”. Él escribió el prólogo, en el que dice: “Pienso que, en mi actuación pública, no he hecho daño a nadie. Al menos no tengo conciencia de haberlo hecho. A nadie he considerado nunca “enemigo”. No creo que la política consista en una dialéctica de hostilidad” . Me parece que es casi una despedida testamentaria. Su enfermedad, con pérdida progresiva de la memoria, que empieza mucho antes de lo que se dice, avanzaría lenta e implacablemente. Lo último que perdió fue su “pensamiento político”. Sus análisis eran siempre lúcidos a pesar de sus despistes crecientes en la vida ordinaria.

 

Mi última conversación cara a cara con él -hubo después otros contactos esporádicos y alguna larga charla por teléfono- se desarrolló en la sala VIP del aeropuerto de Barajas, desde ahora aeropuerto “Adolfo Suárez”. Iba él con Amparo, su mujer, que fue la clave de su vida, enferma de cáncer a Pamplona y se retrasó el vuelo, y yo esperaba el puente aéreo a Barcelona. Me sorprendió su honda preocupación por la situación de Cataluña cuando todavía no había ningún indicio aparente de la actual ofensiva separatista. Lo que Suárez proponía con insistencia y contundencia era que la Unión Europea, a instancias de España y Francia, proclamara ya solemnemente que ninguna región separada de un Estado miembro sería admitida en la Unión. Me sorprendió el empeño que ponía en esta propuesta suya. Un patriota como él, columbró antes que nadie el peligro. Doy fe, en esta hora de la verdad, de los aprovechamientos interesados y de las luces trémulas, de que esta era su posición en el caso catalán.

 

Al final se le hace justicia. Desde hoy la catedral de Ávila, donde reposan sus restos junto a los de su amada Amparo, se convertirá en centro de peregrinación de patriotas y curiosos, lo mismo que Cebreros, su pueblo. Siempre se vuelve al pueblo, que es donde reside la verdad. La muerte -esperada y casi cronometrada- de Suárez, un castellano valeroso, y sus honras fúnebres, han servido para dignificar por un momento la política española, tan denigrada, y para reivindicar una forma distinta de hacer política, basada en el respeto mutuo, el entendimiento y la concordia. Ha sido como un milagro. Al final, Adolfo Suárez, desde más allá de las estrellas, habrá sonreído al darse cuenta de que, después de muerto, se ha salido con la suya. Y descansará, por fin, en paz.