AURELIO, EL ÚLTIMO VECINO

por elcantodelcuco

El 23 de Abril de 1979 murió, en el hospital de Soria, el último vecino de Sarnago. Se cumplen, pues, treinta y seis años de la muerte oficial del pueblo. En realidad, como se sabe, el pueblo no ha muerto del todo. Incluso podría pensarse que revive, lo mismo que rebrota un chopo o un rosal desmochado. Acuérdense de Machado, junto al olmo hendido por el rayo, tomando nota de la rama verdecida. Siempre hay que esperar otro milagro de la primavera. Pero es un hecho que aquel día Sarnago murió en los catastros y boletines de la Administración. Desde entonces nadie ha vuelto a requerir allí el voto del señor Cayo. Y nadie acudirá en mayo a pegar un cartel. Esa es la vulgar realidad . El luctuoso suceso coincidió, por esas casualidades de la vida, con la fiesta oficial de Castilla y León, en recuerdo del día en que las poderosas huestes imperiales aplastaron la revuelta popular de las Comunidades y cortaron la cabeza en Villalar ( ahora de los Comuneros) a los cabecillas Padilla, Bravo y Maldonado en 1521. ¡Un día señalado! Siempre me ha parecido que esta coincidencia de fecha otorgaba a la muerte del pobre Aurelio Sáez una dimensión épica y un cierto carácter simbólico. Como tengo dicho, nadie acudió a recoger su cadáver, que acabó en la sala de disección de la facultad de Medicina.

Hoy, igual que se honra a los comuneros -desde lo de Villalar, Castilla no ha vuelto a levantar cabeza-, permítanme que honre la memoria del último vecino de Sarnago, único hijo varón del tio Luis Sáez, un hombre intrépido que un día se embarcó para América donde hizo en poco tiempo una pequeña fortuna con la que construyó a la vuelta una casa grande y encalada en el barrio de arriba. Las malas lenguas corrieron entonces la voz por las cocinas y por el lavadero de que había liquidado a su socio en Buenos Aires y se había vuelto con el botín, pero nadie pudo comprobar el crimen. La casa se la construyó “El Patato” de Magaña, el mejor paretero de la comarca. Ninguna casa de los pueblos requirió los oficios del arquitecto ni del aparejador. Son construcciones asombrosas hechas por cuadrillas de albañiles autóctonos, perfectamente jerárquizados, bajo la autoridad del maestro de obra, que sabían muy bien el oficio, transmitido en muchos casos de padres a hijos. Habría que hacer justicia al buen hacer de estos albañiles rurales, que han sido los verdaderos constructores de los pueblos.

Sea por razones de consanguinidad o por lo que fuere, el caso es que el hijo del tio Luis no fue precisamente una lumbrera, aunque tampoco salió falto. En la escuela, sin ser brillante, aprendió con esfuerzo a leer y a escribir y las cuatro reglas. No necesitaba más. Pronto cogió el garrote. Siempre se me representa como un hombre tosco, desaliñado, de voz profunda y oscura, con zahones y una manta de cuadros al hombre tocando la cuerna por las esquinas para sacar la cabrada y conducirla al monte. El Aurelio era un personaje esencialmente montuno. Cuando llegó lo de la repoblación forestal se ganaba el jornal yendo a trabajar cada mañana a los pinos. ¿De qué iba a vivir si no? Por eso resistió hasta el final. Un dia desapacible de invierno se presentó, envuelto en la manta, en la casa parroquial de San Pedro Manrique. “Soy el alcalde de Sarnago”, les dijo a los dos curas jóvenes que acababan de llegar, a los que la presencia de aquel tipo les produjo asombro y desconcierto. Y a renglón seguido les advirtió: “Quedamos pocos”. ¡Y tan pocos! Él y otros dos vecinos: el Lorenzo y la Clementa, dos hermanos solterones, que también vivían del jornal de los pinos, y Tomás, el cartero, que aguantó hasta que dejó de llegar correspondencia al pueblo. El Aurelio no tardó mucho en quedarse solo, alcalde de sí mismo. Resistió lo que pudo, hasta que la cirrosis le fue minando la salud hasta acabar destrozándolo por dentro. Los curas lo llevaron al hospital. Se repuso algo y volvió al pueblo. Debajo de la cama fue almacenando un rimero de botellas vacías. Recayó gravemente. Acudieron a verlo los dos sacerdotes. Encontraron la puerta abierta. “Hay alguien ahí?”, preguntaron desde el portal. “¡Suba el que sea!”, les respondió desde la cocina con su voz cavernosa. El Aurelio, que además de algo simple, era una buena persona, desplegó enseguida su hospitalidad y les invitó a vino en un porrón mugriento y a unas patatas cocidas en un caldero. Todo lo que tenía, el pobre. “¿Hace un trago?”, les dijo. Después les entregó la llave del cementerio. “Yo ¿para qué la quiero ya?”. La segunda estancia en el hospital duró poco. Aurelio Sáez, el último vecino de Sarnago, murió a los 47 años el día de la fiesta de los comuneros. Nadie puso su esquela en la puerta de la iglesia ni tocaron las campanas a muerto. Y nadie escribió en el periódico la necrológica del último vecino de Sarnago. Por eso he traído hoy aquí su recuerdo, para que permanezca su memoria.