LAS MÓNDIDAS DE SARNAGO

por elcantodelcuco

 

Muy de mañana inician la subida por la calle de abajo, desde la plaza, las tres mozas de la móndida, airosas y radiantes, quizá un poco aturdidas. Caminan detrás del mozo del ramo. Sujetan con una mano inexperta el largo cestaño con cintas de colores y coronado de flores -o sea, la móndida propiamente dicha- que transportan en la cabeza, como antes las mujeres llevaban el cántaro desde la fuente. Abre paso el pendón rojo que sobresale por encima de los tejados de las casas recompuestas y cuya sombra se proyecta sobre las ruinas de las que no han resistido el abandono de sus moradores. Los hombres, con camisa blanca y seriedad campesina, llevan en andas a San Bartolomé, custodiado durante todo el año en San Pedro Manrique y liberado por un día, cuya figura adusta y poderosa, que libró de pedriscos y apostasías, vuelve a recorrer las calles descarnadas de Sarnago donde lo han venerado cientos de generaciones y que unos desalmados quisieron robar cuando la guerra. “Ya se lo llevaban en un caballito negro -me dice la Amelia-, metido en un saco, por el camino del cementerio”. “Al pobre -recuerda la Milagritos- le habían cortado el brazo para que entrara en el saco”. “Los hombres estaban en la guerra o en la siega y fueron las mujeres las que salieron al camino y lo recuperaron”, comentan. La música de la banda sampedrana de “La Muralla” acompaña la procesión laica, sagrada y popular. La multitud camina en silencio respetuoso. Es una mañana fresca y luminosa. En pocos sitios como aquí puede encontrarse una luz tan especial, que envuelve mágicamente la escena, estrictamente cinematográfica, y la sublima. Me lo reconoce Mercedes Álvarez, la de “El cielo gira”, por la tarde en la plaza, después de las cuartetas. Sólo falta el volteo de campanas, pero las campanas reposan desgraciadamente en el suelo del portal de la escuela desde que se derrumbó la torre.

En un punto la comitiva se detiene y, en medio de la calle, en silencio riguroso, el mozo del ramo y las tres móndidas hacen una inclinación reverencial al santo patrón. Confieso que después de esto ha habido un momento, cuando regresábamos del barrio de arriba hacia la iglesia, que no he podido más, me he roto por dentro, me he sentido orgulloso de haber nacido aquí y he ocultado mis lágrimas bajo las gafas de sol. Compréndanlo. Es la primera vez que vuelvo a la fiesta desde mi juventud cuando la fiesta de las móndidas y el mozo del ramo era en la Trinidad, por primavera, con los campos estallando de verdor y de flores, las casas , habitadas, y el aire de la calle, poblado de ocetes y gorriones. ¡Demasiados recuerdos, que pesan lo suyo, demasiadas ausencias! En el pórtico de la iglesia, donde hace tiempo que falta el gran olmo centenario, nos esperaba Toño, el cura de las Tierras Altas, revestido con el alba y la estola roja, y allí en el atrio, con las ruinas del templo de fondo -¡Dios mio, qué cuadro tan triste y tan hermoso, tan evangélico!- ha celebrado la misa solemne de San Bartolomé, que es imposible que no se haya emocionado también y haya decidido echar una mano, ya que no lo hacen las autoridades, para que el pueblo reviva. Al año que viene, si la Asociación se empeña, como parece, se recuperará el rito de los arbujuelos, que las móndidas entregarán en el ofertorio, y hasta a lo mejor se subasta la “torta de la Virgen”.

En la era empedrada está plantado el mayo, como cuando el pueblo estaba vivo. ¿Quién ha dicho que ahora está muerto? Por la tarde, como es tradicional, se canta la Salve en el mismo atrio de la iglesia y después en la plaza tiene lugar, en medio de un gran gentío, el acto más esperado. Sorprende al personal forastero que esto ocurra en un pueblo despoblado sin ninguna ayuda ni estímulo oficial. “Ni siquiera asfaltan el camino”, dice Jesús, el de la Asociación. ¡Hace falta ser necios e injustos! No creo que haya en toda la provincia una fiesta tan pura y tan interesante. El gran ramo de arce, adornado de pañuelos, de roscas y de rosas, es introducido de copa, después de arduos esfuerzos, por la ventana del Ayuntamiento, parece que en evocación del misterio de la Santísima Trinidad, que también cuesta meterlo en cabeza humana; y después de la “encarnizada” lucha entre los del barrio de abajo y los del barrio de arriba por llevarse el despojado ramo, se hace el silencio para escuchar las cuartetas que recitan las móndidas desde el ventanal. Esta vez sin leyendas medievales. Para el cronista, todo hay que decirlo, es este un momento especialmente emotivo porque una de las móndidas es Sara, mi hija, que se ofreció voluntaria por amor al pueblo y para que no se pierda la fiesta. “¡Qué orgullosa se habría sentido su abuela Margarita, tu madre, contemplándola desde el balcón de la casa, ahí enfrente!”, me dice una vecina, que fue conmigo a la escuela. “Casi tanto como yo”, le respondo. Ni siquiera me atrevo a entrar en la casa, cerrada hace tiempo y asaltada repetidamente por los ladrones. Contemplo el portalón cerrado y disimulo mis pensamientos con un rosquillo y un vaso de moscatel. Después me voy de la fiesta en silencio, mientras un muchacho toca el clarinete desde la ventana.