LA COCINA ENCENDIDA

por elcantodelcuco

 

En el relato anterior nos asomamos apenas a la cocina de la casa, refugio de la familia durante el largo e inmisericorde invierno, que acostumbra a azotar las montañosas tierras de la Alcarama desde primeros de diciembre a bien entrado abril. La estancia, con el fuego perennemente encendido, es un cuadrilátero de apenas nueve metros cuadrados. Es un espacio interior, íntimo, abrigado, que tiene aire de sagrado. Por eso quizá los romanos aposentaron aquí a sus dioses lares. Se entra por una gruesa puerta cuadrada de madera de roble sin cerrojo con una gatera en la parte baja. La puerta, de cuarterones, recibió una mano de minio Dios sabe cuándo y presenta un color rojizo desvaído.

Entramos. Es de noche. Arden con fuerza las bardas en la lumbre. El humo que desprende la leña mojada impregna el ambiente. El techo es bajo y está ennegrecido. Cuelgan de él las vueltas de chorizos, perfectamente separadas las de bueno de las güeñas. En la primera fila, cerca del hogaril, más a la mano, se alinean las varas de morcillas dulces rellenas de pasas, que tienen por vecinos a los humildes tripos. Destaca cerca del candil, blanca y redonda como una luna llena, la vejiga de la manteca. El olor de la támbara se mezcla con el del pimentón de La Vera, indispensable para la matanza, del ajo y de las especias. A la izquierda de la entrada, en una mesita redonda cubierta de un hule azul deshilachado hay un porrón manoseado con unos sorbos calientes de vino y a su lado, una mugrienta y sobada baraja. Y en la pared, un viejo calendario con una estampa de la Virgen del Carmen, que ofrece el escapulario con la mano.

A la derecha de la puerta, en la pared del fondo, brilla entre hilachos de humo la espetera con un docena de cazos de cobre, y en el centro, como si fuera la custodia, incrustado en un molde madera, el almirez de bronce, cuyo repique los días señalados abría el apetito de los habitantes de la casa. En la parte baja de la rinconera se guardan las negras sartenes aceitosas, los cazos y las tinajillas u orzas de las conservas, y en la parte de arriba, sin cristal protector, la menguada vajilla. Destaca enfrente de la entrada una gran tinaja, capaz para diez o doce cántaras de agua, y la cantarera, con dos cántaros negros y el hueco de un botijo, que ahora anda en el hogaril de mano en mano.

En torno al fuego, con los pies en la chapa caliente, están los miembros de la familia, bajo la redonda chimenea, frente a la antosta de hierro, en la que apenas se distinguen por el hollín los adornos florales grabados originalmente. Cuelgan de la pared las negras llares y borbolla una olla de hierro sobre el tentemozo. La abuela, con su larga saya y su toquilla, está sentada en su banqueta hilando lana con el huso y la rueca, y a sus pies ronronean dos gatos. El abuelo, que fuma sin parar, reposa en su desvencijado sillón junto al vasero, donde deposita el cuarterón y el librillo de papel de fumar. El niño pequeño apoya la cabeza en su muslo y se ha quedado dormido, como cada noche, oyendo el tictac del grueso reloj del abuelo en el oído. El tío Co, un hombrecillo mayor, soltero, que estuvo en la guerra de África y que lleva la hacienda, ha bajado a dar una vuelta a la majada y a echar esparceta en los pesebres a las caballerías. El otro niño escucha atentamente a su madre, una mujer joven vestida de luto, viuda a los veintiocho años, que lee pausadamente en voz alta a la luz del candil, en un libro amarillento, romances castellanos antiguos. Cuando termina uno de los romances, toma unos calendaños de detrás del banco corrido del hogaril y aviva el fuego para que no se apague.

(Aquel niño ha vuelto ahora, mayor y cansado, y se ha encontrado con los hollines sobre la chapa del hogaril. Alguien se llevó las llares y la antosta. No hay nadie. Las húrguras de fuera retan con sus alaridos a los fantasmas de dentro. El fuego lleva más de cuarenta años apagado)