DESPEDIDA DE LA MONJA JULIANA

por elcantodelcuco

Hoy El Valle, la verde comarca soriana al pie de la Cebollera, se queda más solo. A la hora que me pongo a escribir, Juliana, la anciana monja anacoreta, que vino de Gante, viaja hacia Toledo. La llevan al monasterio cisterciense con sus compañeras de religión. Esta vez es un viaje sin retorno. La última vez que la condujeron allí, no hace tanto, para que la cuidaran, no resistió mucho y se volvió a su soledad. El cuarto de baño le parecía un lujo que no podía soportar. Pero ahora no volverá, porque le fallan las piernas y ya no puede valerse por sí misma. Se acabó la rebeldía. Ayer los que acudieron a despedirse de ella en su casita prefabricada, instalada en el rincón de un prado en Molinos de Razón, la encontraron echada escuchando música de Bach. No podía ponerse de pie ni apenas estar sentada. Casi no podía moverse ya. Comía de lo que unas almas caritativas de Sotillo del Rincón le llevaban. Su condición de vegetariana facilita las cosas y hace que se conforme con picotear como el mirlo o la paloma en la hierba. Difícilmente podía asearse sola ni satisfacer con dignidad sus necesidades. Por eso estaba resignada a obedecer órdenes y dejar su refugio donde había vivido los últimos veintiséis años. Repetía para justificar su vida y su frustración de ahora: “¡Yo tengo vocación de anacoreta!”. Su deseo confesado era vivir sola y en extrema pobreza hasta la muerte. Pero ahora no tenía más remedio que bajar la cabeza y obedecer.

Por lo demás, quitando su inmovilidad, su aspecto no es malo. A sus 86 años largos su salud en general es buena. Demuestra una gran lucidez. La cabeza le funciona bien. Pregunta por todos, uno por uno, con detalle. “¿Cómo le va a Sara?” “¿Qué tal Rodrigo y sus hijos?”. Su curiosidad es universal. La nube que le cubre un ojo y que le da un aspecto que asusta a los niños hace que resalte más el azul celeste del otro ojo. Tiene al lado unos cuantos libros y un montón de casetes de música clásica. “¿Quieres llevarte estos casetes?”, ofrece, como si se desprendiera de su herencia más querida. “No, Juliana, llévatelos a Toledo, te vendrán bien”. La mujer procura sobreponerse a la pesadumbre que le corroe por dentro, pero en un momento dado exclama: “Yo no puedo vivir fuera de la Naturaleza”. Y se queda callada, como absorta, unos instantes. Alguien le recuerda para animarla un poco: “¿Te acuerdas, Juliana, el día que te perdiste en el monte, yendo a misa a El Royo? Todo el pueblo salimos a buscarte por la noche”. Y se ríe. Otro le cuenta: “¿Sabes que los guardas forestales de Valdeavellano estuvieron a punto de dispararte una noche que vieron en el monte la luz de una linterna y te confundieron con un cazador furtivo al que perseguían?” Y se ríe, se ríe de buena gana. ¡Ella, una furtiva! ¡Una monja furtiva! En cierto aspecto, es verdad. Una mujer solitaria en medio de este mundo desbocado y bullicioso que no sabe adónde va. Ella, quebrantando todas las normas establecidas por la economía de mercado y por la desorientada cultura dominante, que ha perdido la costumbre de mirar al cielo.

Su pequeño huerto, que Juliana cultivaba y del que se abastecía, se ha quedado lleco. Su aspecto, cuando estalla la primavera en El Valle, es desolador. Nadie volverá a plantar allí lechugas y tomates. El desamparo del huerto es la mejor metáfora del final de una hermosa historia humana, que ha durado más de un cuarto de siglo. Por eso digo con razón que, con la marcha de la monja, El Valle se ha quedado más solo, como cuando en casa se muere la madre y ya no hay más que silencio entre las cuatro paredes. Lo mismo que cuando el último vecino apaga el fuego de la cocina, echa la llave de la puerta de la casa y se va lejos. La monja Juliana, como la Romana de Valdenegrillos, son las últimas anclas a la vida en la tierra abandonada. “Juliana, ¿te ayudamos a hacer la maleta?”. Y se ríe de buena gana. No tiene maleta. No tiene nada. Se irá con lo puesto. “¡Anda, quédate con los casetes!”, insiste. Cada vez recibía allí en su casucha, donde hace tiempo que le clausuraron el pequeño oratorio porque no podía moverse del rincón donde vivía arrumbada, más correspondencia de las gentes más insospechadas. En general, le pedían consejo u oraciones. Ella contestaba todas las cartas. “¿Y qué va a pasar ahora? -pregunta de pronto, preocupada- ¿cómo va a saber el cartero que vivo en Toledo?, ¿cómo se van a enterar de mi dirección?” “No te preocupes, Juliana, lo arreglaremos. Correos funcionan muy bien”. “¿Y qué hago con mi pequeña radio, que tanta compañía me ha hecho?”. Juliana escuchaba las noticias en Radio Nacional por si daban alguna desgracia -el mundo parece hoy la historia de una desgracia encadenada- para rezar por las víctimas. Más de una vez, como cuando lo de Irak, ha ofrecido a Dios su vida sin éxito a cambio de acabar con una guerra. “¡Llévatela contigo, Juliana, llévate la radio!” Y, por si te ayuda en este viaje sin retorno, llévate también contigo nuestro afecto y nuestra gratitud. Personas como tú enderezan la historia humana y cambian para bien el rumbo del universo. Sólo mujeres como tú, dotadas de un corazón inocente, pueden, como dijo María Zambrano, habitar ese universo.